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A veces llegan cartas con sabor amargo

Virgilio Piñera (encaribe.org)

Virgilio Piñera (encaribe.org)

LA HABANA, Cuba.- Adoro recibir cartas. Recuerdo con gusto la insistencia del silbato y el chillido que advierte el nombre del elegido, el dichoso destinatario. El cartero lleva una mano a la bolsa, hurga y saca el sobre que muestra, como si de un trofeo se tratara. Ahí comienza la alegría que significa recibirla.

Nunca asocié, al menos mientras fui niño, a las cartas con algún “sabor amargo, con un sabor a lágrimas”, como decía aquella canción que Raphael hiciera tan popular. Tenía la certeza de que llegaban para anunciar las buenas nuevas. La tía Juana escribía desde Union City y sus pliegos se leían con goce enorme, aun cuando mi tía contara que en medio de tanto frío nos extrañaba mucho y que sufría por no vernos.

Siempre creí que las malas nuevas solo llegaban a través de telegramas que debían ser leídos en voz baja para romperlos luego, para entregarlos a las fuerzas destructoras del fuego; pero las cartas no, las cartas eran conquistas que debían guardarse con sigilo. Eso creía cuando era un niño.

Esa pasión por los epistolarios no se esfumó jamás, aunque en estos días de Internet sea poco correspondida. Incluso en este país es casi una rareza recibir una carta a través del correo postal, y las extraño. Ahora se reciben en la computadora, se responden y se envían de inmediato a la papelera de reciclaje, sin reconocer todo lo que se pierde cada día, cuánto testimonio de la vida echamos al fuego del ciberespacio.

Las epístolas son el ejercicio de escritura más común. Una carta resulta, en ocasiones, mucho más reveladora que un discurso a la hora de reconstruir la historia. Son incontables los epistolarios que han servido para repasarla. No se podría prescindir de las cartas que escribiera María Antonieta a su amante sueco Hans Axel de Fersen a la hora de entender la revolución francesa. Famosas son las cartas de Joyce a su amada Nora Barnacle y las de Kafka a Milena. Mucha claridad nos traen esas cartas. En la carta queda lo más íntimo, allí se fijan las alegrías y las angustias, lo que no es bueno decir en voz alta.

En las cartas hacemos fluir un chisme o juzgamos a un país. La palabra que se fija es más duradera, y poco importa que pase un tiempo dormida en la gaveta de un clóset o de un buró si aparece luego, como sucedió ahora. A La Habana llegó Thomas F. Anderson con muchos ejemplares de un solo título en su maleta. El académico norteamericano viajó con ese tomito de más de doscientas páginas que apareció publicado en la colección Clásicos de América del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh. Piñera corresponsal: Una vida en cartas es el título, y reúne epístolas que escribiera el autor cubano a su amigo, también escritor y cubano Humberto Rodríguez Tomeu, quien vivía en Buenos Aires. La primera de todas está fechada en La Habana el 4 de noviembre de 1958 y la última, en la misma ciudad, también en noviembre, pero de 1976.

Este título acaba de ser presentado esta semana en el Ateneo de La Habana. En la presentación estuvieron el académico Thomas F. Anderson y el escritor y albacea de Virgilio Piñera, Antón Arrufat, junto a un nutrido grupo de interesados en la obra de Piñera. Los asistentes recibieron, gratis, un ejemplar de esas cartas.

En su lectura encontraremos un mundo de cosas, una realidad poco conocida. Virgilio cuenta de su vida, de su entusiasmo con la revolución triunfante. Tanta era su euforia que no cesa de invitar al amigo para que vuelva a la Habana y se enrole en todo lo que aquí sucedía. Por las cartas conocemos la visión que tenía el escritor de esos años en los que se desempeñó como periodista en Lunes de Revolución, de su trato con los demás escritores que allí publicaban. El hombre lioso podía hacer largas y pintorescas descalificaciones de Guillermo Cabrera Infante, para elogiar luego su ayuda.

Su espíritu inquieto le hace enumerar sus lecturas y deja muy claras las opiniones que le producían, y poco importaba que sus autores fueran reverenciados clásicos si es que intentaba denostarlos, mientras hacía el elogio del libro de un autor poco conocido.

Muy poco duró esa euforia de Virgilio: pronto supondrá el viaje como la única solución a sus problemas, y hasta sueña, para conseguirlo, en algún trabajito en la Consejería Cultural de una embajada; de entre todas prefiere la de París. Supone que su conocimiento del francés y sus dotes de escritor le permitirían un gran desempeño, pero nunca conseguiría ese anhelado puesto. Las explicaciones que le ofrecen lo desconciertan, lo llenan de dudas.

Virgilio se queja pronto y pide dinero a Humberto, una y otra vez, y cuenta también de las “carnitas” a las que se enfrenta, esas que unas veces serán monumentales obras de la literatura y en otras ocasiones el cuerpo de algún hombre al que jamás nombra. Se angustia porque sus libros pasan demasiado tiempo en la imprenta. Escribe de Electra Garrigó. Es visible el entusiasmo del dramaturgo cuando estrena su obra más famosa, y reverencia la asistencia Jean Paul Sartre y de Simone de Beauvoir a una función; anuncia que a la representación del próximo jueves asistirá Fidel Castro, lo que jamás sucedió.

Virgilio Piñera junto a Fidel Castro (habanaelegante.com)

Virgilio Piñera junto a Fidel Castro (habanaelegante.com)

Piñera cuenta sus lecturas y también un partido de canasta con Zaida y con Pepe Rodríguez Feo, con el actor Enrique Santiesteban, sin saber entonces  que este último, unos años más tarde, lo llevaría moribundo al hospital de donde jamás saldría. Virgilio da los pormenores de una fiesta en Guanabo y menciona a sus invitados, y sin transiciones, habla de la Crisis de Octubre, de las trincheras que se abren por doquier, del miedo.

“¿Te dije que me compré un juego de cartas?”, así pregunta y, sin pausa, asegura que la noticia más importante del día es el ataque que le propinó Raúl Roa después que el él dejó claro sus criterios sobre la poesía de Rubén Martínez Villena, y vuelve al juego asegurando que junto a Arrufat consiguió una canasta de monos. En otra arma una algazara porque recibió, desde Londres, un cepillo de nylon para lavarse los dientes: “Un cepillo es todo un mundo”, asegura, quizá contemplando su regalo y echando a la basura el viejo y gastado…

Los días y los años harán más visibles sus angustias, el miedo crece. “Todo es hiel. Estoy harto”, asegura, y también se queja de que aquellas sábanas y toallas que comprara hace mil años en Buenos Aires están desechas, y que no habrá modo de reponerlas. El país se deshace como sus sábanas y sus viejas toallas.

Para Virgilio no hubo rectificaciones y murió en el más oscuro ostracismo. Ahí están las cartas para probarlo. Este tomo es testimonio de lo que sería su vida después de 1958 y hasta su muerte. Con este epistolario podemos reconstruir parte de su historia, pero también la de Cuba.  Estas cartas son el testimonio de un hombre viejo que se enfrenta a una nueva realidad, y también el nuevo proceso de aprendizaje de un hombre adulto donde se irán imprimiendo nuevos signos, todos reveladores.

Esta correspondencia es también tabula rasa donde se estampan sus saberes, que luego servirán para entender el destino del país y de sus hombres. Esta tabula rasa es testimonio del dolor y la desesperanza que vivieron Virgilio y otros tantos, la que viven muchos todavía. En ella aparecen relatados los hechos que distinguieron a una época de la vida cubana. Estas cuartillas permiten juzgar, comparar las verdades de un hecho, comprobar la intolerancia y el desprecio al que se vieron sometidos él y millones de cubanos.

Piñera es testigo hábil y congruente a la hora de relatar las circunstancias en las que vivió durante sus últimos años, esos que coincidieron con una “revolución” que lo aisló y lo obligó al silencio y al ostracismo. Una de las bondades de este tomo es el hecho de que aporta credibilidad a una parte de la historia de Cuba que fue callada. Virgilio habla con exaltada sinceridad de hechos que algunos no vivieron. Escribió cartas para abrirse con el amigo y para salvarse de tanto dolor, sin conocer que muchos años después serían testimonio de toda una época de la historia cubana. Este es el testimonio inmediato de un hombre sufrido y marginado, del hombre que estuvo muerto, aunque conservara algo de su vida.

No hay dudas de que cuando se cierre este tomito habrá que dar un poco de razón a Raphael, quien creía que a veces llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas, y también tendremos que dar gracias a Thomas F. Anderson, y a la Universidad de Pittsburg por este empeño.