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Diez principios para otra política económica en Europa

  1. A pesar de que, desde la creación de las Comunidades Europeas y en los sucesivos tratados, la convergencia productiva y social se ha situado en el epicentro del denominado proyecto europeo, la realidad ha discurrido por un camino bien distinto. Las divergencias se han instalado en Europa. Las fracturas estructurales que se han descrito en las páginas precedentes ya eran evidentes antes del lanzamiento de la moneda única, con ésta se hicieron más pronunciadas y en los años de crisis se han agravado como consecuencia de la errónea y sesgada política exigida por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional). La heterogeneidad estructural presente en la geografía económica europea nos habla de un Norte y un Sur, un Centro y una Periferia, así como de una fractura social creciente, entre los ricos y los pobres, entre los propietarios del capital y los trabajadores, entre las elites y la mayoría social.
  2. El enquistamiento de las divergencias representa una impugnación en toda regla de ese proyecto. Significa que las lógicas concentradoras impuestas por los mercados han prevalecido sobre las redistributivas, cada vez más débiles, impulsadas por instituciones que han sido capturadas por las oligarquías, por su discurso y por sus intereses. Significa igualmente que, en un contexto de mercado única (para las mercancías, servicios y capitales, sobre todo) y unión monetaria, las economías europeas, con potencialidades competitivas diversas, no tienen la misma capacidad de beneficiarse de la integración económica.
  3. Los desequilibrios productivos, comerciales y sociales –que han estado en el origen mismo de la crisis económica- ocupan un lugar periférico en el debate político, académico y mediático, centrado, casi podríamos decir que absorbido, por el imperativo de sanear las cuentas públicas, como si la reducción de los niveles de déficit y deuda fueran condición necesaria y suficiente para resolver los desafíos estructurales a los que se enfrentan las economías europeas, especialmente las meridionales.
  4. Las políticas exigidas desde la Troika y aplicadas por los gobiernos han fracasado. Las causas de fondo de la crisis no se han resuelto, por lo que estamos muy lejos de haberla superado, pese a que las economías europeas han abandonado la recesión y han iniciado un proceso de lenta, insuficiente e inestable recuperación, en gran medida propulsada por factores coyunturales que difícilmente se mantendrán en el futuro. En ese escenario, donde inevitablemente se intensificarán las pugnas distributivas, la desigual correlación de fuerzas apunta a una redistribución de la renta y la riqueza en beneficio de las elites y las oligarquías, que agravará todavía más la fractura social.
  5. Es importante hacer notar que las disparidades estructurales no sólo avanzan en periodos de estancamiento o bajo crecimiento económico, sino que lo hacen asimismo en las fases de auge. En consecuencia, apelar a la recuperación del PIB como llave para corregir las fracturas es un error de bulto. Los mecanismos y los actores que impulsan ese crecimiento responden a lógicas concentradoras y excluyentes. Ya era evidente antes del crack financiero y lo es más ahora, cuando las relaciones de poder se han inclinado con claridad hacia el capital, cuando los instrumentos redistributivos asociados a las políticas públicas han sido en gran medida desmantelados y cuando la negociación colectiva ha salido debilitada y en muchos casos eliminada.
  6. Las políticas impulsadas desde Bruselas han tenido un impacto especialmente adverso sobre aquellas economías más rezagadas que, en consecuencia, dependían en mayor medida de la implementación de políticas orientadas hacia la convergencia. El diseño de la gobernanza europea a partir de la austeridad presupuestaria reproduce y amplifica las fracturas estructurales. En primer lugar, porque priva a las instituciones comunitarias de los recursos que necesitarían para desempeñar una eficaz labor redistributiva destinada a corregir la deriva concentradora de los mercados; y en segundo lugar, porque los ajustes exigidos por la Troika han afectado en mayor medida a las economías más atrasadas, las meridionales, y a las partidas sociales y productivas del gasto público, lo que ha contribuido a ensanchar las brechas entre las economías del norte y del sur.
  7. La insistencia en que toda la política económica y la propia construcción europea pivote alrededor de la reducción del déficit y la deuda públicos, penaliza sobre todo a los países con estructuras económicas y sociales más débiles y precarias. Implica asimismo un sesgo en el diagnóstico que estigmatiza la actuación de lo público, cuyo gasto, según este planteamiento, además de desmesurado sería ineficiente. No sólo queda seriamente mermada la capacidad de los poderes públicos para desempeñar un papel activo en la superación de la crisis, sino que se les priva de legitimidad para ello. Resulta, por lo demás, toda una declaración de intenciones acerca del presupuesto de la UE, que también estaría gobernado por la lógica austeritaria, incapacitando de esta manera a las instituciones comunitarias para abordar el reto de la convergencia. Con ello, a efectos prácticos, más allá de la retórica, este objetivo ha desaparecido de la agenda de Bruselas.
  8. La persistencia de una Europa fracturada abre un escenario de inestabilidad macroeconómica que incluso amenaza la viabilidad de la zona euro. Esas asimetrías están en el origen de los comportamientos divergentes en las balanzas comerciales y por cuenta corriente, países con importantes superávits, como Alemania, y otros con sustanciosos déficits, como España. Desde la implantación del euro, sobre todo, ambos desequilibrios fueron uno de los motores que propulsaron la economía del endeudamiento; los países acreedores cubrían las necesidades financieras de los deudores. El excedente de los primeros continuará alimentando la industria financiera, mientras que el déficit de los segundos, en un contexto de muy elevado endeudamiento, reforzará la adopción de políticas deflacionistas.
  9. Si la Gran Recesión requería una Europa ambiciosa, democrática y solidaria, que lanzara una propuesta de salida de la crisis inclusiva y sostenible, hemos asistido a todo lo contrario. No sólo cabe decir que hay menos Europa, sino, lo más importante, de la crisis económica aparece una Europa con unos perfiles oligárquicos y autoritarios más acentuados. Responsabilizar a las periferias, penalizar a los trabajadores, castigar a la mayoría social, rescatar a los grandes bancos, beneficiar a las elites, dar prioridad a los acreedores, vulnerar la soberanía de los estados nacionales, desmantelar el sector social público, cerrar la puerta a los refugiados, culpabilizar a los inmigrantes…esta es la Europa que emerge de la crisis.
  10. Ni se puede ni se debe seguir la hoja de ruta fijada por Bruselas. Urge poner en marcha una actuación de emergencia, que podría llevarse a cabo con el actual entramado institucional, siempre que hubiera voluntad política, encaminada a cerrar brechas, o impedir que sigan creciendo. Conviene precisar al respecto que si bien Bruselas maneja un presupuesto exiguo -que debería ser aumentado de manera sustancial-, incapaz de hacer frente y de corregir la heterogeneidad estructural de las economías que conviven en la UE, los responsables comunitarios han renunciado a utilizar las limitadas herramientas institucionales a su disposición para promover la convergencia. Dicha actuación pasaría por una decidida actuación coordinada del Banco Central Europeo y del Banco de Inversiones con el objetivo de reducir la carga de la deuda de las economías meridionales, lanzar un amplio plan de inversiones productivas y sociales orientadas al Sur de Europa y promover un acuerdo de gestión macroeconómica a escala europea encaminado a que las economías del norte reduzcan sus superávits por cuenta corriente. En un plano más amplio, resulta imprescindible abordar el debate de las cuentas públicas desde coordenadas muy distintas de las que representa la camisa de fuerza de la austeridad. Ser conscientes de las implicaciones del aumento o enquistamiento de las divergencias estructurales, obliga a situar la convergencia –productiva, social y territorial- en el centro de las políticas europeas, y también de las aplicadas por los gobiernos. Avanzar en esta dirección supone una impugnación en toda regla de la lógica del ajuste presupuestario y del pacto fiscal y, al mismo tiempo, una revisión en profundidad de la arquitectura institucional de la UE y de la zona euro.

De todo lo anterior se deduce que Europa debe entrar con fuerza, con la centralidad que merece, en la agenda política. Porque el entono europeo es una restricción antes que una oportunidad y porque algunos de los desafíos cruciales para la superación de la crisis deben abordarse a escala europea (y global).

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