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Algo está volando sobre los nidos de los cucos (¡Ay de mi España!)

Por Laureano Benítez Grande-Caballero.- Después de un año aherrojado en la provincia de Madrid, soportando con indignación la basura totalitaria de los orwellianos, de los torturadores absolutamente sádicos y de los masocas corderillos, salí por fin a los campos de España, a las cárdenas roquedas, a los inhóspitos pedregales, a los campos donde se cimbrean las espigas, a los pueblos profundos con nombres de raigambre medieval, al espectáculo de las nubes volanderas: como el sol cuando amanece, era libre.

¡Ayayay de mi España! Tuve que nacer ―patria, matria, fratria― en tus entrañas, amamantado a tus pechos, umbilicalmente unido a las esferas celestiales, a los insondables imperios conquistados con arrojo y valentía, a la historia de un pueblo que en los surcos del mundo ha dejado la semilla de su indomable carácter, el brillo de su espada, el gregoriano de sus espadañas, el resonar de sus tambores y de los cascos de sus alazanes… Tierra de caudillos, que dirigieron ejércitos hacia pasmosas victorias; tierra de santos egregios, arrebatados al cielo en sus carros de fuego; tierra de patriotas que se echaron al monte con pelayos y empecinados, con malasañas y requetés… tierra de mis amores, España: si mil veces naciera, mil veces pediría ser hijo de tu grandeza, de tu fe, sumergirme pleno en el océano rojigualda y aguileño de tu corazón.

Y los campos, las vastedades de pinos, las curvas de ballesta de ríos rumorosos, las ermitas innumerables agarradas a los riscos, la alfombra verde de los trigales, el abrazo rugoso de los olivos, las casitas blancas y sus huertas aledañas, las barrancas sembradas de malezas, los picachos sobrevolados por buitres, la escolta de los almendros punteando campos y arroyos…

¡Ay de mi España! Te he recorrido en viajes innumerables, te conozco como las venas de mi corazón, pero en este viaje he sentido que ya no te reconoce ni el hijo que te nació, porque algo está volando sobre los nidos de los cucos.

Sí, España mía: te recuerdo con vuelos de perdices, con fugas de liebres espantadas, incluso con jabalíes saltando en la espesura, y, de manera especial, recuerdo tus cielos surcados de cigüeñas, esos nidos perdurables que establecen ad aeternum en lo alto de tus campanarios, de áticos abandonados, incluso de tendidos eléctricos.

Cigüeñas, espadañas, de España ―el imperio de la ñ―, torres que os erguís hacia los cielos como cipreses de Silos, con vuestras poderosas lanzas, atalayas desde donde patriotas, guerreros, santos y espíritus celestiales han protagonizado tu historia, patria mía…

Matacanes desde donde te has defendido de tus enemigos, saeteras donde se forjaron tu yugo y tus flechas, troneras habitáculo de golondrinas, y de esas cigüeñas que llevan en sus picos palabras de amor, palabras.

Mas todo ha cambiado, porque como por arte de magia negra han surgido unas extrañas torres donde no anidan pájaros, sino unas malignas entidades que desde esas alturas vigilan, controlan, otean los horizontes, y disparan sus perversas frecuencias electromagnéticas en forma de flechas, como si fueran dragones escupiendo fuegos infernales, sapos hediondos escupiendo su ponzoña venenosa, brujas verrugosas y maléficas salpicando nuestros rostros con su saliva nauseabunda.

¡No, que no quiero verlas! Son verdaderas torres de asalto con las que se están asediando nuestros pueblos y ciudades, mecanos siniestros mediante los cuales se construye el Nuevo Orden Mundial, al que no le es suficiente con la ponzoña de las estelas químicas con las que nos rocín sus malignos aviones, con el totalitarismo de sus drones policiacos, con el horror génico de su vakunas, sino que ahora nos están cingogeseando desde esas luciferinas torres metálicas, donde anidan ―digámoslo ya sin remilgos― los demonios de esa élite absolutamente perversa, emboscados, acechantes, como centinelas del Averno dispuestos a saltar hacia nuestro yugulares y nuestros cerebros, ansiosos por conducir hacia allí a esos implacables «morgellons», a esos horrendos nanorobots que ―inoculados con las vakunas― nos robarán el alma lobotomizando el cerebro. Porque, amigos, las radiaciones electromagnéticas pueden guiarlos en el interior del cuerpo humano.

Y de aquí se siguen dos preguntas: ¿Es casual que el 5G se esté instalando justo al mismo tiempo que se desarrolla el grotesco espectáculo del cojonavirus? ¿Es acaso una coincidencia que, a la vez que estas satánicas torres salen casi de la nada por campos y ciudades, esté teniendo lugar la inoculación de la vakuna? En mi libro LA DICTADURA EN TIEMPOS DEL VIRUS: ACABA LA VIDA Y EMPIEZA LA SUPERVIVENCIA, expongo las pruebas científicas que vinculan al 5G con el cojonavirus, sin lugar a dudas.

He escrito a Ministerios, a ayuntamientos, a la-madre-que-los-parió, para exigir que, de acuerdo con la legislación vigente, se haga público el preceptivo estudio de impacto ambiental que debe hacerse antes de desarrollar instalaciones de radiofrecuencia, pero o se burlan dándote enlaces a alambicadas páginas web, o dan la callada por respuesta, en un absoluto desprecio a la ley. Ni siquiera han hecho caso al Defensor del Pueblo, que les ha interrogado sobre por qué no se ha creado la preceptiva comisión interministerial antes de sembrar nuestra España de esas peligrosísimas antenas.

Hay plataformas, comités, coordinadoras a nivel mundial que, aportando una gran cantidad de documentos científicos que prueban la enorme peligrosidad del 5G, exigen moratorias, paralizaciones, detenciones de esta perversa conspiración electromagnética, pero ellos siguen adelante, violando los campos con sus obeliscos del Averno, y así he sentido la gran ira de ver a los campos de mi España mancillados por esas torres en las que se ha producido una trágica metamorfosis del más puro estilo kafkiano: de la cigüeña a demonios emboscados, que acechan desde sus alturas, como un ejército listo para el combate, que se arrojan sobre los corderillos en flor mientras éstos ―siempre estultos― se regocijan al ver que el 5G les permite ganar un nanosegundo en las descargas de sus basuras; de las espadañas y las pétreas torres, a estos engendros que parecen fabricados con élitros de insectos asquerosos, con brazos de Gorgonas, y donde, allá en lo alto acechan nidos donde un conspiranoico diría que se cobijan annunakis como panes.

¡Ay de mi España! ¡Ayayay! Enmascarillada a tope, vakunada que te vakunan, y ahora cincogeseada hasta la médula, hasta los más profundos pueblos, mientras hay ciudades y países donde o se ha detenido el 5G, o donde directamente no se ha instalado por sus peligros. España, la España siempre diferente, donde el virus es más letal, donde la vakuna realmente funciona ―mientras mata que te mata en el resto del mundo―, donde el 5G no afecta para nada, y es un adelanto que es una barbaridad…

¡Ay de mi España!: períclitas razas paupérrimas, sangre de Hispania infecunda, espíritus subalternos, oscurecidas almas… ¿Quién te salvará?

Dentro de poco no será ninguna exageración afirmar que un mono podrá viajar desde los Pirineos hasta Gibraltar saltando de torre 5G en torre 5G, sin tocar el suelo… la pena es que a las pocas cabriolas quedará frito, seco, cocido, asado y tostado… Cosas de vivir en un enorme microondas.

Pues por esos campos viajaba, escuchando música de danzas renacentistas ―pavanas, altarellos, tedeschos, gagliardas…―, disparando esa música a los endriagos de esas torres avernícolas… ¡No, que no quiero verlas!

Pero al caer la noche vino lo más tremendo, lo más dantesco, lo más apocalíptico: allí, en los campos, en la oscuridad, empezaron a centellear unas extrañas luces que parpadeaban rítmicamente, como si fueran los fogonazos de una discoteca, o los destellos explosivos de un espectáculo de fuegos artificiales… Sí, eran las luces que desprendían esas torres, para marcar su posición, para señalar su presencia, y advertir a aviones, a drones… ¿a cigüeñas?

No es de extrañar, porque esta gentuza está de fiesta, y esas luminarias eran un modo de celebrar su jolgorio, su regocijo al ver que sus planes se están cumpliendo cabal-mente, mientras los esclavos descargan sus patéticos jueguecillos de sus móviles, y corren a vakunarse. Aunque, a decir, verdad, también me recordaron a dispositivos que estaban señalando pistas de aterrizaje ―un conspiranoico diría que a los annunakis, ¿verdad?… yo no creo en eso, porque yo llamo simplemente «demonios» a este «algo» que, como verdaderos cucos, ha puesto sus huevos en los antaño nidos de cigüeñas―.

¡No, que no quiero verlos!

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