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Adelanto de “La Argentina fumigada”, de Fernanda Sández

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A veinte años de la llegada de los cultivos genéticamente modificados al país, el sector de los agroquímicos que se utilizan para producir aquello que comemos y vestimos creció casi un mil por ciento. ¿De dónde viene la idea de que se puede producir alimentos con la ayuda de venenos, así se ingieran en pequeñas dosis cotidianas, sin que nada suceda? ¿Cuáles son las consecuencias en el largo plazo, en las personas y en el medio ambiente? ¿Quiénes están tan interesados en que sigamos creyendo que es la única manera de que comamos todos? ¿Cuál es el lado oscuro del negocio de los agroquímicos, ese que sólo en nuestro país mueve cerca de tres mil millones de dólares al año, mientras doce millones de argentinos sometidos a las fumigaciones pagan con su salud y muchas veces con su propia vida?

La periodista Fernanda Sández exploró esas preguntas y logró una investigación profunda, rigurosa y estremecedora. Tuvo acceso a la trastienda del agronegocio y comprobó que en nuestro país se siguen utilizando productos prohibidos desde hace años en otros lugares del mundo. Habló con redes de vecinos y con médicos, con investigadores y con científicos. 

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Introducción Enfermos de tranquilidad

Están ahí. Aunque no los veamos, están ahí. Mejor dicho, tal vez estén todavía ahí justamente por eso: porque son invisibles. Porque ni siquiera sabemos que están. Sin embargo, nos acompañan cada día de nuestras vidas, desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir. Están en la yerba y en el té de la mañana. En el cultivo de la caña que termina después adentro de nuestra azucarera. Están en las frutas que comemos con el desayuno para sentirnos “saludables”, en cada verdura de la ensalada del mediodía y también en cada papilla que le damos a un bebé. En cada bocadito de verdura que les ofrecemos a sus hermanos mayores, pensando que les dará fuerza y energía. Y es verdad: muy probablemente se las den. Pero junto con ellas también vendrá —subrepticiamente— una carga química tan ignorada como potencialmente peligrosa, y de la que ni siquiera los organismos de control parecerían tener demasiado control.

Se trata de sustancias que fueron diseñadas para exterminar otras formas de vida, aun cuando desde la industria y desde un Estado claramente comprometido con esa industria se insista en llamarlos “fitosanitarios”. Son formulaciones comerciales de pesticidas (4.478 a diciembre de 2015) que se aplican a todo lo que se cultiva y que todos tendremos luego adentro de nuestras ensaladeras, platos y botiquines. En contacto directo con nuestros cuerpos, incluso, a través de los tampones, algodones y gasas estériles en muchos de los cuales ya se han detectado tanto un herbicida, el glifosato, como su metabolito, AMPA.

De todo eso, sin embargo, sabemos poco y nada. Y más nada que poco, en realidad, porque el sistema entero fue diseñado para el secreto. Para la opacidad. Para que termináramos como estamos hoy: comiendo sin saber. De hecho, la resolución 350/99 del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA, el organismo estatal encargado del registro y control de los agroquímicos en nuestro país) garantiza en uno de sus artículos la protección más absoluta para las empresas y para lo que fabrican. Así, tanto la composición real de esos productos como los estudios llevados adelante para testearlos son secretos. Los funcionarios a cargo de procesar las solicitudes de aprobación de plaguicidas pueden, en efecto, ser demandados en caso de dar a conocer algún dato. Pero, ¿a qué tanto misterio, tratándose de sustancias que serán luego arrojadas al ambiente de a millones de litros, y a las que estaremos expuestos todos: hombres, mujeres, niños y hasta bebés en camino? ¿Qué es exactamente lo que no quieren que sepamos?

El secreto, evidentemente, no interfiere con los negocios, al contrario. De este modo, mientras que en las últimas décadas la superficie cultivada en la Argentina creció casi el 62%,4 el mercado de los herbicidas creció más del 1.000% según un informe del INTA. El sector de los agroquímicos que se utilizan para producir cada cosa que comemos y vestimos mueve —solamente en la Argentina— cerca de 3.000 millones de dólares al año. Y hasta posiblemente más, solo que nunca lo sabremos porque en 2012 las principales cámaras empresariales del rubro han dejado de hacer públicos esos datos, arguyendo la “incomodidad” de sus socios con esa clase de revelaciones. Increíblemente, a algunas —pocas— industrias el libre acceso a la información sobre sus cifras de ventas las perturba y mucho. La de los pesticidas parecería ser una de ellas.

Mientras tanto, y a excepción de la producción orgánica o agroecológica, no hay cultivo en nuestro país —no importa si peras, papas, acelgas, soja o los árboles para la industria forestal— que no reciba una enorme carga química a lo largo de todo su ciclo. Así lo han comprobado trabajos tanto del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) como de varias universidades nacionales.

Parte de esa química permanece en las frutas, hojas y cereales que comemos, y de allí el establecimiento de algo llamado “límite máximo de residuos” o LMR. Esto es, la cantidad de restos de pesticidas que (dice la industria, dice el Estado a través de sus organismos, dicen todos los que lucran con esta naturalización de lo que no lo es) podemos comer sin que nuestra salud se vea afectada. Pero, ¿cuáles son las garantías? ¿De dónde viene la idea de que se puede producir alimentos en base a venenos y hasta terminar comiéndolos, así sea en pequeñas dosis cotidianas, sin que nada suceda? ¿Cuáles son las consecuencias de ese microenvenenamiento en el largo plazo? ¿Responderán todos los cuerpos del mismo modo frente a la agresión? ¿Es acaso lo mismo que se exponga un adulto de setenta kilos que un niño de 18 meses? ¿Quiénes son los que están tan interesados en que sigamos creyendo que esa es la única manera de que comamos todos?

Para el neolenguaje de la tranquilidad —el idioma que hablan al unísono empresas, profesionales de la agronomía, aplicadores de plaguicidas, el Estado y todos aquellos involucrados en el floreciente negocio de la agricultura química— no hay nada de qué preocuparse. Más aún: todo esto es no solo aceptable sino indispensable. Es, aseguran, comer venenos o quedarse con la panza vacía. No hay, insisten, ninguna otra respuesta posible frente al hambre.

En ese contexto, cualquier voz en disidencia será acusada de “anticientífica”, primero, y de intentar “generar miedo” y “alarma”, después. Los médicos, toxicólogos, bioquímicos e investigadores que osen hablar del tema —en particular si se trata de profesionales reconocidos y con años de trayectoria en sus disciplinas— serán ignorados, acallados, ridiculizados. Perderán cargos, financiamiento y cátedras. Serán insultados públicamente, sus carreras se irán a pique y seguirán difamándolos aún después de muertos. Lo que sea, con tal de que nada venga a sacudir el estado de secreto y desconocimiento en el que nos han acostumbrado a vivir.

Al mismo tiempo, el agronegocio seguirá repicando su campana pacificadora: podemos comer tranquilos. Comer día tras día, comida tras comida, pequeñas dosis de insecticidas, funguicidas, herbicidas y unos cuantos “cidas” más que no solo se pueden rastrear en la comida, sino también en nuestros propios cuerpos. La industria miente, la sangre no. No se trata entonces de alarma, sino de información. Y la información dice que (por solo citar un ejemplo) en más de una oportunidad las hortalizas que comemos cargan niveles de plaguicidas —como mínimo— inquietantes. Porque se aplican productos prohibidos. Porque se usan, por baratos, productos que nadie sabe bien quién elaboró, y circulan en “tachos” que tampoco nadie sabe bien de dónde vienen. Porque se aplican productos que no han sido autorizados para determinado cultivo o porque —aun cuando sean productos legales y efectivamente se puedan aplicar en tal o cual fruto— los rastros de veneno que se detecten estarán por encima de lo permitido.

Así lo comprobó a fines de 2015 un estudio realizado por la Universidad Nacional de La Plata sobre productos tan básicos como la lechuga, la zanahoria, las naranjas o el morrón: el 76,6% de las muestras exhibieron residuos de plaguicidas y el 7,7% de ellas estaban incluso por encima del límite fijado por la ley como “seguro”. Los cítricos y las zanahorias (ambos con el 83,3%), seguidos por el morrón (77,8%) y por las hojas verdes (con el 70%) fueron los productos en los que se detectó con mayor frecuencia la presencia de restos venenosos. “En virtud de los resultados encontrados en el marco del proyecto ‘Plaguicidas: los condimentos no declarados’, puede proponerse al consumo de frutas y verduras como una potencial fuente de exposición a plaguicidas. Adicionalmente, este estudio pone de manifiesto la falta de valores máximos permitidos para algunos productos y/o compuesto y plantea la necesidad de generar sistemas de control locales y regionales de alta eficacia”, concluye el trabajo.

De nuevo: no hay alarmismo aquí. Hay preguntas, datos que preocupan y un sistema entero fundado en falsas certezas, normas que no se cumplen y un discurso oficial sedante. Tras la publicación del trabajo de la Universidad de la Plata, de hecho, un altísimo funcionario del SENASA fue entrevistado y aseguró que “los monitoreos que se realizan no dan como resultado niveles de residuos de agroquímicos que superen los LMR con una frecuencia que amerite adoptar medidas restrictivas sobre productos fitosanitarios o los alimentos”.

¿Cuál sería, entonces, la frecuencia que amerite? ¿Qué debería suceder, según las autoridades responsables, para que la detección de venenos en lo que llevamos a nuestras mesas “ameritara” finalmente priorizar la salud por sobre la facturación?

La ecóloga Jane Goodall se preguntó una vez cómo fue que pudimos creer que era una buena idea cultivar nuestros alimentos con venenos. En esa duda está encerrada la clave de mucho de lo que hoy nos sucede. Porque nuestro verdadero problema no es “el miedo” ni el “alarmismo”, sino el hecho de vivir enfermos de tranquilidad. Dando por sentado que estos químicos son seguros y hasta “amigables con el ambiente y el ser humano” —como rezan varias de sus publicidades, algo que en Europa no podrían hacer por estar expresamente prohibidos—, que han sido exhaustivamente estudiados por investigadores independientes, que son vigilados por los organismos de control, que se los “aplica” tomando miles de recaudos, que “se desvanecen” sin más en el aire.

Ninguna de esas cosas es verdad.

Pero esto no es todo. Con la llegada en 1996 a nuestro país del primer organismo vegetal genéticamente modificado (OVGM) se inauguró también una nueva era en materia de exposición a pesticidas. La razón: de los 36 organismos aprobados a la fecha (soja, maíz y algodón, básicamente), 27 fueron diseñados para sobrevivir al rociado de biocidas.9 Por ejemplo, el glifosato, catalogado el 21 de marzo de 2015 como “probable cancerígeno” por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés). El glufosinato de amonio, “persistente y móvil” según la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos, y reconocido como neurotóxico ligado a problemas reproductivos y de desarrollo, según consigna la Base de Datos de las Propiedades de los Pesticidas (PPDB) de la Universidad de Hertfordshire. O el 2,4-D, el componente que, junto con el 2,4,5-T, sirvió para elaborar el tristemente célebre “agente naranja” del cual llovieron 44 millones de litros en la guerra de Vietnam y cuyas consecuencias sanitarias aún están pagando las comunidades locales.

Hoy —y desde hace dos décadas— una cifra estimada en doce millones de argentinos vive sistemáticamente sometida a fumigaciones. Eso que el agronegocio se empeña en llamar “aplicaciones”, como si se tratara de algo tan preciso y puntual como una vacuna, y que, especialmente en los meses de verano, los obliga a convivir con un vendaval químico que no respeta casas, arroyos, quintas ni escuelas. Y que crece a una velocidad temible: un promedio de casi diez nuevos “fitosanitarios” engrosa el listado oficial del SENASA cada treinta días. Casi 120 por año. Más de mil nuevos formulados al cabo de una década, y todo lloviendo desde el cielo e inundando por tierra todos los cultivos, incluyendo las 23 millones de hectáreas de cultivos transgénicos diseñados para tolerarlos. Pero nosotros no somos producto de laboratorio. No somos “RR” —Roundup Ready, como se llamó en su momento a la soja tolerante al glifosato— y estamos, como todo lo que no sea un organismo genéticamente modificado, expuestos. Igual que los peces, los sapos, las plantas, los pájaros, las lombrices, nuestros compañeros de viaje en la trama de la vida. No somos tan distintos.

¿Qué hubiera sido lo mejor, entonces? Definitivamente, que nada de esto hubiera ocurrido. Que todo eso que se repite en Chaco, Entre Ríos, Córdoba, Salta, Santa Fe, Buenos Aires, y en tantos otros pequeños pueblos de tantas provincias agrícolas, se debiera en realidad a un virus extraño, a un tipo de agua, a vaya a saber qué insecto misterioso y letal. Que lo que refleja la cartografía de los pueblos fumigados en realidad no esté ahí. Que, como insiste el neolenguaje de la tranquilidad, el cáncer no sea cáncer ni el lupus, lupus; ni el hipotiroidismo, hipotiroidismo; ni el aborto, aborto. Que no haya sapos ni chicos malformados. Que nada anormal esté pasando campo adentro. Que la brutal carga química con la que conviven tantas personas no pese en absoluto. “Pura ideología”, como suelen decir los promotores de este negocio gigantesco. Todos “mitos urbanos”, como también los llaman.

De allí que no sea casual que, a veinte años de la llegada de los cultivos genéticamente modificados al país, la organización ArgenBio —que promueve el avance de la biotecnología en Argentina— publique lo siguiente, a modo de duda colectiva: “Luego de veinte años de uso seguro y evidencia científica contundente, ¿por qué los cultivos transgénicos aún siguen en la mira?”. La respuesta no tiene desperdicio: “Las razones son variadas (políticas, filosóficas, ideológicas, socioculturales) pero no existe evidencia científica que condene a los transgénicos. Ante este escenario, el desafío es que todos los involucrados en los cultivos transgénicos derribemos mitos, mostremos que las tecnologías están al servicio del hombre y enviemos un mensaje tranquilizador a la sociedad”.

Pero lo cierto es que esos químicos están también adentro de nuestras heladeras y botiquines. De nuestros cuerpos y el de nuestros hijos, lo sepamos o no. Ya no es, como destaca el doctor Damián Marino, investigador del CONICET y experto en la dinámica de los plaguicidas, “un problema de pueblos fumigados sino un problema de salud pública mucho más vasto”.

¿Qué hubiera sido lo mejor, entonces? No escribir este libro, sin dudas. Seguir viviendo en el reino de la tranquilidad. Creyendo el discurso de la industria a pie juntillas, repitiendo los salmos de esa agronomía que es ya —y desde hace años— una sucursal de las empresas, fiándose de la ausencia de estadísticas o de esa otra forma de la falacia que son las leyes creadas para salvaguardar el negocio en juego. Igual, ya es tarde. Ya no se puede pensar qué hubiera sido mejor, porque lo que tenía que ser —lo que alguna vez dejamos que fuera— ya ha sido. Ya está aquí. Y por razones como esta es que en octubre de 2015 el Estado argentino fue denunciado ante la Corte Iberoamericana de Derechos Humanos (CIDH). Como signataria de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, la Argentina debió haber protegido la salud de miles de chicos fumigados. Y no lo hizo. Sigue, de hecho, sin hacerlo.

Puede, sin embargo, que todavía deba pasar mucho tiempo hasta que todo termine de suceder. Mientras tanto, tal vez no sea tan mala idea comenzar a atravesar el discurso de quienes son parte interesada. Dejar, por una vez, que todo lo que el neolenguaje de la tranquilidad niega y opaca venga hacia uno. Y ver qué pasa.

Alguna vez, en Europa, un científico le comentó al ingeniero agrónomo y doctor en economía ecológica Walter Pengue sus reparos frente a la ligereza y velocidad con la que nuestro país aprobaba plantas resistentes a venenos. “Lo de ustedes es un experimento a cielo abierto. Y las consecuencias no las van a ver ahora, ni el año que viene, ni en una década. Las van a ver en veinte años”, dijo.

Esos veinte años se cumplen en 2016. El futuro ya llegó.

La Argentina fumigada

La Argentina fumigada analiza, como nunca antes, un negocio millonario que encierra un experimento a cielo abierto del cual, nos demos cuenta o no, más tarde o más temprano todos somos víctimas.

Escrita por: Fernanda Sández

Publicada por: Planeta

Fecha de publicación: 11/01/2016

Edición: 1a

ISBN: 978-950-49-5515-3

Disponible en: Libro de bolsillo