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El problema es el capitalismo

Otra Economía

Las personas en edad de trabajar y que ofrecen su capacidad de trabajo en el mercado tienen derecho a un empleo. Creo que con esta afirmación, formulada en términos tan genéricos (deliberadamente imprecisos), están de acuerdo tanto economistas como no economistas. De hecho, todos los partidos y los gobiernos, con independencia de su alineamiento ideológico, proclaman la creación de puestos de trabajo ¡y hasta el pleno empleo! como uno de los objetivos medulares de sus programas.

Disponer de un empleo decente (afortunado término al que apela en sus trabajos la Organización Internacional del Trabajo) constituye la piedra de toque de las políticas gubernamentales y también el test desde el que evaluar el funcionamiento de las economías. Unas y otras se legitiman si contribuyen a mejorar el bienestar de los trabajadores. Quedan, por el contrario, deslegitimadas, si el empleo ofrecido es insuficiente para absorber la oferta de fuerza de trabajo, de modo que el desempleo se mantiene en cotas elevadas, y si no incorpora unos estándares de calidad socialmente aceptables y aceptados; en este caso, habrán fracasado las políticas y los partidos y gobiernos que las llevan a cabo, las teorías que las inspiran y, por supuesto, las economías donde se materializan. Sin paliativos ni subterfugios. Por mucho que el Producto Interior Bruto aumente, el déficit público se modere, o mejoren las posiciones competitivas en el mercado internacional. Porque no hay que confundir ni identificar medios y fines, y porque finalmente lo que cuenta, por encima de cualquier otra consideración, son las personas, en especial aquellos grupos de población en situación de mayor vulnerabilidad.

Y esto es, justamente, lo que ha sucedido, antes y durante la crisis. Un capitalismo, un “proyecto europeo” y unas políticas que, a pesar del crecimiento económico, pronunciado en algunos años, han convivido con tasas de desempleo elevadas. ¿Esto quiere decir que el crecimiento económico no tiene un impacto positivo sobre el empleo? En absoluto. De hecho, hay una abundante evidencia empírica que apunta a la existencia de un nexo positivo entre ambas variables; más discutible es, sin embargo, la intensidad de esa relación, variable, dependiendo del grupo de países analizados, del periodo considerado y de las estrategias de crecimiento seguidas. En cualquier caso, resulta igualmente evidente la incapacidad de los mercados para equilibrar oferta y demanda de empleo, lo que ha supuesto que, incluso en contextos de expansión económica, las tasas de desempleo se han mantenido relativamente elevadas. El pleno empleo es una ensoñación y el desempleo un rasgo estructural del capitalismo.

Si, más allá de la cantidad de empleo, ponemos el foco en su calidad, se aprecia una persistente y creciente degradación de las condiciones laborales. El triunfo del neoliberalismo, a partir de la década de los 80 del pasado siglo (y aun antes), ha elevado la disciplina salarial y la desregulación de los mercados de trabajo a la categoría de principios básicos de la política económica y de las reformas estructurales.

El resultado de esa deriva ha sido un largo periodo donde el crecimiento de los salarios ha quedado descolgado del seguido por la productividad, y en muchos casos han permanecido estancados o en franco retroceso; no así, claro está, los de los directivos y las elites empresariales, que no han dejado de acumular ingresos, poder y privilegios. Igualmente, el número y el porcentaje de trabajadores pobres han aumentado con carácter general, lo mismo que el empleo precario (basura, por decirlo sin eufemismos), como pone de manifiesto la imparable progresión de los contratos temporales y a tiempo parcial.

La crisis económica –la más intensa de las registradas en el mundo capitalista desde el crack de 1929- ha traído, primero, una profunda recesión, seguida de una leve, desigual e incierta recuperación. Acabamos de ver que el balance ocupacional, tanto en cantidad como en calidad, en periodos de expansión económica –o, cuando menos, de normalidad- ha sido, en el mejor de los casos, discreto. Ahora nos encontramos con que el motor del crecimiento –la llave maestra de la creación de empleo y de la mejora de las condiciones de vida- se ha desactivado o ha quedado seriamente debilitado. A pesar de que los gobiernos de turno, con el inevitable acompañamiento de la prensa y los economistas afines, ponen el acento en el aumento del PIB en los últimos años y en que, con algunas excepciones, los países comunitarios han superado los niveles de output de 2007.

Estamos saliendo de la crisis, nos dicen. Pero lo cierto es que los resultados positivos en materia de crecimiento se han debido, en buena medida, a un conjunto de factores excepcionales y externos: el bajo precio del petróleo (insumo fundamental para el sostenimiento del entramado económico, especialmente de la industria), la política expansiva del Banco Central Europeo (que ha mantenido bajos los tipos de interés y ha inyectado considerables cantidades de liquidez al sistema bancario) y un euro débil (que ha estimulado las exportaciones). Hay razones para pensar que esta “excepcionalidad”, y los beneficios asociados a la misma, no se mantendrán en los próximos años; de hecho, ya se están produciendo modificaciones sustanciales en este escenario, como el alza en el barril de crudo y la apreciación del tipo de cambio del euro.

En los años de crisis han sido destruidos millones de puestos de trabajo y buena parte del empleo generado (que en España no ha conseguido compensar el perdido) es de muy mala calidad; los salarios han retrocedido o, en el mejor de los casos, han permanecido estancados (no en el caso de las cúpulas empresariales que, como acabo de mencionar, antes y durante la crisis han sabido conservar o incluso acrecentar sus privilegios).

Pero quizá lo más trascendente es que el ajuste laboral (en plantillas y salarios), lejos de representar un episodio asociado a la coyuntura de la crisis, ha llegado para quedarse. Los puentes institucionales y los consensos que garantizaban las políticas redistributivas han salido mal parados (en algunos casos, simplemente han saltado por los aires); los presupuestos públicos, sobre todo en su dimensión social, han sido víctimas de las denominadas políticas de austeridad, perdiendo legitimidad y recursos, y quedando a merced de los designios de las grandes empresas privadas y de las lógicas mercantiles; las reformas laborales han supuesto un tsunami para la negociación colectiva y para la mermada capacidad de presión de las organizaciones sindicales; y las grandes corporaciones y los poderosos lobbies que representan sus intereses han sacado tajada de la crisis y de las políticas basadas en el “todo mercado”, intensificando el proceso de concentración de poder empresarial y financiero. Poco importa que esta deriva agrave el perfil estructural de la crisis, instalando a las economías en escenarios inestables que anticipan nuevas perturbaciones, acaso más demoledoras que la actual. Lo decisivo es que las relaciones de poder favorecen, como nunca antes, al capital frente al trabajo, a las elites frente a las mayorías sociales.

Bloqueados, como consecuencia de los altos niveles de deuda pública y privada, algunos de los mecanismos que dieron alas a la economía financiarizada y atrapados en unas políticas incapaces de sostener un crecimiento económico suficiente, el capitalismo que emerge de la crisis acentúa sus perfiles confiscatorios y patrimoniales.

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