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Pedro Sánchez y el trilema de la voluntad política

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En la década de 1960, los economistas Robert Mundell y Marcus Fleming desarrollaron una hipótesis que rápidamente se convertiría en piedra angular de la macroeconomía abierta: una economía no puede mantener simultáneamente tipos de cambio fijos, libre movilidad de capitales y una política monetaria autónoma. Esta “trinidad imposible” señalaba que era inviable alcanzar al mismo tiempo los tres objetivos, y uno debía descartarse.

Años después, Dani Rodrik, el conocido economista de Harvard, volvía a utilizar esta metáfora para referirse al “trilema de la globalización”. No se puede optar al mismo tiempo por la globalización económica, la soberanía nacional y la democracia política, de forma que la búsqueda simultánea de las tres alternativas conlleva necesariamente el debilitamiento de alguna de ellas.

Según Rodrik, conservar niveles elevados de soberanía nacional y democracia interna exige una integración selectiva y parcial en la globalización. A la inversa, un país plenamente integrado en la globalización económica tendrá que sacrificar elementos cruciales de su soberanía o, peor aún, de su democracia.

Algunos autores han querido entender a partir de este trilema la crisis que atraviesa la socialdemocracia desde hace varias décadas. Parte de razón no les falta: las fuerzas desatadas por la mundialización del capital y la libre movilidad financiera han dificultado el avance, e incluso la continuidad, de políticas de corte socialdemócrata.

Sin embargo, comprender la crisis que atraviesa hoy la socialdemocracia exige pensar, al menos, en otro trilema adicional: el trilema de la voluntad política. Este trilema quizá podría formularse –en términos de Economía Política Internacional– del siguiente modo: en los países periféricos de la zona euro no parece viable satisfacer al mismo tiempo las exigencias de la ciudadanía, las exigencias de las élites nacionales y las exigencias financieras internacionales (cristalizadas en las normas de Bruselas). Hay que elegir y descartar, al menos, uno de estos tres vértices (o, en este trilema, incluso dos).

En países con débiles regímenes fiscales, como los países periféricos de la eurozona, una expansión fiscal que permita reconstruir los derechos que las políticas de austeridad se han llevado por delante, y ampliar otros nuevos, ha de financiarse con cierto déficit público –anatema para Bruselas–, o con cargo a una reforma tributaria, que necesariamente debe descansar sobre las élites del país, dado que en estas latitudes las clases medias y populares ya soportan buena parte de la carga tributaria.

Chocar contra unos o chocar contra otros. O chocar contra todos. Habrá quien plantee –con razón– la necesidad de que una nueva política fiscal, que ponga punto y final a la austeridad y permita reconstruir y ampliar el Estado de Bienestar, ha de desarrollarse sobre dos pilares: la reforma tributaria y, simultáneamente, la exigencia de flexibilización de las normas fiscales europeas, con un tratamiento del déficit público más acomodaticio y funcional al resto de objetivos macroeconómicos. Esa ha sido siempre la propuesta de Unidos Podemos.

Cabe pensar, no obstante, que los diversos gobiernos del sur de Europa tendrán enormes incentivos –ante la imposibilidad de situarse en los tres vértices del triángulo de forma simultánea– para quedarse al menos con dos de ellos, y no sólo con uno. España e Italia son dos casos interesantes en este sentido. Veámoslo.

El Gobierno de Pedro Sánchez ha alcanzado un acuerdo con Unidos Podemos por el cual se compromete a revertir los recortes que fueron aplicados por el Partido Popular en educación, sanidad y dependencia. El marco del acuerdo fija además una hoja de ruta crucial para la recuperación de los derechos perdidos y la extensión de otros nuevos, impulsando un vector que profundiza la democracia en nuestro país.

Cumplir (plenamente) este acuerdo exigirá que el Gobierno de Sánchez confronte, o bien con la tecnocracia de Bruselas, o bien con las élites económicas y empresariales españolas. O se financia imponiendo una flexibilización del objetivo de déficit, o se financia con cargo a una reforma tributaria. O, en tercer caso, se defraudan las expectativas de la ciudadanía y el acuerdo se queda en fuegos de artificio.

El Gobierno de Sánchez ya ha dejado clara su voluntad de “cumplir con las exigencias” de la Comisión Europea. Lo que significa asumir como propia una necesidad económica que no es tal: la drástica reducción del déficit público. Esta reducción debería ser más paulatina, menos agresiva y condicionada a que se resuelvan previamente otros problemas (como el desempleo, la desigualdad o la pobreza salarial). Sin embargo el Gobierno de Sánchez ha querido mandar aquí un claro mensaje a los mercados financieros internacionales: la reconstrucción del Estado de Bienestar en España ha de hacerse sin incrementar el déficit público.

La relación del socialismo español con Bruselas –a diferencia de otros países– ha sido siempre una relación “amarrada”, en donde la subordinación acrítica ha pasado por encima de cualquier reflexión independiente. Y la relación de este nuevo Gobierno con la Comisión Europea no escapa a dicho marco.

El Gobierno socialista asume así (acríticamente) el perímetro neoliberal del Pacto de Estabilidad, embarcándose en la lucha contra el déficit aun cuando terminaremos 2018 con esta variable por debajo del 3%. Deja con ello vía libre a que sea la derecha populista italiana quien haga suyo el discurso “contra la austeridad” en Europa.

Una vez descartada la voluntad de la socialdemocracia española de repensar su aproximación intelectual (y política) al Pacto de Estabilidad de la UE, sólo cabe presionar para que su compromiso con la consolidación fiscal y el “déficit cero” venga acompañado de una propuesta de reforma tributaria. Si el Gobierno de Sánchez pretende reducir rápidamente el déficit público en los próximos dos años, el margen que queda es el de acometer una “expansión fiscal equilibrada”: las nuevas partidas de gasto e inversión deben de financiarse con nuevos ingresos de carácter estructural.

Una “expansión fiscal equilibrada” permitiría el cumplimiento de los acuerdos alcanzados con Unidos Podemos –restaurando los servicios públicos, restableciendo los derechos perdidos y expandiendo otros nuevos–.

Pero el acuerdo fiscal alcanzado con Unidos Podemos, y que debe materializarse en las próximas semanas, parte de un presupuesto fundamental: las clases medias y trabajadoras son las que sustentan ya el grueso de la recaudación en nuestro sistema tributario. La vía principal para financiar la reconstrucción de nuestro Estado de Bienestar debe pasar por la eliminación progresiva de los privilegios de los que disfrutan mayoritariamente las clases altas y las grandes empresas. Y a nadie se le escapa que esta reforma entrañará, de ser auténtica, un cierto grado de conflicto con las élites económicas y empresariales del país.

Este es el trilema de la voluntad política al que no puede sustraerse el Gobierno español, si realmente quiere recuperar el terreno perdido, legislar para la mayoría social y reconstruir un nuevo espacio de progreso de la mano de sus nuevos socios parlamentarios.

La situación de nuestros ingresos tributarios evidencia que es viable, posible y necesario avanzar en una reforma fiscal que empiece a desmontar algunos de estos privilegios. Valga como ejemplo la realidad actual del Impuesto de Sociedades.

Dicho impuesto recauda hoy la mitad que en 2007, a pesar de que los beneficios empresariales y el PIB ya han superado el nivel que tenían antes de la crisis. A lo largo de la última década, el tipo efectivo ha caído en diez puntos, siendo apenas el 6% para las grandes empresas. Estas empresas se benefician de una compensación (perenne y que no prescribe) por sus pérdidas de ejercicios pasados, ciertamente abusiva. Asimismo, la ampliación de las exenciones por doble imposición de dividendos –más generosa en España que en otros países– ha hundido la recaudación: dicha exención, que en 2006 era de 16.000 millones de euros, alcanzó los 105.000 millones en 2016. El 85% de dicha exención beneficia además a los grupos empresariales, no a las PYMES.

Fijar un mínimo no deducible del 15% en el Impuesto de Sociedades, y revisar parte de las exenciones anteriormente señaladas –de forma que, por ejemplo, sólo se exima al 95% de las rentas obtenidas en el extranjero, como en Alemania o Francia–, conllevaría una recaudación suficiente para garantizar la indexación de las pensiones con la inflación, y una primera fase de universalización de la educación de 0 a 3 años. El tratamiento fiscal que tendrían en nuestro país las empresas y dividendos tras dicha reforma sería similar al de otros países de la Eurozona.

La “variante italiana” se desarrolla por una senda distinta a la española: la implementación de la Renta de Ciudadanía impulsada por el Movimiento Cinco Estrellas, desde el gobierno de coalición con la Liga Norte, puede conllevar aumentos del déficit público que ya han sido duramente criticados por Bruselas. Al mismo tiempo, el Gobierno incorpora las presiones conservadoras y de la patronal para legislar un “flat tax” para empresas y familias, que reducirá la recaudación y ampliará el déficit. La acción de gobierno no choca en este caso con las élites italianas, sino que se apoya en ellas. Además, intenta recoger algunas demandas populares, como el Decreto Dignità o la mencionada Renta de Ciudadanía.

Pero el choque con Bruselas –y hasta cierto punto con los mercados financieros internacionales– puede ser inevitable: un presupuesto que contemple un déficit público superior al 2% del PIB, que incluso permitiría seguir reduciendo la ratio de deuda sobre el PIB, sería visto por la Comisión Europea como una violación grave de las normas comunitarias.

Gobernar es elegir, decidir si –en el marco del trilema de la voluntad al que nos hemos referido– se atenderán las exigencias de las élites del país, las de la tecnocracia de Bruselas o las de la mayoría social. El gobierno italiano ha elegido chocar con Bruselas. La debilidad del gobierno español quizá le empuje a tener cierto grado de conflicto con las élites conservadoras nacionales, si quiere garantizarse el apoyo de Unidos Podemos y no defraudar las expectativas abiertas en la ciudadanía.

Rara vez se consolidaron en el pasado avances democráticos y victorias progresistas haciendo compatibles todos los intereses de forma simétrica y simultánea. La balanza siempre tiende a inclinarse a un lado o a otro –el péndulo del capitalismo, del que habla Paul De Grauwe, oscila entre el libre mercado y la regulación pública–. El reto que tenemos hoy en España, y en la Europa periférica, es ser capaces de decantar dicho péndulo del lado del progreso social.

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Nacho Álvarez es secretario de Economía de Podemos y profesor de la UAM.

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