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Los bancos no son culpables

Parece que está de moda criticar la actividad bancaria y no reconocer sus profundos y necesarios pilares en nuestra economía de mercado. Según la sentencia del 16 de octubre del Tribunal Supremo sobre quién debe de soportar el pago de los actos jurídicos documentados en la constitución de una hipoteca para que tenga acceso a la inscripción preceptiva para su total efectividad, deben de ser los bancos, hasta que la Sala tercera en pleno se pronuncie con urgencia. «Los bancos deben de pagar y no el cliente». Parece que en esta expresión se tratara de resaltar como si se hubieran lucrado de estas cantidades a lo largo de los años los propios bancos, cuando realmente el impuesto de actos jurídicos documentados es el que impone el Estado para ese tipo de producto para poder inscribirse en el Registro de la Propiedad y completar los requisitos que exige todo préstamo hipotecario o cualquier otro acto que esté sometido al impuesto, diferente al de transmisiones patrimoniales, cuando de compra venta se trata. Este impuesto lo cobra el Estado y lo paga el contribuyente, sea persona física, sea sociedad, banco o caja. Las comunidades autónomas tienen en este impuesto un gran negocio, pues nadie se explica como en unas se paga el 0,5% y en otras (Andalucía) el 1,5%. Posiblemente con todo el revuelo que se forma en torno a los bancos en cuanto algo les puede perjudicar, da la impresión de que es un pago que debe hacer la banca, pero mas que todo eso el que recibe el ingreso es el Estado, y es el Estado el que encarece el producto y no el banco, como a veces se trata de aparentar. El banco concede el préstamo y cuantos más gastos soporte la entidad, mayor serán las repercusiones en el prestatario, y al final un impuesto del Estado repercutirá en el encarecimiento del préstamo, pues ese impuesto de una forma u otra lo soportará el prestatario con unos tipos mas altos de interés o con otros conceptos de comisiones por asesoramientos o estudios, pero al final repercutirá en el deudor y no es que el banco se pueda lucrar con repercutir o soportar el impuesto, el único que se lucra de este impuesto es el Estado y través de sus diferentes comunidades. En el entorno oficial, los poderes públicos deben garantizar la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y la estabilidad de los intereses jurídicamente tutelables. No está de mas recordar que la primera Jurisprudencia Constitucional, allá por el año 1981 proclamó que el derecho debe ordenar relaciones de convivencia humana y debe responder a la realidad social, como instrumento de progreso y de perfeccionamiento, pero no hay progreso sin certeza. Cuando el derecho se convierte en imprevisible, hay daño para todos, entidades de crédito, pero también clientela, empresas, consumidores, administraciones públicas pero también ciudadanos. Normalmente, esta garantía de certeza se suele reclamar a los poderes que tienen capacidad de producción normativa –las Cortes y el Gobierno– pero el reciente fallo del Supremo desplaza la atención hacia la aplicación jurisdiccional del derecho y sus límites. Sobre todo, como es el caso, cuando el Supremo había mantenido una línea jurisprudencial uniforme y estable a lo largo de décadas. De pronto, aquella línea jurisprudencial se quiebra, y termina expulsándose una norma del ordenamiento. Creo que entre el inmovilismo y los cambios radicales hay fórmulas ponderadas que permitirán avanzar, con poco ruido pero con mucho bien. Sin embargo tras la lectura de la sentencia del Supremo, podemos decir que asistimos a un «giro copernicano» de consecuencias impredecibles. Obviamente, la decisión adoptada por el Supremo tiene toda la legitimidad que deriva del ejercicio de un poder del Estado, y no es mayor por el voto concurrente del presidente de la Sala, ni menor por el voto particular del magistrado que disiente del parecer de la mayoría. Son por tanto los efectos en cadena que el fallo va seguramente a producir a partir de ahora, en múltiples direcciones, sobre todo los ámbitos públicos y privados, hacia el futuro, pero también hacia el pasado, los que deben mover la reflexión serena sobre el papel que cada institución tiene asignada en el contexto social y cómo debe cumplirlo. En los últimos años hemos asistido, como consecuencia de una crisis devastadora de la riqueza, pero también de los valores hasta entonces compartidos en el imaginario colectivo, a una profunda modificación de las relaciones sociales y especialmente las relaciones de mercado. La crisis financiera nos ha legado una lección para el presente: el comportamiento irresponsable de los particulares en el mercado puede socavar los cimientos del sistema financiero. Las instituciones financieras, cuyo papel no se pondera adecuadamente en los análisis superficiales y aun demagógicos, han tenido que asumir un papel de difícil interpretación a lo largo de los años. La banca ha estado en el ojo del huracán de la controversia y el litigio, y ha tenido que dar respuesta y adaptarse a una realidad nueva, de mayor sensibilidad en la contratación, de reducción de márgenes, de competencia descarnada y de requerimientos exigentes en supervisión. Sin embargo, sería injusto aplicar el sesgo antibancario en la interpretación de la sentencia del Supremo. Porque, en efecto, la banca ha venido cumpliendo estrictamente la norma que ahora ha sido anulada, asegurando además una correcta liquidación del impuesto por cuenta hasta hoy sujeto pasivo y contribuyendo a maximizar la función recaudatoria de la hacienda pública. Tan pronto se ha conocido el fallo del Alto Tribunal, las organizaciones representativas de las entidades de crédito se han apresurado a manifestar su respeto con la decisión jurisdiccional y la voluntad de seguir cumpliendo con el ordenamiento jurídico, ahora alterado en este punto. Es tranquilizador, para todos, que las instituciones financieras renueven su compromiso con la legalidad, porque sólo en el marco de la ley es realizable la convivencia de la que está tan necesitada España. No entro a valorar las muchas opiniones que han dado al sistema financiero por muerto y las pérdidas masivas de sus cuentas de resultados, todo ello sin saber aún que puede depararnos el futuro y que se puede hacer mejor de lo que se ha hecho hasta ahora. El presidente de la Sala Tercera del Supremo, ante la enorme repercusión financiera, económica y social que puede suponer esta sentencia, ha convocado al pleno para ver si el giro jurisprudencial dado con esta sentencia y ante otros recursos pendiente de resolver, debe de ser o no confirmado. Ante esta situación de inseguridad, sólo quiero invitar a la reflexión para no observar los fallos de la banca, que también los tiene, sino mas bien con racionalidad observar la actuación de la misma a lo largo de mas de diez años de crisis y entender que su papel en la economía fue y es decisivo y firme, y de no ser así, posiblemente ni el que escribe podría mantener el tipo aun defendiendo e interpretando el derecho todos los días. La culpa no es de los bancos, la culpa posiblemente la tengamos todos en la proporción que nos corresponda y no pensemos que echándoles a ellos la culpa nos vamos a liberar de nuestra responsabilidad financiera y social. El pleno de la Sala tercera dará una solución, pero sea la que sea nunca olvidemos que el sujeto pasivo del pago del impuesto, según estaba establecido, es el prestatario, y el banco tan sólo tramita la inscripción con los requisitos legales que exige el Estado.