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Amar a la patria

Antonio Ríos Rojas.- Una de las metas que el nuevo orden mundial fraguó tras 1945 fue el que toda declaración de amor a la patria, a la nación propia, llegara a ser vista como algo retrógrado, más aún, como una atrofia despreciable del hombre. Sólo a los gestores principales de ese orden -los EEUU- les sería permitida la licencia de declarar amor patrio. Para tal fin, el mundo liberal se hermanó con un marxismo de tintes neofreudianos, redirigido desde Europa occidental y representado a gran escala por la Escuela de Frankfurt. Se intentó que esa declaración de amor se trocara en amor a los “seres humanos”, al “futuro”, e incluso a un Dios más difuso, ecuménico, especialmente budista; pero nunca podría dirigirse ese amor a la patria, pues esta portaba el lastre de un pasado, sobre el que el nuevo orden mundial blandía su guadaña. Sólo en España parece haber triunfado ese objetivo. Todo aquel que declare amar a España se convierte en un ser despreciable, ignorante y objeto –más que sujeto- de todo tipo de sospechas. Los censores modernos ni siquiera aplican al ignorante amante de su patria la benevolente indulgencia con la que han viciado las escuelas y las mentes al decir que un ignorante no es culpable de su ignorancia. Los censores podrán pensar que un asesino o un golpista no son culpables, pero desde luego sí que lo es un amante de España, de su pasado y de su tradición. El que declara amor a su patria es un ser ante el que los seres superiores y modernos dispensan, cuando no el insulto directo, la sonrisa despreciativa o el guiño chulesco de una legión de rufianes.

Socialistas y podemitas, dicen querer gobernar con un amor fraterno y solidario en el que la patria es “la gente”, el “presente” y cómo no, el “futuro”, independientemente de que “la gente” esté atontada y manipulada, independientemente de que el presente y el futuro puedan ser más terribles que el pasado.

La fraternidad, en su forma sanchesca y podemita, prescinde de lo que antaño le daba sentido, la paternidad –tomo la idea de Juan Manuel de Prada-, que es lo que ancla fértilmente en el pasado, y lo que hermana los tiempos y la vida. De ahí el odio al Dios cristiano, que se ha presentado como Padre y fundamento de esa fraternidad. No obstante, el verdadero parricidio se comente al asesinar a la patria misma como fundamento de esa fraternidad. Sencillamente no quieren, desprecian toda instancia superior a la de las voluntades de los hermanos. Así, estamos hoy rodeados por una legión infinita de hermanos sin padre, diseñados bajo la ingeniería multicultural, liberal, y socialdemócrata; hermandad que recarga sus baterías diariamente a través de la televisión, de Internet, y de ese veneno llamado “debate” o aún peor, “espíritu de diálogo”.

Es una fraternidad de jóvenes –en edad o en espíritu- sin padre, sin más autoridad que la del capricho, jóvenes que gustan caminar al compás de los versos de Machado “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Es curioso que adoptando ese lema no tengan la más mínima simpatía por aquellos conquistadores españoles que hacían verdadero camino al andar por las tierras vírgenes y hostiles de las selvas. No reconocer la existencia de caminos por los que andamos es el origen del parricidio, pues casi todos nosotros andamos por caminos ya hechos, ya recorridos por otros hermanos del pasado que curiosamente sí declaraban su amor a la patria, incluso a Dios.

Erich Fromm es uno de esos representantes que les venía como anillo al dedo al nuevo orden mundial. Criticaba el capitalismo, sí, pero a la vez criticaba y despreciaba todo sentimiento patriótico. Esto venía que ni pintado a los gestores del nuevo orden democrático capitalista, pues ellos son expertos en pintarse, en camuflarse. En “El arte de amar” dedica Fromm apartados a todos los tipos de amor, al amor fraterno, materno, erótico, al amor a Dios, pero no incluye el amor a la patria. Parece que es una vergüenza que un hombre ame a su patria. En otra obra suya, “El miedo a la libertad” nos da unos argumentos según los cuales el hombre que ama a su patria viene a ser un pobre hombre. El centro de su argumento es este: el ser humano que se refugia en una instancia como la patria es aquel que huye de su pobreza interior, de su falta de libertad para actuar por él mismo, necesitando siempre de los otros, rebajándose ante un ser más fuerte, y siendo la patria es ese ser más fuerte. El amante de la patria –sigue el argumento de Fromm- prefiere la seguridad a la libertad, mientras que el apátrida se sitúa en la “ventajosa” y “bellísima” posición contraria. El hombre que ama a su patria es irremisiblemente un pobre hombre. En cambio, aquel que está por encima de ella, el ciudadano del mundo, es el hombre con mayúsculas. Ni que decir tiene que entendemos en su contexto histórico estas ideas de Fromm, como de otros pensadores afines a él. Pero esto no nos ciega a la hora de dictaminar que este pensamiento de Fromm, tan acorde con los versos de Machado, esconde la clave de la pudrición del hombre actual. Un mundo apátrida que camina creyendo que no pisa caminos hechos, sino que ellos, en absoluta libertad de la voluntad -¡cuánto tendría que objetar Schopenhauer a Fromm!- hacen camino, construyen futuro.

La vacuna contra la patria que, desde hace decenios, se inyecta al ser humano moderno nada más nacer, hace que nos sintamos libres, casi dioses. Tenía razón Gracián: al comienzo de la vida está el engaño, y al final el desengaño. Lo mismo pasa con esta vacuna. ¡Qué efectos tan prodigiosos como nefastos tuvo! Uno tendría que mirarse al espejo y ver qué obras libres y de dioses llevamos a cabo en nuestro día a día; informarnos con ligereza de mil asuntos en lugar de pasar horas aprendiendo, vomitar opiniones sin pies ni cabeza, ajenas a todo razonamiento sólido. Desterrar la verdadera compasión, que es amor al más próximo, sustituida por una hipócrita filantropía. De habernos convertido en dioses, hemos tomado por modelo a los dioses griegos que actuaban a capricho, movidos por el más atroz aburrimiento. Y así, nos espera nuestro ocaso, el ocaso de los dioses, que a diferencia del presagiado por Wagner, será el ocaso del hombre-Dios. Cuando un hombre, sabedor de que sólo es tal, se derrumba, puede soportarlo, pues se sabe finito y limitado, pecador si es creyente; cuando un Dios (un hombre-Dios) se desmorona, acontece un ocaso, cae un mito. Los psicólogos y psiquiatras esperan como buitres la caída de estos dioses; caen por millones, día tras día, pero tan raudos como caen, se crean con igual presteza lugares donde los dioses caídos recargan sus baterías: televisión, Internet, lugares donde el hombre-Dios espanta su profunda miseria y su vacío hasta tener de nuevo las baterías de diosecillos cargadas, su “yo” al máximo nivel.

Sin duda, tanto Fromm, como la ingeniería del hombre apátrida y multicultural no soportan al hombre que ama a su patria, porque dicho hombre no se reconoce como Dios, como centro del mundo y del universo, sino que se sabe miembro de una instancia superior a él, que no tiene nada que ver con el Gobierno, con el Estado, sino con la tradición de sus mayores que anima a vivir, que otorga sentido e impulsa a la vez al futuro. El hombre que ama a la patria es aquel dispuesto a considerarse pequeño, limitado, deudor de una tradición que no habrá de aplaudir en todo, pero a la que mirará con respeto y ternura. En una palabra, el hombre que ama a su patria tiene, más que el que la odia, el camino trazado para la virtud de la humildad. Y aunque a mí me moleste el que este hombre exprese a veces dicho amor con un capote o entonando a Manolo Escobar, reconozco a ese hombre como más hombre que aquel hombrecillo-Dios, pues la soberbia no es otra cosa que un pecado y la humildad una virtud. Y no hay mayor soberbia que un individuo que, desde el trono de su egolatría, desprecia a los amantes de su patria.

La humildad que late en el fondo del que ama a su patria y a sus tradiciones, es algo que suele calar más entre los que rebasan la vida adulta. Las vacunas apátridas suelen calar entre los jóvenes. Sí, en la edad del engaño –¡Oh, maestro Gracián!-, edad que no reconoce débito alguno. El hombre humilde y sencillo amante de su nación, que se siente orgulloso de pertenecer a una historia, a un pueblo, es hoy el disidente. Ese hombre tiene en sí la virtud del orgullo, no el vicio de la soberbia, y es ese el hombre despreciado por el cultifilisteo hombre moderno.

Concluyo recogiendo el párrafo inicial. La meta trazada por el nuevo orden mundial no ha calado. Y setenta años después, muchos alemanes, casi todos los húngaros, los rusos, italianos, no pocos franceses, etc, etc, declaran su amor a su nación. Sin embargo, cuando se trata de España, una declaración de amor al país es tomada aún como evidencia de que quien tal amor declara no es sino un borrego, un pobre hombre desgraciado. El caso es que esta situación nuestra presenta a España como el suelo más fecundo de los George Soros de turno. Una vez más, España se ofrece como suelo experimental, como lo fuera ya en 1936. Esta vez, suelo experimental de los desesperados liberticidas y socialdemócratas europeos y mundiales, que ya ven en España la última posibilidad de triunfo que le queda al mundialismo multicultural: la conversión de Europa en pequeñas naciones, la “Europa de los pueblos”. Inventar naciones minúsculas, tribus si es necesario, que cercenen la soberanía de las naciones canónicas. España tuvo el honor de ser el primer bastión contra los árabes. Al ver últimamente banderas españolas desplegadas por todo el país, albergo la esperanza de que a España le quepa esta vez otro inmenso honor, el de dar la puntilla a una forma de esclavitud progre que nos ha infectado en lo más hondo de nuestras entrañas.