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La inflación es el impuesto a los pobres… Y en EEUU su pobreza es tan cara que ya tienen su propio IPC

El Índice de Precios al Consumo, o IPC para los conocidos, es un índice que en toda economía mide la evolución de los precios de una cesta determinada de productos al consumo o de servicios. Gracias al IPC podemos saber de año en año la evolución de nuestro poder adquisitivo, o lo que es lo mismo, cuántas cosas básicas que computan en el índice vamos a poder comprar con los mismos 100€ del año anterior.

Pero esa bochornosa sima social, de la cual la polarización política extrema es tan sólo un síntoma más, amenaza con seguir ensanchándose a pesar de haber ¿cerrado? la Gran Recesión, hasta el punto de haber hecho necesario sacar en EEUU un índice de la inflación «de los pobres», para así saber al menos qué es de su vida socioeconómica.

Inflación o deflación, «Ésa (no) es la cuestión»

Desde que el capitalismo es capitalismo, salvo grandes depresiones deflacionarias, o deflaciones sostenidas como viene y van en la economía japonesa, es casi una regla que cada año los precios suban (en teoría) en un porcentaje determinado en cada caso por un mix de factores. Entre ellos están la (teórica) regla de mercado de oferta y demanda, las regulaciones estatales, las censurables prácticas monopolísticas y anti-competencia o manipulaciones en los precios por medio de cárteles (contra los que siempre está vigilante la valiente comisaria de competencia Vestager), o dejémoslo simplemente el precio que quienquiera que sea fije para cada producto o servicio.

Si bien es cierto que hay una inflación residual cuya existencia es un mecanismo económico bueno y saludable para «engrasar» los engranajes macro y micro-económicos de individuos, familias, estados y empresas, no es menos cierto que su hermana negativa la deflación supone un grave problema económico, en el cual la gestión de cualquier macro o micro-economía se hace prácticamente imposible con unos mínimos estándares de calidad en la gestión y en las previsiones económicas y empresariales.

Háganse idea por ejemplo de la complejidad que supone para una empresa hacer sus previsiones económicas para cada año que comienza, así como fijar el precio estimado de venta de sus productos, lo cual es el nudo gordiano que deben estimar (y mayormente acertar) para elaborar sus presupuestos y estructurar todas las cuentas de la compañía: asumiendo que los precios van a ser casi siempre variables por naturaleza, es mucho menos dañino para las cuentas de cualquier agente socioeconómico que haya una inflación vegetativa que siempre va a jugar en el (hoy por hoy afortunadamente ligero) propio favor, que una deflación que va a ir poco a poco erosionando márgenes.

Pero no es menos cierto que este razonamiento de la imprevisibilidad deflacionaria aplicaría igualmente a la imprevisibilidad que la inflación trae a los costes con los que una empresa fabrica, o con los que una familia tiene que comprar, de ahí el gran empeño de los bancos por mantener la inflación bajo control y sin desbocarse. Porque también aquí es donde entra en escena el segundo y más destructivo factor anti-económico que traería la deflación y que hace infinitamente más preferible una inflación moderada: la deflación retrasa decisiones de compra y además con ello se realimenta a sí misma. Efectivamente, y como se ha venido viendo por ejemplo en Japón en varios años de las últimas décadas, si por ejemplo usted se va a comprar un coche de 15.000€, y puede aún tirar un poco más con el que tiene, eso no sólo le va a aportar beneficios financieros al retrasar el desembolso, es que además el ahorro es doble y mucho más llamativo para los consumidores: en un entorno deflacionario, cuanto más tarde usted en comprarse ese coche, más bajará su precio, y más barato le saldrá. Y a menor demanda hoy en un entorno de crisis, los fabricantes aún bajarán más su precio (si los costes se lo permiten): de ahí que les dijese que la deflación se realimenta.

Como ven, esa deflación que algunos ven como la posibilidad de que los consumidores y empresas puedan ahorrar año a año con compras cada vez más baratas, en realidad es un auténtico cáncer económico en los plazos más largos, y acaba por destruir tejido socioeconómico, estado de bienestar, y destruyendo empleo. Ahora bien, una vez asumida la inflación como un mal menor necesario y, valga la contradicción, beneficioso hasta cierto punto, ¿Cuál es ése punto de inflexión que marca la frontera entre la inflación benigna y la maligna?

Dificil cuestión económica ésta, pero lo cierto es que el consenso general de esos grandes vigilantes de última instancia de la evolución inflacionaria que son los Bancos Centrales, actualmente fija significativamente su objetivo anual de inflación en el entorno de un salomónico 2%. Una cifra que permite a la vez un cierto margen económico que permita ir cogiendo aire a esas previsiones y presupuestos económicos infinitamente más sencillos en un entorno inflacionario, y que evite a un tiempo erosionar fuertemente el poder adquisitivo de consumidores y empresas. Obviamente, esa inflación vegetativa no es garantía de apenas nada, puesto que la otra gran variable con influencia en la capacidad de compra de los individuos son sus ingresos familiares, y es ahí donde las últimas derivas del capitalismo se caen con todo el equipo (sí, a pesar de la reciente revitalización de los salarios, que lamentablemente llega demasiado tarde.

Pero para bien o para mal, con más inflación o menos inflación, con debate servido sobre su idoneidad o sin él, con una ponderación u otra según países o temporadas, con un objetivo u otro, sin negarles la posible intencionalidad que puede haber en la distorsión de la medida de este parámetro macroeconómico, lo cierto es que no tenemos (hoy por hoy) otra forma mejor de medir la evolución de los precios. Nos guste o no la cierta desviación de la dirección a la que apunta la brújula, si queremos ir al norte, más vale avanzar un poco escorados hacia el noroeste, que emprender rumbo sur sin ser ni tan siquiera conscientes de ello: esta inflación que nos dan cada año nuestras instituciones económicas es la única brújula que tenemos para navegar por el encrespado mar de los precios (y que conste que desde aquí podemos ser bastante críticos en lo que a indicadores (a veces) ilusorios se refiere

Y es que este aclamado índice del IPC tiene un realismo más que matizable. Escandalosas fallas en el mismo fueron por ejemplo que la evolución de los precios en la burbuja inmobiliaria (siendo la viviendo en propiedad un bien básico y habitual en España) no se reflejase en un IPC galopante, o que se cambiase de forma bochornosa su fórmula de cálculo con la entrada en circulación del Euro. Esta última falla, sospechosamente, hizo imposible macro-económicamente poder comparar qué «sablazo» nos dieron a los consumidores con la muy relevante subida de precios que trajo la moneda única.

Sin ir más lejos, recuerden cómo por ejemplo un café pasó automáticamente de costar 100 pesetas a costar 1 Euro (166,386 pesetas) con un subidón de más del 66%, y tres cuartos de lo mismo pasó con el precio de la barra de pan o de tantos otros productos, muchos de carácter básico, cuya galopante inflación al calor del euro quedó enterrada en los anales de la re-formulación econométrica más (in)oportuna. Paradójicamente, si el IPC se hubiese seguido calculando según la misma fórmula en la entrada en circulación del Euro, muy probablemente su estallido al alza nos habría podido llegar incluso a sacar teóricamente de él (según los niveles de los indicadores que se monitorizaban entonces).

La inflación es un impuesto socioeconómico oculto

La Inflacion Es El Impuesto A Los Pobres Y En Eeuu Su Pobreza Es Tan Cara Que Ya Tienen Su Propio Ipc 4

Pero asumiendo que inevitablemente debemos partir forzosamente desde ese involuntario punto de hechos econométricos consumados, por si esto no fuera poco, ahora viene todavía la parte más dramática. Y es que al final, para esas clases menos pudientes (prefiero esta denominación a la del título, heredada de la la noticia enlazada hoy), a las que generalmente en un sistema fiscal al uso se les carga mucho menos de IRPF, o que incluso se ven exentas de declarar en casos de ingresos especialmente bajos, existe otro impuesto del que no hay manera de escapar: la inflación. Esa inflación que erosiona su ya mermada capacidad de compra, y a la que generalmente los salarios sólo igualan en porcentaje en el mejor de los casos (salvo situaciones excepcionales de dañinos rebrotes de inflación salarial y de sobrecalentamiento del mercado laboral que ya ni se les ve ni se les recuerda).

Y como decíamos antes, la brújula del IPC, a pesar de su evidente desviación de algunos grados, nos es esencial para poder marcar el rumbo económico a seguir. El tema de hoy guarda relación con ello, pero es otro muy distinto, y saca a relucir otro aspecto muy significativo por el que esa inflación «solidaria», que se aplica por igual a todos los consumidores, es en el fondo profundamente injusta y asimétrica, puesto que resulta obvio que homogeneizar y meter a todos los estratos sociales en una misma cesta de compra IPC es totalmente artificial. Efectivamente, no compra los mismos bienes y servicios un multimillonario que un obrero de la cadena, por lo que la inflación que soporta cada uno erosionando su capacidad de compra no tienen nada que ver entre ellas, ni tienen que ver mucho tampoco con el IPC nacional de los telediarios.

En sociedades donde la clase media sea predominante y aporte ese esencial grado de sostenibilidad socioeconómica que siempre afirmamos que aporta en los plazos más largos, las distorsiones se minimizan y pueden llegar ser «tolerables», a pesar de sus asimetrías. Pero la pregunta oportuna es ni más ni menos, ¿Y qué ocurre cuando esto no es así? ¿Qué pasa cuando una parte relevante de la población tiene una capacidad de compra (y una cesta de IPC) radicalmente diferente a la oficial? ¿Cómo pueden ser estos ciudadanos tan de primera como cualquier otro ser conscientes de qué poder adquisitivo pierden cada año con la inflación? Pues la única respuesta para esta necesidad macroeconómica y econométrica es la de que esas clases menos favorecidas tengan su propio índice IPC, que pondere y mida la evolución de precios de su modesta cesta media de compra.

Y ahora ya llega la necesidad del indicador de la inflación «de los pobres»

La Inflacion Es El Impuesto A Los Pobres Y En Eeuu Su Pobreza Es Tan Cara Que Ya Tienen Su Propio Ipc 2

Muy significativamente, este paso de confeccionar un IPC para menos pudientes ha sido una iniciativa proveniente del propio sector económico ese Estados Unidos que es la primera economía del planeta (que no la primera socioeconomía), y que al mismo tiempo presenta unas lacerantes tasas de exclusión social muchas veces alarmantes. Éstas son especialmente graves desde la pasada Gran Recesión, si bien siempre han sido lamentablemente un clásico de la socioeconomía estadounidense en comparación con otros modelos más «de mediana» (y no de artificiales «medias» aritméticas) como los europeos. Así que, como informaba la trasgresora publicación estadounidense Quartz, ante la necesidad macroeconómica, en EEUU se han visto forzados a sacar este nuevo IPC «para pobres», que sólo es una sonrrojante muestra más de que hay algo que no funciona en la cuna del capitalismo (que un día fue) popular, y cuya refundación no se puede dilatar más.

Según las estadísticas de la encuesta del gasto del consumidor de la Oficina Federal de Estadísticas Laborales, la inflación de una cesta media IPC en EEUU es casi 0.37 puntos básicos más alta para el 20% más humilde en la escala socioeconómica, lo cual para una baja inflación en el entorno del objetivo oficial del 2% son palabras porcentualmente (muy) mayores. Como también apuntaba Quartz en la noticia enlazada antes, además, esa espiral inflacionaria sólo genera todavía más desigualdad, pues a mismos ingresos y misma falta de derechos a ayudas estatales, hay nuevas franjas de población de clase media que van cayendo en la pobreza efectiva, al traspasar el umbral de lo que verderamente debería medirse: el umbral de pobreza en términos de capacidad adquisitiva de su salario para su propia cesta de compra media, una cesta cada vez más mermada comparativamente con lo «oficial» por ese diferencial de inflaciones.

Así que, con inflación o con deflación, con presupuestos familiares o empresariales, con impuestos públicos u ocultos, sea con lo que sea, lamentablemente se demuestra que incluso macroeconómicamente el American Dream (y el Spanish Dream) son cada vez más una ficticia ensoñación y menos un sueño alcanzable, especialmente para esas clases que ya empiezan a estar casi tan al margen del sistema que requieren de la confección de sus propios indicadores económicos. Algunos diran que así se puede legislar mejor en su favor, pues el nuevo indicador nos ayuda a conocer fehacientemente su (des)progreso económico, pero la pregunta que yo me planteo a continuación procede habiendo llegado hasta aquí como hemos llegado: con salarios menguantes o estancados para la clase media, con lobbies que sólo retuercen la legislación y las voluntades políticas en favor de los intereses de las grandes corporaciones, etc. etc. etc.

¿Alguien va a hacer algo con esa nueva inflación para pobres? ¿A alguien realmente le importa qué va a ser de esas clases humildes a las que lo único igualitario que les queda es su voto? Y luego se rasgarán las vestiduras porque ese voto (y también en buena parte el de la clase media venida a menos) sea anti-sistema, del cual la creciente polarización política es sólo una muestra más. El caso es que puede que lo sea, pero en todo caso es tan anti-sistema como el haber degenerado ese capitalismo (otrora popular) hasta este punto de desequilibrante asimetría.

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Para poder reconducir constructivamente este sentimiento anti-sistema de los menos pudientes, es ineludible abordar igualmente el sentimiento anti-sistema (o más bien «auto-sistema») de los más pudientes, porque aquí son todos los agentes socioeconómicos los que pueden llegar a comportarse extractivamente (sí, tanto las élites, como también la masa como conjunto). Finalmente, ambos estratos sociales están de nuevo en condiciones de igualdad en algo: es lo que tiene que vivamos en un sistema a lo que (por ahora) todavía le queda una buena dosis de democracia. No digo más, que lejos de corregirse, algunos estarán cogiendo (anti)ideas. No, si ya les digo siempre que la sostenibilidad del sistema en su conjunto se sustenta sobre una clase media acomodada e ilustrada… Y de paso se simplifica y se hace más realista la propia econometría.

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