Inicio Cosas que pasan Adelanto de “Kirchner, el tipo que supo”, de Mario Wainfeld

Adelanto de “Kirchner, el tipo que supo”, de Mario Wainfeld

Wainfeld. Kirchner [tapa]

Néstor Kirchner fue un animal político descomunal y complejo, que marcó un antes y un después en la historia argentina tanto para los partidarios como para los detractores. Mario Wainfeld se mete en la cabeza de ese hombre para reconstruir, como nadie lo hizo hasta ahora, la forma en que se gestó el proyecto kirchnerista y el camino recorrido hasta el presente.

Kirchner, el tipo que supo es el relato de nuestro pasado reciente según la mirada de uno de los columnistas políticos más lúcidos y originales. Wainfeld recupera conversaciones francas con Néstor Kirchner –de militante a militante, de periodista a presidente– y también con su entorno más cercano, y cuenta, con prosa aguda y honesta, la Realpolitik, la cotidianidad de un presidente, mostrando cómo se toman decisiones cuando se controlan muy pocas variables y el riesgo es altísimo. Desnuda así, con su sagacidad habitual para atravesar la superficie de los hechos, las iniciativas más importantes de los últimos años.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 19 – Qué pashó con Clarín y la Ley de Medios

Detalles de una batalla épica

La ironía del presente conflicto es que el gobierno tiene alguna razón acerca del Grupo Clarín. Este tiene una posición dominante en la prensa, TV, cable y radio. Informe para el Departamento de Estado del embajador norteamericano en la Argentina Earl Wayne, revelado por Wikileaks

–¿O sea que no tenéis una única respuesta para vuestras preguntas? –Si la tuviera, Adso, enseñaría Teología en París. –¿En París siempre tienen la respuesta verdadera? –Nunca, pero están muy seguros de sus errores. […]

Me pareció que Guillermo no tenía el menor interés en la verdad, que no es otra cosa que la adecuación entre la cosa y el intelecto.
Umberto Eco, El nombre de la rosa

Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) es su de signación técnica, estricta y un poquito farragosa para la transmisión verbal. Coloquialmente se la abrevia como “Ley de Medios”. Clarín la bautizó “Ley de Medios K” para denigrarla, desconociendo su génesis pluralista.

Se trata de una disputa fundacional contra la concentración económica, que marcó a fuego las dos presidencias de Cristina  Fernández de Kirchner.

“El primer Kirchner”, el del desembarco, sorprendió por partida doble y dual a las corporaciones empresarias y a sus referentes. Fue bienvenido el dirigente que entendía de economía, que pacificaba a la sociedad, y cuya gestión mejoraba todas las variables. En 2003 la lista de endeudados al borde de la bancarrota recorría todo el espinel: desde el Estado nacional hasta los particulares, pasando por las empresas de todo porte, en su mayoría se desendeudaron y cambiaron de pantalla. Ese era el lado virtuoso del “pingüino” desconocido.

La otra faceta, asimismo asombrosa y más chocante para la élite patronal, era su celo por conservar y ampliar el poder político. Trastocó el sistema de relaciones entre el Poder Ejecutivo y los poderes fácticos, inclinando la pendiente. En el transcurso de la recuperación democrática, el sector privado intervenía e interfería activamente en la designación de funcionarios, o, una vez en sus cargos, los aleccionaba, catequizaba, cooptaba o volteaba. La Secretaría de Energía, pongamos un ejemplo entre tantos, acataba los mandatos de las grandes corporaciones del sector. Otro tanto ocurría con las áreas vinculadas a los bancos o al sector financiero, que incrustaban a sus propias figuras o aconsejaban con carácter vinculante. Las corporaciones militares y la jerarquía de la Iglesia católica tenían asimismo sus zonas (reparticiones públicas, secretarías, ministerios) de influencia, para de signar o para vetar, si venía a cuento.

El lobby es una constante en toda democracia instalada, en Estados Unidos se los exhibe y regula. En otros sitios se prefiere el ocultismo y las transas en los pasillos. El presidente Raúl  Alfonsín se esforzó en resistir los embates de esta práctica y sostuvo la posición durante los primeros cuatro años, pero luego, a la par que menguaba su legitimidad, fue cejando en esa puja.

Kirchner reescribió el manual de estilo y la agenda del presidente. Rehusó platicar acerca de la integración del Gabinete y se abstuvo de pedir consejos. Su predecesor, Eduardo Duhalde, consultaba al gerente petrolero Oscar Vicente sobre cualquier punto relevante de la agenda oficial, por más exótico que fuera a la experticia del asesor.

Puertas cerradas, procura constante de autonomía: el ecosistema que instalaba Kirchner chocaba al establishment, que lo toleraba como contrapartida de la bonanza y con la sana ilusión de que sería un berrinche transitorio. El titular de una de las más grandes corporaciones argentinas me confió en reserva: “ Menem nos invitaba a Olivos, a charlar, comer. Algunos hasta participaban en festicholas. De la  Rúa y Duhalde nos preguntaban antes de tomar cualquier decisión”. La pintura costumbrista se leía como “natural” y positiva. La duda subsiguiente era cuándo cesaría el New Deal de la emergencia implantado por Kirchner.

Las tratativas con empresas o grupos económicos se sucedían, por cierto: reuniones, discusiones, demandas. La contraparte era el hombre que ya hemos descripto: agudo, interesado en “todo”, informado minuto a minuto de las cifras claves de la economía, desconfiado a más no poder. La combinación saldaba positiva, porque la macro y la microeconomía eran “gauchitas”.

En ese contexto raro, Clarín y su plana superior se llevaron bien con Kirchner. Tanto sus ejecutivos como sus periodistas tenían interlocución activa con el presidente y el jefe de Gabinete Alberto  Fernández.

La concesión del Canal 13 correspondía a Artear SA, del Grupo Clarín. Vencía a fines de 2004 y admitía una ampliación automática por diez años más, que salió en enero de 2005. En mayo, el gobierno otorgó mediante el Decreto 527/05 una franquicia enorme, no contenida en las reglas previas. Prorrogó licencias de radios AM y FM, canales abiertos y de cable. Aceptaba pedidos de titulares de medios que decían atravesar contingencias financieras apremiantes o desesperantes. La respuesta fue una extensión por muchos años a un conjunto variado de beneficiarios.

La concesión de Clarín se proyectó hasta 2025. Se explicó, desde el oficialismo, que se trataba de un salvataje para impedir cierres de fuentes de trabajo y la adquisición de medios por parte de empresas de capital extranjero. Era una verdad parcial que no le daba toda la razón al gobierno. La reactivación y la recuperación de la capacidad instalada eran obsesiones del primer kirchnerismo que, en este caso, subestimó o pospuso otras variables que valoraría recién después de 2008.

Se atendieron demasiado los pedidos de los dueños de Canal 9,  Daniel Hadad y Raúl Moneta, que vaticinaban que el concurso preventivo de su empresa devendría quiebra si no se prolongaba la concesión. Les restaban cuatro años, alegaban que era demasiado poco para atraer auspiciantes o compradores. Discutible, cuando menos.

El afán economicista, reiteramos, prevaleció. Tanto que las ampliaciones para evitar la extranjerización también beneficiaron a concesionarias de capitales europeos (Grupo Prisa: Radio Continental, Grupo Telefónica, Canal 11 Telefé) y a un grupo mexicano que concesionaba radios.

El Grupo Clarín fue favorecido como hermano mayor de otros emprendedores que estaban en apuros. La gracia estatal fue, pues, compartida, lo que no basta para justificarla… menos que menos con la comodidad del diario del lunes de tres, cinco o diez años más tarde.

En materia periodística, el tamaño importaba. Las primicias oficiales privilegiaban a Clarín en detrimento de la competencia. Por nombrar apenas dos: la candidatura de  Scioli a vicepresidente y una reconciliación efímera entre Kirchner y Roberto  Lavagna  entre enero y febrero de 2008 (fecha notable a la luz de lo que estamos repasando) fueron concedidas al “gran diario argentino”, que se floreó con el beneficio. Las discrepancias políticas fuertes asomaron cuando la fumata blanca para “Cristina  presidente”. El CEO de Clarín, el omnipresente e invisible por decisión propia Héctor Magnetto, le aconsejó a Kirchner que desechara la rareza. Como ya se dijo, no era una postura original, aunque tal vez lo fue la energía con que se la planteó. Según la versión de Kirchner y Cristina, incurrió en un arrebato discriminatorio y de incorrección política: una mujer presidenta era una novedad indigerible. Se non è vero è ben trovato: el machismo de la clase dominante argentina es reconocido. El diálogo, claro, no se puede probar.

Aun con esa reciente tentativa de veto, y ya con Cristina  electa, Kirchner firmó la controvertida adquisición de Multicanal por parte de Cablevisión (la “fusión” entrambas), lo que dio lugar al mayor operador de cable de la Argentina y a uno de los principales de la región. Ocurrió el 7 de diciembre de 2007, tres días antes de la entrega del bastón presidencial.

Desoyó las objeciones racionales a la fusión escritas por el secretario de Defensa de la Competencia José Sbatella, un hombre del “proyecto”. Ni se mosqueó con los lapidarios y bien fundados dictámenes de la entonces fiscal Alejandra Gils Carbó, quien entendía en el expediente judicial respectivo. Sin un pelo de ingenuo, el presidente sabía que le estaba dando una mano y un aventón mayúsculos al Grupo Clarín, promotor y beneficiario de la movida. El periodista Martín Sivak, autor de dos libros sobre el diario, pondera que la fusión “representaba el 60% de los ingresos del Grupo y se aprobó el mismo día en que el Grupo empezó a cotizar en la Bolsa de Londres”,83 y que “con esa compra la Corporación pasó de facturar 2100 millones de pesos a 3600 millones y se quedó con el 51% del mercado de cable”.

Clarín potenció su dominio en el mercado, como bien alertaban Sbatella y Gils Carbó. Robustecer a un rival incipiente fue un error enorme, visto en perspectiva: un caballo de Troya regalado a Cristina. Seguramente se buscó lo contrario: disipar un motivo de conflicto con Clarín y lubricar una buena relación futura.

Sólo cuatro meses más tarde, en abril de 2008, Kirchner pronunció una frase célebre, mientras ardía el conflicto por las retenciones móviles.85 Es más breve que un tuit, un hallazgo de comunicación política masiva, intraducible para quien no hable el dialecto rioplatense: “¿Qué te pasha, Clarín? ¿Eshtásh nervioso?”. Designaba al adversario, lo personalizaba, prefiguraba consignas y alineamientos indelebles. Un gobierno popular y legítimo emprendía una tarea imprescindible, la de poner coto a las distorsiones exorbitantes del mercado. Cometía un “pecado” que cavaría trincheras.

No es paradójico que Clarín haya crecido entre 2003 y 2007, desde una situación en que temblaba al borde de la quiebra hasta verse gordito y pipón al final del mandato. Muchísimas industrias o comercios (grandes, pequeños o medianos) salieron a flote, prosperaron, se expandieron o simplemente se volvieron viables en la etapa de prosperidad compartida. Clarín es uno de los complejos empresarios más grandes de la Argentina, importante fuente de trabajo. Según los reportes oficiales del grupo, tenía 16 627 empleados en 2010, y 15 548 en 2014.

Es el caso local de un fenómeno que se propaga en América Latina. En sus orígenes, extraviados en lontananza, fue un diario, hace mucho que es un conglomerado multimediático. Dos especialistas, Martín Becerra y Guillermo Mastrini, enseñan que:

Los principales grupos de comunicación de la región fueron transformándose en grandes conglomerados que reúnen variadas actividades en su seno ya desde las últimas dos décadas del siglo XX. Antes, estos grupos habían sido empresas familiares con propensión a dominar un sector de actividad, una industria de medios, lo que se cristalizó como procesos de concentración horizontal a lo largo de las décadas de 1950 y 1960, fundamentalmente. Hoy en día la lógica de acumulación de los principales grupos se basa no tanto en el poder de concentrar un mercado de medios específico (televisión, radio, prensa), lo que a su vez les otorgaba un estatuto de interlocución política privilegiado, sino en el ejercicio de posiciones dominantes en diferentes mercados en forma simultánea. De ahí su carácter conglomeral. Además, las estrategias de las empresas de telecomunicaciones robustecieron la tendencia a una estructuración oligopólica de estas actividades en América Latina, lo que acelera la tendencia a la concentración ya que la convergencia tecnológica entre medios, telecomunicaciones e internet integra en las mismas plataformas de distribución a estos sectores, otrora separados.

El Grupo es uno de ellos, sólo superado en facturación por un par de colegas en Brasil o México. Pero la ramificación de sus áreas de influencia, todas oligopólicas, encuentra pocos equivalentes en el mundo, si los hay. Simplificando al extremo: tendrá menos plata que unos pocos, pero atiende más “quioscos”. Cadenas de diarios nacionales y provinciales, emisoras de radio, canales de televisión abierta y de cable, proveedores de Internet. Incluso es accionista mayoritario de una fábrica de papel para diarios, Papel Prensa, lo que refuerza el dominio sobre los medios gráficos.

La LSCA, como tantas medidas del kirchnerismo, afloró empujada por la coyuntura, pero el día del parto no la explica por completo, ni opaca su trayectoria previa, ni descalifica o rebaja sus virtudes.

La dialéctica contradictoria entre “los mercados” y el sistema democrático exige, para reforzar a este, la existencia de regulaciones antitrust. La distribución social de la palabra, el derecho a comunicarse, informarse y emitir, depende de la existencia de pluralidad de emisores, con un piso de equivalencia. Si se fuera purista, la primera reprimenda al kirchnerismo sería haberse convencido tarde, tras fortificar el poder concentrado.   Actuó como detonante la cobertura del multimedios y, en especial, su canal de cable insignia, Todo Noticias (TN), durante el conflicto por las retenciones móviles. Se conjugó una movida destituyente en la que la clase dominante concluyó que el gobierno definitivamente había dejado de combinar funcionalidad económica con caprichosas incrustaciones de autonomía política. La confluencia de intereses tocó a su fin y se cristalizó un punto de quiebre, porque las dos partes entrevieron que el kirchnerismo profundizaría la intervención estatal, las políticas sociales, la recuperación del patrimonio público. Hay instancias cruciales en las que los jugadores divisan el futuro como Gestalt: sin detalles, captando lo fundamental. Ni el gobierno ni las corporaciones sabían que advendrían la reestatización de las jubilaciones (que fondearía al fisco en detrimento de las empresas privadas), de Aerolíneas Argentinas, de YPF. Y que estaba al caer la Asignación Universal por Hijo, que afianzaría los vínculos del FPV con los más humildes. “Hasta acá llegamos”, elucubraron, unidos en el pronóstico y enfrentados por la divergencia. Clarín pegó primero, el kirchnerismo respondió a su modo: con discurso, con relato y con una ley de avanzada, que era reclamada desde el comienzo de la recuperación democrática.

Se llama “abuso de posición dominante” al manejo de empresas que, valiéndose de su preeminencia en el mercado, impiden que haya un mínimo de transparencia y competencia. El dumping está en primer lugar entre el arsenal de estrategias que utilizan: quien tiene resto puede bajar los precios a niveles que lo dejan sin ganancia por un tiempo, para asfixiar a sus competidores. Eso hacía Clarín con las transmisiones de fútbol: emitía algunos partidos por cable y otros por sistema codificado (los clásicos más importantes, por los que se debía pagar un extra adicional al abono, pay per view, en la jerga). Clarín desfondó a varios canales en distintas localidades bajando el precio de sus abonos a niveles irrisorios. Cuando el rival caía y se retiraba, se valía de su condición de emisor monopólico local y subía los precios. El consumidor quedaba supeditado a la opción de pagar o perderse el espectáculo.

El pressing a los avisadores privados es otra fullería. Varios propietarios de medios han contado que Clarín presionaba a grandes auspiciantes: les avisaba que si publicitaban en otros medios no aceptarían sus avisos en Clarín o sus tentáculos. Las empresas debían “optar” entre publicitar en Clarín o en otro medio con menos público. Adivinen qué pasaba, usualmente.

El socialismo gobierna Santa Fe desde 2007, se sucedieron ya tres mandatarios. La provincia con forma de bota es bien extensa: mil kilómetros desde la ciudad de Rufino en el sur hasta Florencia en el norte. En la previa de la LSCA, el primer gobernador socialista, Hermes  Binner, explicaba que ningún medio audiovisual o gráfico tenía alcance provincial. Refería el caso de los principales diarios: “La Capital, de Rosario, venderá cien diarios en la ciudad de Santa Fe. El Litoral [de la capital provincial] acaso menos en Rosario. La influencia es proporcional”. “¿Qué hace un político santafesino –se preguntaba el dirigente socialista– cuando quiere propalar información para toda su provincia?” La respuesta es evidente: tiene que hacerse ver u oír en los medios nacionales. Ir al pie de Clarín, dicho en clave truquera. El socialismo santafesino, que en 2010 estaba bastante de punta contra el kirchnerismo, votó a favor de la Ley de Medios.

Un gobierno más acomodaticio, más permeable al humor de las corporaciones, hubiera retrocedido, sometiéndose al canon que rigió desde 1983. Uno autoritario podría haber confiscado el patrimonio de Clarín, sin compensación económica. Una democracia radicalizada podría haber expropiado total o parcialmente sus bienes, una prerrogativa constitucional supeditada al dictado de una ley, con indemnización previa. La alternativa elegida por la presidenta Cristina  Fernández de Kirchner fue promover una ley sofisticada, atenta a las normas internacionales sobre comunicación y derechos humanos, adoptando y adaptando disposiciones antitrust como las que hay incluso en Estados Unidos, la cima del capitalismo mundial.

Los antecedentes con que se contaba constituían intentos inteligentes, elaborados y… fallidos. La Coalición por una Radiodifusión Democrática, una organización social sin banderías partidarias, venía remando contra la corriente desde 2004. Estaba integrada por sindicatos de prensa, universidades, radios comunitarias, pequeñas radios comerciales y organismos de derechos humanos. Convocada en 2004 por el Foro Argentino de Radios Comunitarias (FARCO), concibió los “21 puntos básicos por el derecho a la comunicación”, un proyecto progresista, consensuado por una alianza entre sectores variopintos, damnificados por la (mal) llamada Ley de Radiodifusión 22 285, impuesta por la dictadura en 1980. Esta contenía pautas avasallantes para la libertad de prensa, hasta avances y censura sobre contenidos. El organismo de aplicación, el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer), tenía representantes de los Comandos en Jefe de las Fuerzas Armadas en el directorio, una salvajada que confirmaba su origen espurio. El menemismo empeoró al engendro, habilitando una franquicia que la dictadura quiso limitar: la posibilidad de crear emporios mediáticos que abarcaran la prensa escrita y la audiovisual. Clarín recibió un “bocatto di cardinale”: la licencia de Canal 13, hasta entonces estatal.

La coalición congregada para promover, impulsar y diseñar la LSCA fue tan variada y extensa como los damnificados por la agresiva acción del multimedios y por el imperio de una legislación regresiva: entre ellos, operadores y trabajadores de “radios truchas”, esto es, experiencias de comunicación popular o comercial, no legalizadas y acorraladas por el sectario régimen, y en general trabajadores de la cultura, con derechos socavados por prepotencia del capital.

La ley vedaba a cooperativas locales conseguir licencias para canales de cable, arguyendo que podían monopolizar el servicio. Se daba carta blanca a conglomerados y se prohibía a asociaciones vecinales, compuestas por gentes solidarias, con influencia en pequeños territorios. Clarín no se consideraba un oligopolio pero sí lo eran las cooperativas de vecinos de Santa Rosa (La Pampa) o Villa Gesell, que también se agrupaban para dotar de servicios públicos más económicos a los habitantes de sus pueblos o ciudades. Habría movido a risa si hubiera sido en broma…

Las carreras de Comunicación de la mayoría de las universidades públicas pusieron a disposición sus científicos y profesionales, que aportaron sustento conceptual a la ley, acogieron a los foros, promovieron debates. Facilitaron la movilización estudiantil, que apoyó en los claustros y en las calles el proceso de instalación del tema y su posterior aprobación. Esa participación, reflexiva y entusiasta, trajo un doble beneficio: sirvió para consolidar teórica y políticamente el proyecto y fortaleció hacia dentro a los propios claustros universitarios, que se enriquecieron en el diálogo con diversos actores sociales.

El proyecto oficial tomó como base los 21 puntos, que luego fueron tratados y discutidos en foros abiertos de participación ciudadana, en distintas provincias. Clarín optó por rehuir la discusión, en parte porque estaba en minoría flagrante, en parte porque eligió presentar el proyecto de ley como una cuestión de poder. Se refugiaba en el mantra de la libertad de expresión, que su praxis cotidiana estrangulaba. Macaneaba abiertamente sobre el alcance de la ley diciendo que incluía a los medios gráficos y regulaba contenidos: dos falacias.

Los foros descollaron por la movilización y la cantidad de sectores o figuras intervinientes. En términos de discusión y argumentos, se produjo una goleada. Ya in extremis, abanderados del multimedios organizaron algunos por su cuenta, para contrapesar la oleada. El senador Carlos  Reutemann impulsó uno en Santa Fe, el grupo mediático Vila-Manzano hizo lo propio en su feudo natal, Mendoza. Quisieron sorprender, capitalizar la condición de locales: de nuevo la concurrencia espontánea los goleó en su propia cancha. En Mendoza tomó la palabra el presidente del Centro de Estudiantes de la Universidad Nacional de Cuyo. Una larga lista de oradores recordó la prepotencia del grupo multimediático organizador, que usurpaba terrenos de la universidad. El impacto aleló a diputados opositores y a abogados de Clarín que habían viajado para florearse: callaron, huyeron sin hablar.

El proyecto avanzaba en una etapa espinosa para el kirchnerismo, marcada por la derrota electoral en las elecciones parlamentarias de 2009. Los nuevos diputados y senadores asumían sus bancas el 10 de diciembre. La cuenta regresiva debía compatibilizar dos objetivos: sólo antes de esa fecha podía lograrse la aprobación y era imprescindible la amplia controversia pública.

Muchos de sus partidarios o aliados del FPV aconsejaban, de buenísima fe, no tirarse a la pileta: no era el momento. Los directivos de Clarín supusieron hasta último momento que el proyecto no sería elevado al Congreso, y así lo comentaron en sus repetidas visitas a “la Embajada”.

Dos medidas se sucedieron, la LSCA (ideológica, institucional, con estilo parlamentario refinado) es hechura de Cristina, la otra (Fútbol para Todos) tiene la marca de fábrica de Néstor.

La transmisión de los partidos oficiales de fútbol era un núcleo de la influencia de Clarín, un pilar de su recaudación, un arma para aniquilar a la competencia. El jefe de Gabinete Alberto  Fernández se percató temprano, allá por 2006 o 2007, cuando se encontró en una reunión social con el presidente vitalicio de la Asociación del Fútbol Argentino, Julio Grondona. Abordaron la posibilidad de transmitir un partido los viernes, por Canal 7, televisión abierta, jamás un clásico ni ninguno de los más taquilleros. En una charla amable, sin papeles ni tratativas formales, acordaron avanzar en ese sentido. Al día siguiente, antes de que se difundiera, toda la plana mayor (periodística y gerencial) de Clarín llamó o visitó en fila india a  Fernández para explicarle, en el mejor tono imaginable pero sin dejar resquicio a dudas: “No pasarán”.

Kirchner tuvo en cuenta eso cuando acordó con la AFA, en agosto de 2009, la transmisión gratuita de todos los partidos oficiales de los torneos AFA y de la Selección. El Fútbol para Todos le ganó de mano a la LSCA, o más bien le marcó el camino. Se elevaba a derecho ciudadano el acceso masivo al mayor consumo cultural de los argentinos, su pasión y entretenimiento favorito. Kirchner sabía que era una herida en la “caja” y en el poder de Clarín.

El proyecto de la Ley de Medios, enviado al Congreso también en agosto de ese año, fue objeto de ajustes, modificaciones y supresiones en el periplo al Parlamento. Los abogados y académicos Graciana Peñafort y Damián Loreti fueron los artífices del texto de la norma, que sirvió de modelo para otras posteriores en Estados vecinos.89 En la versión aprobada, frondosa y detallista, la Ley 26 522 cuenta con 161 artículos. Se aplicó una técnica de excepción: contiene notas al pie que facilitan la interpretación posterior.

Entre las concesiones a los aliados y a los críticos, se destacó la exclusión de las empresas de telefonía del mercado audiovisual prevista en la redacción original. Si bien ese factor expresa una tendencia mundial y acaso irresistible, inducía o facilitaba la sospecha de “querer reemplazar un monopolio por otro”. Las recriminaciones, de buena o mala fe, escalaron hasta apodar “Ley Telecom” a la norma, aduciendo que esa multinacional, la única en condiciones de competir, era la beneficiaria oculta del cambio histórico. A costa de ceder coherencia, se admitieron los reclamos.

La campaña desinformativa de Clarín fue colosal, inversamente proporcional a su intervención en el Ágora. Trató de instalar la especie de que los medios gráficos entraban en la volteada, pero no era así por un motivo sencillo: el espacio audiovisual es propiedad del Estado, finito, sujeto a regulaciones y concesiones. No hay límite, en cambio, para la existencia de medios escritos. Y a diferencia de la anterior Ley de Radiodifusión, la LSCA no impone controles sobre los contenidos.

La LSCA reconocía tres tipos de licenciatarios, tanto en televisión como en radio. Un tercio del espectro podía llegar a corresponder a entidades privadas sin fines de lucro. Otro tercio quedaba reservado al Estado nacional y los provinciales. El tercero es el de empresas privadas con fines de lucro.

Se habilitaba a las universidades nacionales a tener una frecuencia de radio y otra de televisión abierta. Los pueblos originarios podían conseguir en su territorio licencias para una frecuencia de televisión abierta, una de radio AM y una de FM.

La ley anterior impedía comunicar a las organizaciones sin fines de lucro. No es una exageración retórica: recién en septiembre de 2003 la Corte Suprema fulminó por inconstitucional el art. 45 de la Ley 22 285, que excluía a las organizaciones sin fines de lucro de la gestión de servicios de radiodifusión. Se circunscribía el ejercicio de un derecho constitucional a los comerciantes; ese era el modelo que se reformó.

Una falla original resintió las proyecciones de la LSCA en este aspecto. Abrir perspectivas no equivale a consolidar la presencia en un mercado. Todo emprendimiento de origen social necesita fomento, apoyo económico. Martín Becerra preguntaba “¿Quién paga la factura?” para poner en la pista a medios alternativos. La respuesta es que muy pocos podrían hacerlo con recursos propios: el apoyo económico estatal es imprescindible. Subsidios, créditos blandos, exenciones impositivas: en promedio sólo esta, la tercera pata del trípode, se concretó en proporciones satisfactorias, una carencia de la ley que la implementación no consiguió subsanar.

La apertura a nuevos emisores se juntaba con la legalización de quienes, aun funcionando a pulmón, habían sido condenados a la clandestinidad. La ley de la dictadura cercenaba cualquier modo de participación social: era congruente con su proyecto de país, con la represión como herramienta básica. Ya en democracia, el Comfer aplicaba una fracción significativa de sus energías a cerrar radios, decomisar equipos, destripar patrimonios acumulados con esfuerzo y militancia.

El art. 45 de la LSCA contenía la cláusula antimonopólica que desató la furia de Clarín. Estipulaba el máximo de licencias para privados, a nivel nacional o provinciales, que no podía exceder el 35% de la población o de los abonados, según el caso. Una restricción razonable que no jibariza a empresa alguna en un capitalismo racional. Los multimedios invocaban “derechos adquiridos”, amparándose en regulaciones estatales previas e injustas.

Los medios debían emitir un mínimo del 60% de su programación con producción nacional, y dentro de ella un 30% debía corresponder a producción propia, incluidos los informativos. Se promovía la actividad productiva y creativa argentina, lo que explica las adhesiones de quienes se dedican a esos trabajos. No fueron cooptados, ni sobornados; entendieron, más bien, que se generaba trabajo y espacio para su creatividad. Normas semejantes existen en Francia o Inglaterra sin que nadie suponga que los gobierna una variante del chavismo.

Con el proyecto ya en el Congreso, la mayoría parlamentaria se articuló con todos los partidos progresistas (o mejor dicho, no de derecha) del abanico opositor. Así y todo, cuando llegó el momento, el presidente del bloque de Diputados del FPV, Agustín Rossi, sudó tinta para formar quórum. En el Congreso se vota de distintos modos, con dos partes del cuerpo: o con la mano (levantándola o tocando el botón que define la postura de cada legislador) o con el trasero (sentándose o negándose a hacerlo para dar o dificultar el quórum). Clarín apretó legislador por legislador para que se pronunciaran en contra o, en su defecto, para que hicieran caer la sesión, ausentándose. Las amenazas o los incentivos oscuros disuadieron bastante.

Rossi llevaba la cuenta minuciosa: varios partidos opositores que apoyarían no contribuían a dar quórum. Una genuflexión parcial ante el multimedios, que podía hacer caer la sesión. Ya se dijo: el cambio de integración del Congreso a partir del 10 de diciembre era un deadline, y una vez traspuesto ese umbral, sería imposible aprobar la LSCA. Rossi quería apurar el trámite, amenazado por las de serciones. Pudo llegar arañando al quórum porque diputados del Movimiento Popular Neuquino ayudaron a hacer número, aunque luego votarían en contra. La casuística parlamentaria es pródiga en ejemplos de esas semicontradicciones o posiciones intermedias. El MPN actuaba en contraposición a las fuerzas de oposición que no bajaban al recinto pero que apoyarían si se llegaba al quórum.

La sesión fue tormentosa, la oposición camufló su derrota con malas artes, enturbió el tratamiento, alegó violaciones legales, abandonó el recinto en vano intento de deslegitimar la norma desde el vamos. Los medios dominantes les daban aire en los pasillos del Congreso mientras adentro avanzaba la verdadera porfía institucional.

Una anécdota de esos momentos ansiógenos espeja el espíritu de la ley y los motivos de sus amplias adhesiones. Los músicos exigían un apoyo a su actividad, semejante al que recibirían, por ejemplo, el Instituto Nacional del Teatro y proyectos diversos de radios comunitarias, de frontera y de pueblos originarios.

Los trabajadores de la cultura no viven de néctar y ambrosía: el fomento reclamado era material e institucional, y consistía en un aporte dinerario y la futura creación del Instituto Nacional de la Música (INAMU). El diputado opositor Claudio Lozano (Proyecto Sur) acompañó la demanda y no daría quórum en caso de negativa. La pretensión era justa y equitativa pero el texto acordado tras doscientas modificaciones conformaba un rompecabezas: añadirle o quitarle una pieza lo descuajeringaría. Lo mismo pasaba con los recursos materiales asignados: la cuenta total se había cerrado. Los redactores del proyecto trinaban, Rossi entendió que debía negociarse y ceder, era momento de que primaran el buen sentido y la creatividad. El nuevo organismo de aplicación, la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA), cedió dos puntos de su recaudación (un gravamen que pagarían los titulares de servicios audiovisuales) para la actividad musical, que se destinarían al incipiente INM, consagrado por la Ley 26 801 dos años después.

Se tuteló a los trabajadores de la cultura, se pudo inhalar y respirar hondo.

La media sanción llegó con 146 votos afirmativos, 3 negativos y 3 abstenciones.

El papelón opositor fue mayúsculo, tanto que modificó la conducta en el Senado. Allí, la oposición no huyó de la cámara y se avino a participar, aunque sin apearse del tremendismo y las amenazas. El tablero electrónico marcó 44 votos afirmativos contra 24 negativos, un score que exime de mayores comentarios.

Se vivió otro desquite de la aciaga Resolución 125. Se ganó en el Congreso, en las calles, en la opinión pública. La consigna “¡Tomala vos / dámela a mí / el que no salta es de Clarín!” fue coreada a voz en cuello por miles de militantes recién incorporados a la acción política. Ninguna consigna sirve de nada, por pegadiza que sea, hasta que llega a ser canto coral, cuando la acompañan ciudadanos con el cuerpo, la mente, el espíritu.

Recapitulemos. La LSCA tiene un fuerte dispositivo antitrust, consistente con el resto de sus objetivos. No se reduce a ese aspecto, ni sus finalidades sociales son accesibles talándolo.

La información es una riqueza que, como todas, está mal distribuida. Es un atributo de la ciudadanía social, que no se puede minimizar como un derecho del consumidor. Toda ampliación del espectro de emisores lo es también de los derechos republicanos, máxime si ganan terreno organizaciones sin fines de lucro. Es una mutilación circunscribir la ciudadanía de “Rosa de Caballito” o de “Carlos de Lugano” a dejar un mensaje de cincuenta segundos en su radio favorita.

Comunicarse implica informarse e informar, escuchar y hacerse oír. Nutrir y diversificar el espectro mediático con nuevos protagonistas es un objetivo de alta calidad institucional. A su turno, el derecho ciudadano a la información es algo más denso que la “libertad” del consumidor. Poseer un medio de comunicación, así sea de poco alcance, es una forma de poder social, sustraído a casi todos los argentinos. Habilitarles esa herramienta les da una oportunidad para defender sus ideas, valores e intereses, que no se subsumen en las invocaciones banales a “la gente”.

Una de las victorias, digamos gramsciana, del oficialismo y de quienes lo acompañaron en la reforma fue convertir en comidilla cotidiana y debate al aire libre lo que habían sido temas tabú durante años. Se habló sobre monopolios, sobre abuso de posición dominante, se repasaron privilegios cristalizados en los últimos treinta años. La táctica de quienes quisieron cerrar la puerta quedó sola, fané y descangayada: debieron hacerse cargo de que la norma anterior era anacrónica, desacreditada, con marcas indelebles del autoritarismo dictatorial y de la desaprensión privatista del menemismo.

Más trabajo para los productores, artistas, artesanos y creadores nacionales. Más voces, apertura a las universidades y legalización de la radiofonía “silvestre”, consecuencia cabal de la apertura democrática. La amalgama de organizaciones y ciudadanos que bancaron la ley y militaron por ella tenía sobradas razones para sumarse, empezando por intereses propios, legítimos y desamparados.

La respuesta del multimedios Clarín a su derrota en el sistema político, en las calles y en el Ágora fue buscar un espacio en el que jugar de local. Recurrió, previsiblemente, al más aristocrático de los poderes del Estado, el único cuyos integrantes no surgen del voto popular ni están controlados por mecanismo de participación ciudadana alguno: el Poder Judicial.

La “judicialización de la política” es un fenómeno global, contemporáneo a la crisis de las democracias representativas. El sociólogo francés Pierre Rosanvallon lo detecta y sintetiza: “El ciudadano se ve tentado de encontrar en los tribunales lo que ha desesperado de obtener por la elección”.91 En nuestro tema, una corporación fue el sujeto, no “el ciudadano”. Perdidosa en las urnas y en el Congreso, buscó apoyo en los Tribunales con un objetivo de máxima, voltear la LSCA, y uno más accesible, postergar su aplicación.

Las peripecias judiciales escapan al foco temporal de este libro. Sólo diremos que, como era previsible dada la ideología o hasta el alineamiento político de la mayoría de los jueces, el foro facilitó las demoras eternas. Clarín manejó dos calendarios sucesivos, a la espera de que la caída electoral del kirchnerismo le allanara el camino. Primero especuló con que ese de seo se haría realidad en 2011. Luego corrió el almanaque hasta 2015. Magistrados de las dos instancias y la Corte Suprema fueron funcionales a las dilaciones, cuando no sumisos a los dictados del poder fáctico. La Corte esperó demasiado tiempo para desechar la infundada demanda por inconstitucionalidad de la norma: sólo la “reconoció” en 2013, aunque, como siempre, dejando abiertos atajos para nuevas chicanas corporativas.

La identidad democrática y progresista de la ley fue reconocida tácitamente por el presidente Mauricio  Macri, una de cuyas primeras medidas fue un decreto de necesidad y urgencia (DNU) para derogar partes de su contenido aunque no su totalidad. Honró una promesa de campaña, para pocos, con beneplácito del gran capital. Y lo hizo sin foros, sin participación ciudadana, sin tiempo para debatir… Los gobiernos de derecha se permiten saltear esas instancias, cuando está en cuestión su modelo de país.

La norma sigue vigente en muchos puntos y corresponderá a sus beneficiarios defenderla en condiciones adversas, aunque acompañados por la fuerza de su historia y la capacidad de resistencia proverbial del pueblo argentino.

Kirchner, el tipo que supo

Mario Wainfeld se mete en la cabeza de ese hombre para reconstruir, como nadie lo hizo hasta ahora, la forma en que se gestó el proyecto kirchnerista y el camino recorrido hasta el presente.

Escrita por: Mario Wainfeld

Publicada por: Siglo XXI

Fecha de publicación: 10/01/2016

Edición: 1a

ISBN: 978-987-629-690-8

Disponible en: Libro de bolsillo