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El CETA y las mujeres: hay razones para oponerse

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El CETA es el acuerdo económico comercial global entre la Unión Europea y Canadá. Este acuerdo no pone énfasis en la bajada o anulación de aranceles sino en la apertura de nuevos mercados para las empresas globales (principalmente en el comercio de servicios y la contratación pública) y, sobre todo, en la cooperación reglamentaria y en la puesta en marcha de nuevas reglas de juego, incluyendo tribunales de arbitraje internacional para dirimir los litigios entre los inversores internacionales y los estados (ICS, Investment Court System).

Estos tribunales suponen una limitación de la soberanía nacional, y pueden intimidar o  incluso coaccionar a los estados para que no desarrollen  políticas que puedan ir en contra de los intereses de los inversores internacionales. Concretamente, el que está previsto en el CETA limita competencias y jurisdicción a los tribunales españoles y usurpa funciones judiciales estatales, a la vez que garantiza derechos a los inversores extranjeros que no están permitidos a la ciudadanía ni a los inversores nacionales en sus propios territorios. Por esa razón esta siendo criticado por diversas organizaciones de juristas, como la Asociación Europea de Magistrados. Y también debe serlo desde una perspectiva de género.

En este artículo quisiera dejar de lado otros efectos del CETA para centrarme en los que tiene sobre las mujeres y para ello creo que hay que contemplar tres cuestiones fundamentales: el por qué un tratado comercial afecta de manera diferenciada a mujeres y hombres; qué sabemos del efecto de género de otros tratados comerciales; y finalmente, cómo influye en concreto lo establecido en el CETA.

La primera cuestión es bastante obvia. Cualquier política económica y en general cualquier nueva regla de juego en el ámbito de la economía tiene efectos diferenciados en aquellas personas que se encuentran en una posición de desigualdad frente los mercados. Y mucho más cuando se trata de un tratado comercial que pretende regular tantos aspectos de la vida de las personas, avanzar hacia una mayor mercantilización y transformar sustancialmente la participación y el funcionamiento de algunos mercados disminuyendo la presencia pública y aumentando la “libertad” de acción en ellos de los agentes.

Las privatizaciones de servicios públicos y por tanto que se mercantilicen más sectores económicos y ámbitos de nuestra vida, condiciona en mayor medida nuestro bienestar a las opciones reales que cada persona o grupo de personas tengamos de integrarnos en los mercados, especialmente en el de trabajo. Y si bien hay muchas estratificaciones sociales como la clase, la etnia, el origen geográfico o la raza que atraviesan las desigualdades de género y nos hacen estar en posiciones diferenciadas entre las propias mujeres y entre los propios hombres, existen también claras diferencias de género.

Si nuestro bienestar va a ser cada vez más dependiente de nuestra capacidad de insertarnos en los mercados y el grado de privatización de los servicios públicos, hay que insistir en que mujeres y hombres no estamos en posiciones similares ni de partida ni de llegada respecto al mercado de trabajo o a la dependencia de los servicios públicos. Las mujeres accedemos menos y en peores condiciones a los mercados de trabajo. Tenemos menores tasas de actividad y ocupación, mayores tasas de paro, parcialidad y temporalidad, sufrimos mayor segregación ocupacional, concentrándonos en menos sectores, y lo hacemos además en los puestos de menor responsabilidad y remuneración.

Tampoco tenemos el mismo acceso que los hombres a otros mercados como el crediticio, el de la propiedad de la tierra o el inmobiliario. Ni disfrutamos del mismo acceso a los recursos, y mucho menos a su control. No participamos de manera igualitaria en los procesos de toma de decisiones y por tanto, no tenemos el mismo acceso al poder.

Todo ello, hace que las mujeres disfrutemos de menos renta, acumulemos menos patrimonio o tengamos más riesgo de caer en la pobreza. Además, en el ámbito de la familia, las mujeres tejemos las redes de seguridad de última instancia y seguimos siendo las principales proveedoras del cuidado, realizando la mayor parte del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado.

Dependientes del gasto público

Todo ello nos hace especialmente dependientes del gasto público, de los servicios públicos que entre otras cosas son los que junto con la educación, la terciarización de la economía, la caída de la fecundidad o el desarrollo de sistemas legales más igualitarios, nos han permitido y permiten una inclusión más igualitaria en los mercados en el mercado de trabajo, y el acceso a las prestaciones sociales que la participación plena en el mercado de trabajo lleva asociado en sistemas de bienestar como el español.

La ratificación del CETA limitará la capacidad de los gobiernos para crear, expandir y regular los servicios públicos o revertir privatizaciones fallidas.  Por tanto,  cualquier política que pueda alterar el acceso a los servicios públicos, su grado de privatización y por tanto, la mercantilización de nuestras vidas, nos va a afectar de manera especial a las mujeres, sobre todo a aquellas con menor formación, patrimonio o menor disponibilidad de tiempo.

Es cierto, que las posibilidades de empleo bien remunerado que pueden ofrecer los sectores que se privaticen o expandan, al amparo de un acuerdo como el CETA, también pueden favorecer a algunas mujeres, sobre todo las que tenga la formación adecuada y dispongan de mucho tiempo al modo que lo hacen muchos hombres, bien porque no tienen responsabilidades de cuidado, bien porque las privatizan. Pero se tratará de una minoría cualificada, y su incorporación tendrá un efecto limitado en la transformación social necesaria para avanzar en sociedades más igualitarias también desde la perspectiva de género. Y además,  servirá para legitimar la falacia de la meritocracia sobre la que se sustenta el sistema capitalista, haciendo ver que quién quiere, quién se esfuerza, llega.

La segunda cuestión implica mirar qué efectos han tenido en las mujeres y la igualdad de género otros tratados de libre comercio. Lo que demuestran los numerosos estudios que se han realizado sobre todo para países en desarrollo es que los efectos de la liberalización comercial en el bienestar de las mujeres y la igualdad de género han sido muy variados por regiones, países o sectores económicos. No obstante, todos coinciden en apuntar que en ningún caso existe una correlación automática y positiva entre apertura comercial y avances en las oportunidades reales y el bienestar de las mujeres. Asociar de manera automática liberalización comercial con avances en la igualdad de género es un mito tan falaz como que de que el libre comercio siempre es positivo para todas las regiones, países o agentes que en él participan.

Los tratados de libre comercio y la apertura comercial han sido las arterias de la globalización que han fomentado la externalizacion y la subcontratación de muchos procesos productivos. Es cierto, que eso ha supuesto la creación de oportunidades laborales para muchas personas en países donde éstas escaseaban o estaban vinculadas a una economía de subsistencia, pero también que se ha hecho en un marco de relaciones laborales informales muy alejados de los estándares de trabajo digno propuestos por la OIT. Eso en sí mismo ha favorecido la incorporación de mujeres a esos empleos, pero en condiciones que no les han permitido ganar en autonomía y mucho menos en bienestar, debido a la carrera a la baja de las condiciones laborales y los estándares de vida que estos procesos han provocado, y el hecho que no han ido acompañados del desarrollo de servicios públicos de cuidado lo que ha implicado una intensificación del trabajo de las mujeres o la sustitución de las madres por las hijas en las labores de cuidado.

La tercera cuestión, la vinculada a las novedades que trae un tratado como el CETA, está unida al énfasis que ponen estos tratados en la regulación y los servicios. Los tratados como el CETA no suponen de manera prioritaria una bajada de aranceles sino que buscan avanzar en la liberalización de servicios y sobre todo, establecer unas nuevas reglas de juego globales, que a través de estos acuerdos se impongan en las regulaciones nacionales.  Una re-regulación de la vida económica que amenaza con implicar una pérdida de soberanía económica de los estados y de control democrático de la ciudadanía sobre los asuntos económicos.

Karl Polanyi ya explicó en los años cuarenta del siglo XX al analizar el surgimiento de la sociedad de mercado en el siglo XIX y primeras décadas del XX, que el libre mercado, el laissez faire, era un mito. Polanyi explicó cómo el nacimiento de la economía y sociedad de mercado no fueron fruto de una evolución natural sino que necesitaron de un conjunto coherente de acciones de gobierno, de políticas e instituciones que redujeran las barreras legales e institucionales a los movimientos de bienes, servicios y capital.

Negociaciones “ocultas a la ciudadanía”

Entonces como ahora con nuevas instituciones o tratados como el CETA, la deliberada intervención en los mercados se hace en nombre de la libertad de mercado. Entonces como ahora, no hubo nada de “natural” en la expansión de esos mercados “libres”. Y entonces como ahora, fue impuesta desde arriba, y sin participación de las personas a las que esos cambios afectaban. Y esto último, tiene especial trascendencia para las mujeres y la igualdad de género.

En este sentido, no nos debe extrañar que las negociaciones sobre el CETA, como también ocurriera con el TTIP, hayan estado durante mucho tiempo ocultas a la ciudadanía y alejadas del debate público. Incluyendo la ausencia de análisis de impacto sobre aspectos tan cruciales para nuestro bienestar como las necesidades y la provisión de los cuidados que no se mencionan en ningún documento. El mayor poder de negociación de los inversores globales sobre los estados y los trabajadores, el debilitamiento de la soberanía nacional, o las dificultades de garantizar el acceso a un empleo digno que los estándares a la baja de este tipo de tratados traen, tiene consecuencias en la forma en la que se puede garantizar el bienestar y la dignidad de las personas. Algo que se acaba materializando en los hogares, poniendo una presión insoportable sobre las últimas responsables de garantizarlo, que en la mayoría de los casos, son las mujeres.

El mayor poder de negociación de las empresas globales que la globalización neoliberal ha traído -y que se busca intensificar con tratados como el CETA-, también ha disminuido la capacidad de negociación de los estados de manera individual y por tanto, disminuido sus potenciales fuentes de ingreso. Estas reglas de juego han facilitado la movilidad internacional del capital lo que facilita la presión de las empresas globales de forzar a la baja la fiscalidad de los estados o incluso la legalización de la evasión fiscal a través del mantenimiento de los paraísos fiscales o las prácticas de ingeniería fiscal en los propios territorios nacionales.

Esto ha tenido varios efectos especialmente negativos para las mujeres, pero señalaré solo tres. Por un lado, la menor recaudación fiscal vinculada a los beneficios del capital ha hecho recaer la capacidad impositiva de los estados en las rentas del trabajo y sobre todo en los impuestos indirectos que son especialmente regresivos, y que afectan en mayor medida a las personas con ingresos más bajos, donde se concentran en mayor medida las mujeres.

Por otra parte, esta disminución de ingresos potenciales merma la capacidad de gasto público del que son especialmente dependientes las mujeres, no solo para su bienestar directo a modo de transferencias y sobre todo, a través de los servicios públicos que sustituyen o pueden sustituir trabajo no pagado, sino también porque limitan las opciones de poner en marcha políticas públicas que permitan avanzar en la igualdad de género y fomentar una verdadera transformación social hacia sociedades más igualitarias.

Y por último, la peor y más vulnerable integración de las mujeres en los mercados, el tejer las redes de seguridad de ultima instancia y ser más dependientes de los servicios públicos, hace que las mujeres necesitemos en mayor medida aún que los hombres que se avance y no se retroceda en democracia económica. Necesitamos  participar en los procesos de toma de decisión poniendo sobre la mesa el volumen y las implicaciones que el trabajo de cuidados no remunerado, y su desigual reparto, deben tener en el diseño de la política macroeconómica.

La estrategia del gobierno español de acelerar la ratificación del CETA sin apenas permitir control parlamentario, acortando los procesos de consultas internas, solo puede reforzar el temor al retroceso democrático que la firma de un tratado de estas características puede conllevar. Y a las mujeres, como he dicho antes, este hurto democrático nos debe preocupar especialmente. Por tanto, creo que tenemos razones sobradas para estar en contra de la ratificación de un tratado como el CETA.

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