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¿Secos o mojados?: pensando con los pies

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(AFP)

LA HABANA, Cuba.- El anuncio del fin de la política de “pies secos, pies mojados”, que otorgaba a los inmigrantes cubanos el privilegio especial de permanecer en EE UU sin ser deportados, con solo tocar suelo estadounidense, cayó este jueves, 12 de enero de 2017, como una llovizna fría sobre los nativos de esta Isla que habían cifrado sus mayores esperanzas de una vida mejor en ese país, utilizando cualquier vía ilegal para alcanzarlo.

Como suele suceder entre cubanos, tal decisión del presidente Barack Obama a solo ocho días de su salida de la Casa Blanca ha destapado las pasiones. El asunto, sin dudas, tiene implicaciones dramáticas, no solo para quienes se encuentran varados en la ruta migratoria terrestre desde los más disímiles puntos geográficos del planeta o la vía marítima del estrecho de la Florida, sino también para quienes han partido dejando por detrás un familiar que se les uniría “después”, o para aquellos que han vendido en la Isla todas sus propiedades con el objetivo fijo de alcanzar su sueño americano, afrontando los riesgos de un viaje impredecible a merced de las redes de tráfico humano que se han convertido en un lucrativo negocio para no pocas pandillas de delincuentes de la región.

A la lluvia fría de la súbita noticia, siguió la lluvia ácida de quienes descargan su rencor y su frustración contra el presidente estadounidense saliente y lo acusan de estar prestando un gran servicio al castrismo. Por supuesto, los principales críticos de la nueva disposición de Obama son los mismos que se han opuesto desde el principio a la política de acercamiento y al restablecimiento de relaciones entre ambos gobiernos. “Castro ganó”, “el régimen se salió con la suya”, “es otro regalo para la dictadura”, son algunas de las diatribas que se dirigen al mandatario a menos de un año de haberse robado éste la simpatía de los cubanos, durante su visita a La Habana.

¿Será que en la no menos cruel disyuntiva de “secos” o “mojados” que ha imperado por más de 20 años los cubanos hemos acabado pensando “con los pies”?

Es notorio cómo los hijos de esta tierra se sienten dotados de alguna gracia divina que les hace merecer dádivas y prerrogativas excepcionales, solo por el bendito don de haber nacido en este miserable feudo. Obviamente, nos urge una buena dosis de humildad y sentido común.

Ahora bien, dejando a un lado el innegable impacto humano que rodea al hecho, es preciso ponderarlo racionalmente. Por mucho que nos compadezcamos de los sueños rotos de tantos y tantos compatriotas, lo cierto es que la existencia de una política privilegiada para los inmigrantes cubanos por encima de los de otros países del mundo –incluyendo personas que huyen de naciones en guerra o donde se viven situaciones de extrema violencia– no se justifica en modo alguno.

El manido pretexto de que los cubanos, a diferencia de otros latinoamericanos, vivimos bajo la bota de una dictadura y eso es motivo suficiente para el trato diferenciado, se derrumba ante la evidencia incuestionable de que solo una ínfima parte de los que huyen de la Isla clasifican como verdaderos perseguidos políticos. Esa es una verdad irrebatible.

Menos aún se justifican los enormes gastos que se erogan del erario público de ese país para asistencia en alimentos y otras prestaciones a los inmigrantes cubanos, y que pesan sobre los bolsillos del contribuyente estadounidense, incluyendo a los propios cubanos con residencia en EE. UU. Súmense a eso los gastos de los guardacostas que patrullan el Estrecho de la Florida, del rescate y salvamento de embarcaciones rústicas en riesgo de naufragio y otros gastos asociados a la constante migración cubana con sus franquicias extraordinarias.

Es incoherente que los mismos que critican –con toda razón– los descabellados gastos de la dictadura cubana en marchas, movilizaciones y bastiones, así como en dádivas a sus secuaces, a costa de la deprimida arca nacional, asuman que un gobierno extranjero tenga que dilapidar su riqueza en nosotros.

Como si esto no fuera suficiente, esos miles de cubanos que al llegar a EE. UU. se declaran perseguidos políticos o personas en riesgo de ser reprimidos si son devueltos a la Isla, regresan de visita a Cuba tan pronto obtienen su tarjeta verde (permiso de residencia en EE. UU.), en lo que constituye una verdadera burla a las autoridades estadounidenses, a las instituciones del país que les ofreció asilo y apoyo, y a los contribuyentes que han cubierto esos gastos.

Es por eso que los ganadores en todo este lance de Obama son los estadounidenses, en última instancia los beneficiarios más legítimos de las políticas de su gobierno.

Por demás, ¿cuál es el (otro) regalo que ha hecho Obama a Castro? Todavía está por definirse cuáles han sido los anteriores obsequios y cuánto han favorecido al régimen. Ninguna de las medidas aprobadas por la administración estadounidense en los últimos dos años ha redundado en los pingües y rápidos beneficios que esperaba obtener el castrismo.

En todo caso hemos sido los propios cubanos los que le hemos regalado casi sesenta años de nuestras vidas a la dictadura más larga del mundo occidental.

En la práctica, lejos de obtener alguna ganancia con la eliminación de la política “pies secos, pies mojados”, el régimen cubano pierde en principio una importante válvula de escape que aliviaba la presión interna e incrementaba los ingresos por concepto de remesas familiares, y pierde también el manido y ridículo argumento de que esa política era el principal estímulo a la emigración desde la Isla. Porque sin dudas la incesante fuga de cubanos se mantendrá mientras no cambie la realidad socioeconómica y política en Cuba.

Otra consecuencia del pretendido “triunfo” de Castro II es que, al cesar el “estímulo” de una política migratoria especial del gobierno estadounidense para con los emigrados ilegales cubanos, el régimen se verá obligado en lo adelante a responder ante los gobiernos de la región por la crisis creada por los miles de inmigrantes atascados en varios países en su tránsito hacia EE. UU., y a los cuales hasta hoy no les ha prestado asistencia alguna, dejando esa responsabilidad y sus costos sobre las autoridades de esos países. Es hora de que finalmente se revele quién es el verdadero villano de esta historia.

De esta manera, una vez más, el rey ha quedado desnudo sobre el tejado. No existe ya pretexto alguno para achacar a EE. UU. el costo político regional por la estampida migratoria a través de nuestros vecinos, ni para que éstos últimos garanticen la atención y seguridad de los migrantes cubanos mientras lanzan reproches al malvado vecino del norte.

Pero ante la nueva realidad que se abre, la proverbial autocompasión de los cubanos sigue apostando a la solución política y material de los males nacionales fuera de nuestros límites geográficos. Así, creen que es obligación de otros gobiernos resolver lo que es problema nuestro. Vergüenza ajena se siente ante el eterno cuadro de “los pobrecitos cubanos” perseguidos, tan valientes que enfrentan los peligros del mar y de las selvas –a veces arrastrando irresponsablemente a sus hijos menores en tan incierta aventura–, pero en realidad tan cobardes a la hora de exigir sus derechos frente al régimen que es la causa original del problema.

Si no estuviesen tan ocupados en mirarse el ombligo, posiblemente algunos analistas políticos descubrirían las posibilidades que se abren para empujar por nuestros derechos al interior de Cuba.

En su declaración oficial, esa entidad metafísica que se hace llamar “gobierno revolucionario” ha anunciado que “adoptará paulatinamente otras medidas para actualizar la política migratoria vigente”. Sería bueno que, al menos por una vez, los cubanos de adentro y de afuera unieran fuerzas y voluntades para apropiarse de esas “medidas”.

Porque, ya que ahora la dictadura se congratula de que “en lo adelante a los ciudadanos cubanos que sean detectados en esa situación” se aplicarán “los mismos procedimientos y normas migratorias que al resto de los migrantes de otros países”, entonces ha llegado también el momento de que termine la excepcionalidad en el tratamiento de los emigrados cubanos por parte del régimen y se reconozcan los derechos de éstos.

Es decir, si es bueno que los cubanos reciban un trato igualitario respecto de otros ciudadanos del mundo, si se considera que no existen razones especiales para otorgar un trato diferenciado a los cubanos que emigran ilegalmente, en lo sucesivo tampoco se justifica la diferenciación que hace el régimen entre los cubanos que residen en la Isla y los emigrados.

Dicho más directamente, esta es una oportunidad para exigir a la gerontocracia verde olivo que reconozca sin más dilación derechos iguales para todos los cubanos, con independencia de su país de residencia, que entren y salgan de la Isla con entera libertad cada vez que así lo deseen sin un marco de tiempo límite –lo que implica eliminar el absurdo e injustificado “permiso” por dos años–, que se les respete el derecho a mantener sus propiedades en la Isla, que el costo por su pasaporte cubano sea el mismo que para los residentes en Cuba, que los emigrados puedan invertir en su país de origen con carácter preferencial por sobre los inversores extranjeros, que puedan elegir y tomar parte en todas las cuestiones que tienen que ver con la vida nacional, etc.

No hay nada que perder, sino al contrario. Puede que todavía quede un largo trecho para recuperar nuestros derechos como cubanos; pero si nos decidimos a exigirlos en vez de lamentarnos o implorarlos a terceros, al menos recuperaremos la vergüenza.