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Comparecencia en el Congreso: Comisión de Investigación sobre la crisis financiera de España

Ayer por la tarde comparecí en el Congreso debido a mi investigación académica para valorar la crisis financiera ocurrida en España. Por el posible interés que pudiera tener para el lector de NeG, procedo a reproducirla a continuación.

Aquel que lo desee también puede ver el vídeo de la sesión aquí.

«Gracias señora Presidenta, Señorías:

Comparezco ante esta Comisión, de acuerdo con el requerimiento recibido de la Presidenta del Congreso de los Diputados, para resumir lo que he aprendido en mi investigación sobre la crisis financiera en España y con la esperanza de que tales lecciones sirvan para evitar repeticiones en el futuro de una crisis similar. Mis trabajos (y los de mi colaborador, Tano Santos, Catedrático de la Escuela de Negocios de la Universidad de Columbia y del que tomaré prestado mucho material) son extensos, con lo que hoy solo tendré oportunidad de esbozar el argumento y me veré obligado a dejar en el cajón muchos detalles como, por ejemplo, las distintas fases de respuesta a la crisis, el papel del Banco de España en la fallida estrategia de fusiones entre 2008 y 2012, la reticencia a forzar un afloramiento temprano y creíble de las pérdidas en el sector bancario, la inoperancia de la Comisión Nacional del Mercado de Valores o nuestras equivocadas estrategias negociadoras con Europa.

Los últimos veinte años han sido los más turbulentos de nuestra vida financiera reciente. Casi sin solución de continuidad, hemos pasado de una expansión acelerada del crédito en 2001 a 2008 a una profunda crisis bancaria de 2008 a 2017 culminada con una reestructuración radical de nuestro sector financiero. Las heridas provocadas por esta experiencia, en desempleo, pérdida de crecimiento económico, deuda pública y caída en la confianza en nuestras instituciones tardarán mucho tiempo en curar.

Buena parte de la experiencia de España es paralela a la de muchos otros países occidentales, como Estados Unidos, Reino Unido o Irlanda. Factores internacionales como los fallos de diseño de la eurozona, los problemas de la regulación bancaria, los bajos tipos de interés nominales a largo plazo, los fuertes movimientos de capital ligados a la gran masa de ahorro global o el incremento de la incertidumbre en 2007 a 2008 son elementos clave a la hora de entender lo que nos ha pasado. A la vez, los últimos veinte años presentan unas características propias producto de decisiones concretas de política económica tomadas en España y que, lamentablemente, han supuesto una pérdida de bienestar mucho mayor de la que hubiéramos podido tener bajo políticas alternativas. Cómo reaccionó España a esos factores internacionales y cómo los mismos fueron agravados en nuestra nación es un proceso decisivamente marcado por nuestras características.

La más importante de esas características fue el bucle diabólico creado, al amparo de una legislación inadecuada, entre partidos políticos, cajas de ahorros y constructores. Las cajas de ahorro se convirtieron en el centro de un caciquismo postmoderno: un instrumento controlado por los gobiernos autonómicos y locales para colocar a antiguos cargos públicos con retiros dorados, premiar a amigos y financiar proyectos, normalmente inmobiliarios, de dudosa rentabilidad que, sin embargo, cumplían objetivos electorales en el corto plazo. El deterioro de la gobernanza corporativa de las cajas causado por este bucle diabólico llevó a un crecimiento exagerado de su cifra de negocios y a una cartera de créditos cargada de riesgos peligrosos y poco diversificados.

Las cajas alentaron la burbuja inmobiliaria y permitieron su prolongación en el tiempo. Y el conjunto de interés creados por las mismas paralizó la respuesta del gobierno y del Banco de España, que esperaron demasiado tiempo antes de tomar medidas decisivas para solventar el problema, con un retraso excesivo en la recapitalización del sistema y la creación y salida a bolsa de una entidad sistémica, Bankia, que era insolvente de raíz. En vez de actuar con celeridad en 2008 o 2009, primero el gobierno del Zapatero y posteriormente el de Rajoy patearon la pelota hacia delante hasta que España tuvo que ser rescatada con el memorando de entendimiento entre la Comisión Europea y España sobre condiciones de política sectorial financiera de 20 de julio de 2012.

El crecimiento de las cajas de ahorro afectó a todo el cuerpo financiero, obligando a reacciones de los competidores como ciertos bancos que sufrían también de problemas de gobernanza corporativa. El caso más claro es el del Banco Popular que, amedrentado de perder cuota de mercado ante las cajas y con la presión de una baja rentabilidad, se lanzó después de la llegada a la dirección de Angel Ron a una carrera de imitación que todos sabemos cómo ha culminado.

Como ha ocurrido una y otra vez en la historia económica, la existencia de un sector bancario cuasi-público terminó, dada la letal combinación de captura política e incentivos perversos de la dirección de las instituciones financieras en llanto y crujir de dientes y, lo que es más injusto, en el contribuyente pagando los costes.

En el resto de mi intervención desarrollaré este argumento. Primero, pondré en contexto histórico los orígenes del bucle diabólico entre política, banca y sector inmobiliario. Segundo, explicaré como este bucle interactuó con el euro. Tercero, concluiré con unas lecciones más generales de cómo intentar que una crisis financiera como esta no vuelva a repetirse o, al menos, que sus consecuencias sean más leves.

Contexto Histórico

El “pecado original” de nuestro sistema financiero fue la Ley 31/1985, de 2 de agosto, de Regulación de las Normas Básicas sobre Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros, aprobada por estas cortes cuando el Partido Socialista gozaba de mayoría absoluta.

Las cajas de ahorro habían sido creadas en décadas anteriores para suministrar servicios bancarios a las clases trabajadoras y medias. Los bancos tradicionales no veían, con las tecnologías de la información que existían en el momento, mucho beneficio en tener cuentas corrientes de pequeños ahorradores o en financiar hipotecas de pisos humildes. Las cajas de ahorro, como en otros países los bancos populares, las cooperativas de crédito o las sociedades hipotecarias cubrían un hueco de mercado.

La crisis bancaria que siguió al shock petrolífero de 1973 acrecentó el papel de las cajas en nuestro sector financiero. Como uno de los pocos segmentos saneados del sector, las cajas recibieron por parte del gobierno de España un impulso decisivo con el Real Decreto 2290/1977 y su fundamental artículo 20:

“A partir de la entrada en vigor de la presente disposición las Cajas de Ahorros podrán realizar las mismas operaciones que las autorizadas a la Banca privada…”

A pesar de este Real Decreto, a mediados de los años 80 del siglo pasado la gobernanza de estas cajas requería de una renovación para adecuarlas a las nuevas realidades económicas de una España a punto de integrarse en las aquel entonces Comunidades Europeas y de un negocio bancario transformado por la liberalización de los movimientos de capital y la llegada masiva de las tecnologías de la información.

La Ley 31/1985, como declara su exposición de motivos, tenía tres objetivos: democratizar los órganos de gobierno de las cajas, que los mismos se ajustaran a la nueva estructura territorial del Estado y garantizar una gestión profesional. El articulado de la ley, el desarrollo de la misma y la actuación posterior de las comunidades autónomas hicieron que la democratización se transformase en politización, la distribución territorial en creación de reinos de taifas financieros y la gestión profesional en una quimera. Sin posibilidad de emitir acciones para su recapitalización, sin la señal de precios de la cotización de tales acciones, con unos derechos de propiedad mal definidos y sin disciplina de mercado (las cajas podían adquirir bancos, pero los bancos no podían adquirir cajas), la transformación de las cajas era una bomba de relojería esperando el momento propicio para explotar. Y las desafortunadas sentencias del Tribunal Constitucional 48 y 49/1988 agravaron la situación al limitar los poderes del gobierno central en la supervisión de las cajas y permitir que la legislación autonómica pudiese facilitar aún más la captura del control de las asambleas generales por las élites políticas locales.

Déjenme que les lea una parte del voto particular de Luis Díez-Picazo y Ponce de León en la segunda de las citadas sentencias y que resume a la perfección el problema de la nueva estructura de gobernanza de las cajas:

“En mi opinión, la Ley enjuiciada acomete una vasta operación de traslación de los poderes de gestión de estas entidades a manos públicas, dejando intacto el régimen jurídico de su propiedad. No se establecen en abstracto los órganos que deben regirlas, sino que se establece, pormenorizadamente, la forma de reclutamiento, y de la interpretación global de la Ley se desprende que la posición dominante dentro de los órganos de gestión se entrega a las Corporaciones municipales, por donde resulta, en rigor una municipalización de Cajas de Ahorro que antes eran de carácter privado, por la vía del señalamiento de la formación de sus órganos de gestión…

Mas una cosa es el establecimiento de un protectorado (aquí se refiere el gran maestro de civilistas a la supervisión pública de una empresa privada) y otra distinta es lo que al principio llamaba la traslación de los poderes de gestión a manos públicas.

Las comunidades autónomas explotaron la puerta abierta por el Tribunal Constitucional con legislación que acentuaba la transformación política de las cajas como la Ley 4/1997 en la Comunidad Valenciana, impulsada por José Luis Olivas (nombre al que volveré más tarde), que no solo otorgaba un 28% de los miembros de la Asamblea a la Generalitat y otro 28% a los ayuntamientos, sino que atribuía, sin motivo de sustancia alguno, responsabilidades de supervisión al Instituto Valenciano de Finanzas, un ente sin experiencia en supervisión bancaria y sin la requerida independencia.

Si tuviésemos tiempo podríamos repasar la rica narrativa de tales transformaciones. Pero, como ejemplo más claro y dado que eventualmente fue la causa directa que nos llevó al memorando de entendimiento, me centraré en Caja Madrid. Su captura comenzó con el pacto en septiembre de 1996 entre el Partido Popular con Comisiones Obreras e Izquierda Unida. Este pacto aupó a Miguel Blesa, compañero y amigo del aquel entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, al frente de Caja Madrid en sustitución de Jaime Terceiro, un gestor profesional y bien reconocido.

Pocos documentos existen en la historia financiera tan tremendo como los ocho folios firmados por el secretario general del Partido Popular de Madrid, Ricardo Romero de Tejada (que luego, como no debería sorprendernos, terminó de consejero de Caja Madrid y con una sentencia de la Audiencia Nacional de 1 año de cárcel y 3.600 euros de multa por el uso de las tarjetas “black”), con el secretario de Política Institucional de Comisiones Obreras-Madrid, Javier López. Sin recato alguno, los firmantes del pacto acordaban tomar el control de la institución, se repartían las rentas derivadas de tal conquista, concedían privilegios a Comisiones Obreras, fijaban prioridades políticas en el negocio (eufemísticamente llamados “una política de inversión en sectores estratégicos”), con un énfasis en el sector inmobiliario (“Préstamos hipotecarios. En este segmento tradicional de Caja Madrid hay que mantener el liderazgo adquirido apoyando las medidas recientemente adoptadas y una reactivación de las operaciones con promotores”) e impedían la creación de cualquier mecanismo de recapitalización de la caja. En 100 años, cuando el viento se haya llevado la memoria viva de los aquí presentes, los historiadores futuros lucharán para conseguir entender como nadie pudo nunca firmar tal pacto.  La prensa, fallando en su papel como “cuarto poder” aplaudió el cambio de mando en Caja Madrid. El Mundo, en su edición de 20 de septiembre de 1996, afeaba la actitud “numantina” de Terceiro y resaltaba “la madurez democrática de Izquierda Unida” al apoyar a Blesa.

El Partido Socialista, aunque perdedor en 1996 de la lucha por el poder en Caja Madrid, aceptó plenamente la idea de que Caja Madrid era un instrumento político: como Rafael Simancas, vocal de esta comisión, manifestó a la Cadena SER el 28 de mayo de 2003, cuando parecía destinado a ser el próximo presidente de la Comunidad de Madrid,

“y parece bastante razonable que al frente de Caja Madrid se sitúe una persona de talante también progresista. Es bastante razonable pensar esto”.

No puede haber admisión pública más clara de la politización de una caja para satisfacer unos intereses partidistas. O luego, el 16 de enero de 2009, acerca de la votación en la Comisión de Control de Caja Madrid, cuando su antiguo jefe de gabinete Francisco Pérez votó en contra de las órdenes de Tomás Gómez:

“Mi posición como socialista es la posición de la Dirección nacional y de la Dirección regional del Partido. Si hubiera tenido que votar, hubiera votado en consonancia con la posición de mi partido”.

De nuevo, un reconocimiento abierto de que las votaciones en la Comisión de control de Caja Madrid eran (o, en este caso, deberían ser) una mera extensión de las decisiones de los partidos.

Vemos así que la captura política de Caja Madrid fue producto de un consenso de todos los partidos y principales agentes sociales: del Partido Socialista que creó la ley que permitió el asalto de los partidos a las cajas, del Partido Popular e Izquierda Unida que la aprovecharon con descaro, y de la prensa que aplaudió.

La historia subsiguiente de Caja Madrid no cambió mucho de tono, con un “Acuerdo por la estabilidad y desarrollo” de Caja Madrid firmado el 8 de junio de 2009 por el Partido Popular, Izquierda Unida de Madrid, Comfia-Comisiones Obreras y la Unión Independiente de Impositores y Consumidores y al que se sumaron, unas semanas más tarde, el Partido Socialista, Comisiones Obreras de Madrid y la Unión General de Trabajadores. Los tres partidos con representación en la asamblea de Madrid (Partido Popular, Partido Socialista e Izquierda Unida) y las dos centrales mayoritarias (Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores) estaban de acuerdo en lo fundamental: Caja Madrid estaba para ser explotada para sus intereses particulares, no para el bien común.

Este pacto, sin embargo, fue desbordado por el rápido deterioro de la situación económica y los conflictos internos del Partido Popular. La situación culminó con la llegada de Rodrigo Rato. Sin experiencia de relevancia en el sector bancario (desde 1979 había participado en política y de 1982 a 2004 había sido diputado y miembro del gobierno) y después de una gestión desastrosa en el Fondo Monetario Internacional (existe un consenso generalizado entre los conocedores del Fondo que Rodrigo Rato ha sido, con diferencia, el peor Director Gerente que ha tenido este organismo internacional en toda su historia), Rato terminó en enero de 2010 siendo presidente de Caja Madrid con el único argumento en su favor que servía para solventar las disputas internas dentro del Partido Popular sobre quién debería de ocupar tan dulce golosina.

Y no me crean a mí por estas afirmaciones. Lean las memorias de Luis de Guindos, nuestro ministro de economía, España Amenazada:

“Rodrigo Rato accedió a la presidencia de Caja Madrid en enero de 2010 tras una negociación política de un año y, en especial, una dura batalla interna dentro del PP, muy reveladora de lo que eran las cajas de ahorro en España…. 

La verdad es que fue Rato quien pidió el puesto a Rajoy y este debió considerar las capacidades que quien pilotó la política económica con éxito reconocido durante los gobiernos de José María Aznar. No tenía que ser un mal banquero.”

Desconozco si por diseño o por casualidad, pero las memorias de Guindos son tremendamente esclarecedoras tanto de aspectos como los del nombramiento de Rato como, si me permiten el inciso, de la profunda confusión existente en el actual gobierno durante los primeros meses de su mandato acerca de cómo afrontar la crisis financiera y el irresponsable coqueteo de altos cargos del mismo con la idea de abandonar el euro.

El caso de Caja Madrid no fue el único. Caixa Catalunya, Bancaja, CCM y muchas otras instituciones forman una triste galería de casos en los que la gestión profesional fue sustituida por personas carentes de cualificación, donde la estrategia de préstamos e inversiones se convirtió en una extensión de la política que alentó la burbuja y donde la realidad, siempre tozuda, terminó revelando un gigantesco castillo de naipes que se desplomó sin remedio.

Y, no, no fue, como algunas veces se argumenta, culpable del desastre de las cajas la desregulación o el “laissez faire”. La regulación de las cajas era prolija y, si cabe, se incrementó durante los años del boom por un Banco de España que intentaba minimizar los riesgos futuros con medidas como las provisiones dinámicas y una interpretación restrictiva, desde 2004, de los International Financial Reporting Standards (IFRS), limitando de manera decisiva la capacidad de las instituciones financieras españolas de colocar fuera de balance sus riesgos, como estaba ocurriendo en Estados Unidos o el Reino Unido. En España, no hubo arbitraje regulatorio de importancia.

Y tampoco fue la mala suerte de tener unos cuantos malos gestores puestos ahí por el azar. Parafraseando a Oscar Wilde, tener un Miguel Blesa puede considerarse mala fortuna, tener un Miguel Blesa, un Rodrigo Rato, un José Antonio Moral Santín, un José Luis Olivas (el de la ley valenciana de cajas, que luego encontró trabajo en el sector), un Narcís Serra y un Julio Fernández Gayoso es falta de cuidado. Más seriamente, la evidencia econométrica es concluyente: aquellas cajas manipuladas por los políticos fueron las cajas que se hundieron con más probabilidad. Cuanto más politizadas estaban las cajas y menos independencia de los órganos de gestión, más riesgos innecesarios asumieron, menos diversificación tuvieron en sus carteras de créditos, etc. Por ejemplo, aquellas cajas lideradas por gestores sin experiencia bancaria previa (casi siempre políticos o gente vinculada con los partidos) tenían un 6% más de su cartera de créditos en el sector inmobiliario y un 1% más de tasa de morosidad (estas cifras son tremendas dado las medias del sector). Si, además, el gestor no tenía educación de post-grado (de nuevo, casi siempre el caso con políticos), la tasa de morosidad subía un 1% adicional. Hubo hundimiento porque hubo malos gestores, sí, pero hubo malos gestores porque el Partido Popular, el Partido Socialista e Izquierda Unida los pusieron ahí.

Y tampoco fue la ceguera de los expertos, excusa favorita de muchos. José García Montalvo, Catedrático de Economía en la Universidad Pompeu Fabra y uno de los mejores conocedores del sector en España advirtió una y otra vez sobre los peligrosos desequilibrios que se acumulaban en nuestro sector financiero. Personas tan destacadas como Miguel Sebastián o Miguel Ángel Fernández Ordoñez escribieron en la prensa sobre la existencia de una burbuja inmobiliaria (lean, por ejemplo, las columnas de opinión de este último en El País de 11 de septiembre de 2003: “El Legado de Rato” o, en Cinco Días de 27 de septiembre de 2003, “El Pinchazo de la burbuja de la construcción,”). Varios trabajos de investigación de economistas del Banco de España señalaron la existencia de una sobrevaloración de la vivienda de entre el 8% y el 20%. Finalmente, la Comisión Europea señaló en repetidas ocasiones que el mercado de la vivienda en España parecía recalentado y que un grave reajuste era posible. A la vez, algunos cargos de importancia, en particular el Gobernador del Banco de España, Jaime Caruana, mantuvieron una actitud mucho más relajada al respecto, que en el caso de Caruana llevó a un notorio enfrentamiento con los inspectores del Banco de España en 2006, en especial con la carta que los mismos enviaron a Pedro Solbes, en aquel momento Ministro de Economía y Hacienda (aunque la misma no se hizo pública hasta 2011) y en la que señalaban:

“Los inspectores del Banco de España, a través de esta nota informativa, queremos distanciarnos de la complaciente lectura de la situación económica española que hace en sus últimas intervenciones el actual gobernador del Banco de España, el señor don Jaime Caruana, y mostrar asimismo nuestra preocupación por su falta de voluntad para adoptar las medidas necesarias para hacer posible la reconducción de la delicada situación actual hasta hacerla más sostenible y segura.”

De todas maneras, si la politización y subsiguiente mala gobernanza de las cajas era una condición necesaria para el boom crediticio y el posterior colapso del sector, se necesitaba de un elemento adicional: la entrada en el euro.

El euro

El euro fue el producto de un conjunto de deseos: acelerar el proceso de integración europea, facilitar las transacciones comerciales y financieras en la unión, etc. Un deseo clave era, para los países de la periferia, tener acceso a una chaqueta de hierro que limitase la crónica falta de disciplina fiscal y monetaria de los mismos. Por décadas, España (como ejemplo representativo de estos países de la periferia) había seguido un modelo de crecimiento castizo en el que excesos fiscales y monetarios llevaban, tras un periodo de boom, a inflación, una crisis de pagos externas y una devaluación. Tal modelo impedia un crecimiento sano en el largo plazo. Los economistas de mi generación pasamos nuestra infancia viendo noticias en televisión española (por aquel entonces no había otra) sobre las devaluaciones de la peseta. El euro prometía, al transferir la política monetaria a Frankfurt e imponer límites en la política fiscal, romper estos nefastos ciclos.

Remarca Ofelia, en el cuarto acto de Hamlet, que sabemos quiénes somos, pero no quiénes podemos ser. Lo mismo le ocurrió al euro. En vez de ser un instrumento de disciplina, el euro se convirtió en el fertilizante de la burbuja. Al eliminarse el riesgo de devaluación y existir, implícitamente, una garantía de las deudas públicas y privadas por el resto de la eurozona, la prima de riesgo asociada a préstamos en España prácticamente desapareció (hubo en fenómeno paralelo, pero para España menos importante cuantitativamente, de caída de los tipos de interés nominales libres de riesgo). El tipo medio ex-post (el tipo nominal menos la inflación observada) a 3 meses en España entre 1990 y 1998 fue el 5.31%. Entre 1999 y 2005 fue -0.04%. Por primera vez en su historia, los agentes económicos en España podían tomar prestado a unos bajísimos tipos de interés reales. Dado que el 80% de las hipotecas en España eran en aquel momento a tipos variables y el alto nivel de vivienda en propiedad, cualquier cambio en los tipos de interés reales tenía unas consecuencias de primera magnitud.

Existían muchos motivos, al principio, para tales préstamos. Las generaciones nacidas a finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado, cuando España tuvo su mayor número de nacimientos totales de su historia llegaban a su madurez y querían crear sus hogares. Un gran número de inmigrantes, económicos (los que vienen a trabajar) o de ocio (los que vienen a retirarse) requería de viviendas adicionales (calculado en el 37% de la demanda de vivienda).  Como casi siempre ocurre en las burbujas, las mismas comienzan con un grano de verdad que las justifica por mucho tiempo antes de perder contacto con los fundamentales. España necesitaba más viviendas, sí, pero difícilmente necesitaba las 570.000 nuevas viviendas construidas de media entre 2001 a 2007. El incremento del precio de 691 euros/m2 en el primer trimestre de 1997 a 2101 euros/m2 en el primer trimestre de 2008 era difícil de racionalizar.

Las instituciones financieras, lideradas por las cajas, se lanzaron con alegría a explotar estas oportunidades. Se incrementó el crédito casi sin límites, un 221% en el sector privado entre 2001 y 2007, financiados por unas masivas llegadas de capital extranjero estructurado en torno al recurso al mercado interbancario europeo y la titularización.

En este mundo de bajos tipos de interés, el problema de agente/principal en el centro de la vida económica moderna se agravó radicalmente. Daba igual ser buen o mal gestor. En 2005 o 2006, era casi imposible perder dinero con lo cual, lejos de tomarse medidas correctivas, los males se agravaban y se complicaba la solución del problema cuando la crisis llegara, al tener un capital humano de mala calidad en cargo de la gestión inicial de esta crisis. Es más, aquellos gestores más prudentes, tendían a ser sustituidos (como ocurrió en el Popular) ya que la cautela es raramente recompensada en el corto plazo de una burbuja.

El empeoramiento del problema de agente/principal condujo a una mala asignación de recursos, acumulando capital en sectores y empresas que no podían obtener el mejor rendimiento de los mismos, lo cual aceleró el serio problema de falta de crecimiento de la productividad total de los factores que España sufre desde mediados de los años 80 del siglo XX.

Lecciones para el futuro

Este semestre estoy enseñando historia económica. En una de las primeras clases explico la crisis financiera en la república romana que siguió a las guerras macedónicas. La enorme victoria de las legiones en estos conflictos inundó Roma con una ingente cantidad de tesoro: según cálculos recientes 1050 toneladas de plata, cifra nunca vista en el mundo antiguo. Flotando en dinero, los romanos se lanzaron a un boom inmobiliario. Nunca antes se habían vendido y comprado las elegantes villas de la colina capitolina o las coquetas mansiones en la Bahía de Nápoles con la misma viveza ni los banqueros romanos habían firmado tantos préstamos. Pero, como todos los booms, este también acabó en desastre. En el año 88 antes de Cristo, Mitrídates VI invadió Asia Menor, ajustició a 80.000 ciudadanos romanos y se apropió de las extensas inversiones romanas en la región. El pánico se apoderó de Roma, los precios de las casas se colapsaron y la práctica totalidad de los banqueros de la ciudad eterna se hundieron. Incluso la rápida victoria de Lucio Cornelio Sila no pudo solventar la crisis financiera.

¿Cuál es el propósito de recordarles este evento? Que las crisis financieras y su relación con los mercados inmobiliarios han existido desde que nos hemos dedicado a comprar y vender casas y que probablemente sigan existiendo para siempre. Algunas veces vienen de conquistar a los Macedonios, otras de ingresar en el euro. Sería absurdo pretender que las mismas van a desaparecer o que la política económica nos puede aislar de las mismas. Pero lo que sí que podemos decidir es si queremos ser Canadá o seguir con nuestra historia.

¿Por qué Canadá? Porque Canadá no ha sufrido de una crisis bancaria desde 1839, a pesar de estar integrada en el sistema económico mundial, ser vecina de Estados Unidos (que sí sufre de estas crisis) y no haber tenido un banco central hasta 1935. Aunque no totalmente aislada de las consecuencias de las crisis financieras internacionales, la historia financiera de Canadá es corta y aburrida, como deben de ser las historias financieras. En España, en comparación, y solo durante mi vida, tenemos las crisis de finales de los 70, el colapso de Rumasa, la crisis de los 90 y la crisis objeto de esta comisión. Demasiadas para mi edad.

La próxima crisis financiera no vendrá de las cajas, aunque solo sea porque estas ya no existen. Pero sí que vendrá de lo que sea el eslabón más frágil de la cadena de intermediación financiera cuando esta cadena sea sometida a presión. Cuando metemos gas a demasiada presión en un sistema de tuberías, el gas termina encontrando una junta por la que escapar. En 2001-2008, la presión vino por nuestra entrada en el euro y la brutal caída de los tipos de interés reales. La junta por la que escapó la liquidez internacional fueron unas cajas politizadas y (en menor medida) unos bancos con pobres estructuras de gobernanza, y por ello, mal gestionados.

La labor del legislador debe ser crear las instituciones necesarias para identificar esa presión con suficiente antelación y comprobar que no tenemos ninguna junta demasiado débil. Las lecciones de siglos de crisis financieras de cómo acometer este objetivo son claras: reglas concretas y sencillas que impidan el arbitraje regulatorio, el imperio de la ley (algunas de las decisiones judiciales en España, como por ejemplo las referidas a las clausulas suelo son incomprensibles), reducción de la discrecionalidad pública, instituciones independientes de supervisión y con el nivel adecuado de capital humano y evitar las instituciones financieras públicas o cuasi-públicas que terminan, prácticamente siempre, siendo capturadas por los políticos. Cualquier medida en dirección contraria sería el triunfo de la ingenuidad sobre la experiencia.

Muchas gracias por su atención.»