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La libertad contra la historia

Marcha del exilio cubano por la calle Ocho, Miami (El Nuevo Herald/Archivo)

Marcha del exilio cubano por la calle Ocho, Miami (El Nuevo Herald/Archivo)

LE MONDE (Francia).- No sentí nada a raíz del anuncio de la muerte de Fidel Castro este 25 de noviembre de 2016, alrededor de la medianoche, hora de Cuba.

Ninguna tristeza, por supuesto —les dejo ese sentimiento a los llorones ignorantes que  en París le rindieron un homenaje grotesco al dictador ante la estatua del libertador venezolano Simón Bolívar quien, dicho sea de paso, no tuvo ningún protagonismo en la lucha por la independencia de la isla, cuyo símbolo es otro combatiente por la libertad, el poeta y demócrata cubano José Martí. Martí escribía estos versos, que se adaptan perfectamente a Fidel, quien ha intentado presentarse a sí mismo como su discípulo:

“¿Del tirano? Del tirano

Di todo, ¡di más!, y clava

Con furia de mano esclava

Sobre su oprobio al tirano.”

Ninguna alegría, tampoco: el anuncio tardó demasiado, al menos diez años desde el 31 de julio de 2006, día en que Fidel, enfermo de gravedad, le delegó el poder a su sucesor designado desde 1959, su medio hermano Raúl, tan cruel como él. La gran discusión en Cuba siempre ha consistido en saber cuál de los dos es peor. Entiendo el júbilo que pueden sentir algunos de mis compatriotas exilados, que es más un sentimiento de desahogo que de felicidad real. Pero el castrismo, aunque decrépito, sigue vivo.

Pienso en todos aquellos que no le sobrevivieron al Comandante en Jefe, al que tantos jefes de Estado celebran hoy día: los expresos políticos que a menudo habían sido sus compañeros de lucha contra la dictadura de Batista y luego pasaron veinte o treinta años en sus mazmorras antes de ser desterrados, los fugitivos, principalmente los balseros que intentaron cruzar el estrecho de Florida y murieron devorados por los tiburones o asesinados por los guardacostas y otros esbirros del régimen, al igual que las decenas de víctimas del remolcador 13 de marzo, atacado con potentes chorros de agua en 1994. Están los descendientes de los fusilados, por ejemplo los setenta y dos ajusticiados por Raúl en Santiago de Cuba durante la noche del 12 al 13 de enero, cuyos cuerpos fueron enterrados en una fosa común y desenterrados años más tarde para hacer desaparecer las huellas del crimen en el mar.  Y también los de la cárcel-fortaleza de La Cabaña en La Habana, al mando de aquel guerrillero argentino atrozmente romántico, Ernesto Che Guevara.  Hubo tantas otras víctimas… como el valiente disidente Oswaldo Payá, premio Sajárov para los derechos humanos, y su compañero Harold Cepero, muertos en 2012 como consecuencia de un “accidente” de tráfico, provocado sin duda alguna por un vehículo de la  la Seguridad del Estado, la siniestra policía política.

Hay que mencionar también a todos los escritores, artistas e intelectuales muertos en el exilio, quienes designaron a Fidel Castro como responsable de sus desgracias: Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Néstor Almendros, Jorge Camacho, Juan Arcocha… Los estoy oyendo gritar su odio, a veces con cierto sarcasmo, y manifestar su desprecio hacia todos los que se dedicaron a elogiar sin límites a los verdugos, como lo hicieron Jean-Paul Sartre o Gabriel García Márquez. A esos exilados, lo mejor de Cuba, los propagandistas y simpatizantes del castrismo los tildaron de “gusanos”. Todos nosotros tuvimos que enfrentar el ostracismo al que nos quisieron condenar los que creían detener el monopolio del pensamiento correcto, las instituciones culturales y académicas que prefieren escuchar, por ejemplo, a un Ignacio Ramonet, biógrafo complaciente y ramplón de Fidel Castro y de Hugo Chávez, más que a los opositores. Para ellos, Fidel significaba la “resistencia” al “imperialismo” americano. Están equivocados: los resistentes son los que tuvieron que aguantar su ceguera culpable, su silencio cómplice ante la injusticia disfrazada de utopía.

A todos los admiradores de los hermanos Castro y del Che Guevara, les es grato exhibirse en público, sin reservas, como lo hicieron durante la estancia de François Hollande en La Habana en mayo de 2015, cuando el presidente francés posó ante los fotógrafos con una inmensa sonrisa al lado de Fidel, o durante la recepción, a bombo y platillo, de Raúl en el palacio del Elíseo en París, en febrero de 2016, en medio de doscientos invitados, cantantes, empresarios, militantes comunistas y de extrema izquierda, políticos cercanos al poder socialista o, incluso, a la oposición de derecha. ¿Serán así de ingenuos en pensar que nadie se va a atrever a criticarles sus genuflexiones ante un hombre que no es para nada un demócrata?

Los dirigentes de los países occidentales, tanto de Estados Unidos como de los países de la Unión Europea, que se prepara a levantar las sanciones contra Cuba recogidas en la Posición común, que fueron adoptadas porque el país no respetaba los derechos humanos, quieren creer que Cuba se dirige hacia una vía más democrática. ¿Bajo la férula de Raúl Castro o de sus vástagos que se preparan a tomar el relevo cuando el hermano pequeño se vaya a juntar con el mayor en el más allá?

El acercamiento diplomático de Barack Obama con Cuba no es más que una cortina de humo. En realidad, Obama legitimó a Raúl Castro ante la comunidad internacional. Pero la represión no cesó en la isla. Más: se agravó. Las Damas de blanco son apresadas cada domingo y soltadas lejos de su domicilio después de haber sido hostigadas y maltratadas por los hombres y las mujeres de la Seguridad del Estado, para impedir cualquier manifestación contraria al régimen. Los cubanos siguen huyendo de su isla en balsas o intentando, por decenas de miles, llegar a Estados Unidos emprendiendo una peligrosa travesía de América latina, como todos aquellos refugiados en otras zonas del mundo, como si ellos también estuvieran en guerra. ¿Quién se digna en hablar de ello?

Seguimos orgullosamente solos. Los dirigentes de todo el planeta irán en masa a los funerales oficiales de Fidel Castro, después de las interminables procesiones a las que los cubanos de la isla tendrán que asistir forzados, a regañadientes, ya que van a tener que rendirle pleitesía al hombre que provocó la tragedia, la división familiar, la escasez extrema, los encarcelamientos arbitrarios, el exilio, la muerte.

Fidel Castro, sin lugar a dudas, va a entrar en la Historia, que llevó a tantos desastres causados por los totalitarismos del siglo 20 y principios del siglo XXI. El presidente Obama, en un mensaje de pésame que suena como una traición, se refiere al “juicio de la Historia”. Fidel, por su parte, ya había anticipado la sentencia cuando, en 1953, dijo: “La Historia me absolverá”. Si el pueblo hubiera tenido la oportunidad de expresarse mediante verdaderas elecciones, sin Partido único, sin prensa controlada, sin Líder supremo, hace mucho tiempo ya que hubiera terminado en los estercoleros de esa terrible Historia. Nosotros, los cubanos de la isla y del exilio, aspiramos sencillamente a otra cosa: la Libertad.

Este artículo fue publicado originalmente en el periódico francés Le Monde.