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Devaluación salarial y estrategia exportadora en la economía española

Otra Economía

Las políticas de ajuste salarial se han justificado y aplicado con el objetivo de hacer a la economía española (y a las economías periféricas, en general) más competitiva. Con ellas se trataba de corregir a la baja la evolución alcista de los costes laborales unitarios (CLU), cuyo crecimiento en los años previos a la crisis –según el planteamiento del mainstream- estaría en el origen del continuo aumento del déficit de la balanza comercial. Este desequilibrio habría propiciado un desbordante aumento de la deuda externa, finalmente insostenible, que culminó en el crack financiero.

Las líneas que siguen pretenden desgranar algunas reflexiones críticas sobre la viabilidad de una estrategia económica que descansa en dos pilares básicos: la contención salarial y el dinamismo exportador.

Una de las grandes paradojas de la crisis actual es que, habiéndose incubado en los mercados financieros y teniendo entre sus causas más destacadas el prolongado estancamiento de los salarios y el aumento de la desigualdad, se pretenda resolver con políticas que protegen e incluso premian el negocio financiero y los grandes patrimonios y fortunas, haciendo recaer la carga del ajuste sobre los salarios; para ser más exactos sobre los trabajadores que perciben salarios medios y bajos, pues los directivos y ejecutivos, salvo raras excepciones, han mantenido o reforzado su privilegiado estatus.

Pero la devaluación interna –término utilizado para ocultar lo que no ha sido sino un sustancial recorte de los salarios- ha introducido a las economías que la han aplicado en un bucle recesivo. En una situación caracterizada por una notable caída de la inversión y el consumo, por un elevado endeudamiento de familias y empresas, por una apreciable reducción del gasto público, corriente, social y productivo, y por un aumento de los impuestos directos e indirectos que soportan las rentas medias y bajas…, en este escenario, presionar a la baja sobre los salarios tiene un efecto contractivo sobre la demanda agregada, lo que refuerza la amenaza deflacionista, muy presente en la actual coyuntura comunitaria. A la luz del retroceso experimentado por el PIB en los últimos años y del muy tenue crecimiento de este indicador en los últimos meses, la incidencia desfavorable sobre la demanda interna ha pesado más que el impacto potencialmente positivo sobre las exportaciones.

En lo que a éstas concierne, hay que tener en cuenta que una política pro exportadora es, finalmente, un juego de suma cero, cuando pretende llevarse a cabo con carácter general y simultáneo en todos los países, pues, en el ámbito de las transacciones intracomunitarias, las exportaciones de unos son las importaciones de otros. En este juego, los ganadores serán aquellas economías que cuentan con mayor potencial competitivo.

Desde otra perspectiva, insistir en el perfil exportador de la política económica sitúa en un plano secundario el potencial existente alrededor de la articulación de los mercados domésticos, cuya expansión depende, precisamente, del avance de los salarios de los trabajadores, principal dinamizador del consumo.

Poner el acento en el mercado interno es, además, esencial para conseguir equilibrar las balanzas por cuenta corriente de los países –una de las causas de la actual crisis económica-, restableciendo de este modo las condiciones macroeconómicas para un funcionamiento ordenado de la economía global. Esa reorientación hacia lo local tendría, por lo demás, un valor añadido adicional, que no debe ser desdeñado, al incidir positivamente sobre el coste ecológico asociado a la producción y al comercio transnacional de mercancías.

En el terreno de los supuestos, los partidarios de recuperar competitividad externa a través de la devaluación interna sostienen que a) el ajuste salarial se traslada a los precios, y b) éstos determinan la posición competitiva. Ambos supuestos (apriorísticos) también necesitan de algunas precisiones.

Los costes laborales representan una parte, significativa pero variable, de los costes totales que debe soportar la firma. Influyen, por supuesto, en el precio final de los bienes y servicios ofertados por las empresas, pero hay otros factores, tan decisivos en su formación, o más relevantes aún, que poco o nada tienen que ver con los salarios; relacionados, por ejemplo, con el consumo de energía, la adquisición de materias primas y bienes intermedios, el precio de los servicios contratados, los costes financieros, el grado de eficiencia de la gestión empresarial, la tecnología utilizada o la intensidad de capital de los procesos productivos… y también los márgenes de beneficio determinados por las relaciones de poder, dentro y fuera de la firma, y por la configuración más o menos oligopólica de los mercados donde operan las empresas.

La conjunción de todos estos factores podría explicar que, habiendo bajado los salarios, los precios lo hayan hecho en una proporción menor. Esta “rigidez” en los precios ha supuesto que, sin salirse de este enfoque de la competitividad, no se haya podido aprovechar todo el esfuerzo y el potencial asociado a la reducción de los costes laborales; mientras que, sin embargo, se limitaba el potencial de demanda y consumo de los trabajadores y de la población en general.

Insistir en la variable salarial, en la necesidad de presionar a la baja las retribuciones de los trabajadores, desenfoca la agenda de la competitividad, pues, en la práctica, se omiten o quedan situados en un plano subordinado otros factores que son decisivos desde una visión estructural, como la complejidad técnica, la calidad y la sofisticación de los productos colocados en el mercado internacional.

Es precisamente en esta esfera más estratégica de la competitividad,  donde se localizan los principales déficit de la economía española, que cuenta con una estructura exportadora sesgada, en comparación con la de nuestros principales competidores, hacia productos de relativamente baja complejidad tecnológica.

Si trasladamos el debate a la lógica competitiva global, una estrategia exportadora llevada a cabo extramuros comunitarios, como consecuencia de la insuficiente demanda interna, está contribuyendo al fortalecimiento del euro frente a otras monedas. La apreciación cambiaria puede gestionarse mejor por aquellas economías que cuentan con tejidos productivos más sólidos, pues pueden compensar el deterioro de la competitividad-precio con un plus de tecnología y calidad, beneficiándose al mismo tiempo de una reducción en el precio que deben liquidar por sus importaciones (piezas y componentes que necesitan las empresas que han transnacionalizado la cadena de creación de valor). Al contrario, el fortalecimiento de la moneda tiene un efecto especialmente negativo para las economías más débiles, cuyas exportaciones dependen más del precio que de la calidad y la tecnología.

En último lugar, y esta no es una cuestión menor, competir en los costes laborales coloca a las economías comunitarias en una “carrera hacia abajo” que ni pueden ni deben ganar. Inevitablemente, la lógica de los bajos salarios, compitiendo con los ofrecidos por los capitalismos periféricos, degrada las condiciones laborales y pone en la picota, bajo el supremo argumento de la competitividad, derechos sociales y ciudadanos. De seguir ese camino, se quedarán muchos en la cuneta, derechos cuyo ejercicio resulta crucial para que avance la productividad.

Los recortes en los salarios –exigencia continua de las patronales, aunque se hayan reducido significativamente en los últimos años-, además de apuntar en la dirección de perder derechos, contribuye a alimentar una cultura empresarial conservadora y confiscatoria, y unas relaciones laborales profundamente asimétricas, en absoluto propicia a una convergencia de esfuerzos y sinergias en el empeño modernizador de nuestra economía.

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