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Así va ganando Ucrania: «La soga se cierra sobre un Ejército de ocupación aislado de su retaguardia y agotado»

Estamos en un bonito tren gris que apenas tarda cuatro horas en recorrer los 500 kilómetros que separan Kiev de Járkov. Es la mañana del 9 de septiembre, el día después de la contraofensiva relámpago del presidente Zelenski; la ciudad está casi vacía. Estamos solos en nuestro vagón, con la comitiva de escoltas ucranianos voluntarios que nos han acompañado desde Leópolis. Y la estación de Járkov, bajo la luz polvorienta de este verano que no acaba, también está desierta. 

A primera vista, la ciudad es una de las más afectadas por la guerra. Sufrió los bombardeos de marzo, cuando los rusos creyeron que podían aterrorizarla y hacer que se arrodillara en pocos días. También sufrió los bombardeos de mayo, cuando los rusos se vieron atrapados en los suburbios del norte y se vengaron disparando contra los bloques de edificios, que todavía hoy siguen desmoronándose.

Y están los bombardeos de las últimas horas, lanzados desde la zona de repliegue, a 30 kilómetros al este, donde la contraofensiva ucraniana hizo retroceder a las tropas rusas: un edificio administrativo destruido; una guardería, con su parque infantil multicolor donde el viento mece un último columpio, y luego la instalación eléctrica cuya destrucción sumirá en la oscuridad, la próxima noche, barrios enteros y un hospital.

En las afueras de Járkov.


En las afueras de Járkov.

La ciudad, sin embargo, vive. Está vacía, pero vive. E incluso en esta periferia asolada en la que sólo nos cruzamos con una joven extraña y demacrada, vestida con una guerrera militar, que empuja un absurdo carrito en el que va un niño muy grande y que ha pasado los dos últimos meses sin salir de su sótano, hay algo —¿el silencio?, ¿la calma?, ¿la alegría de los tres soldados que, en el banco de un parque, cuentan la desbandada de los rusos, cómo abandonaron armas y pertrechos, cómo se cambiaron el uniforme castrense, presas del pánico, por ropa de civil?— que nos dice que la ciudad vuelve a respirar, que es libre y que la pesadilla va a terminar.

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El general Oleksandr Syrskyi es el comandante en jefe del Ejército ucraniano y el estratega, sobre el terreno, de esta ofensiva oriental. Nos encontramos en la carretera de Balaklia, en el aparcamiento de una de las pocas gasolineras que siguen en funcionamiento.

Al cabo de unos minutos, todo el mundo vuelve a subir a su coche en medio de un revuelo de walkie-talkies que dan la voz de alarma: imagino que han sido localizados y no están a salvo del fuego de los drones. Y nos detenemos, unos diez kilómetros más adelante, en la linde de un bosque y de un enorme campo segado.

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El general tiene rostro de joven centurión. Complexión atlética; se le marcan los músculos con un suéter de color camuflaje similar al de las tropas. Es conciso y preciso. Cuando necesita información, cuenta con una joven ordenanza, muy a lo Lee Miller en 1944, con el pelo recogido en una gorra beis de la Guardia Nacional. A veces, el general cierra los ojos y guarda silencio, como si escuchara, más allá del río y bajo los árboles, un eco en la distancia. A veces se acelera con su relato de la derrota rusa, tiene esa sonrisa deslumbrante de los vencedores y una extraña manera de abrir los ojos grises, dos rendijas en la cara, como para expresar su propio asombro. 

BHL y el general ucraniano Oleksandr Syrskyi, uno de los militares que concibió la contraofensiva en el Este, cerca de Balakliia.


BHL y el general ucraniano Oleksandr Syrskyi, uno de los militares que concibió la contraofensiva en el Este, cerca de Balakliia.

En principio, no concede entrevistas. Pero a la luz irreal del crepúsculo, de lo que nos cuenta retengo dos cosas. La asombrosa incapacidad de la soldadesca rusa, su huida sin gloria y, después de Balaklia, sin oponer resistencia. Y, por la parte ucraniana, la hábil operación, llevada a cabo con el mayor secretismo posible y con vistas a salvarles la vida no sólo a los civiles, sino también a los soldados.

Retengo dos cosas. La asombrosa incapacidad de la soldadesca rusa, su huida sin gloria. Y, por la parte ucraniana, la hábil operación

¿Acaso el ministro de Defensa, Oleksii Réznikov, a quien vimos anteayer -el miércoles, 7 de septiembre- en Kiev, no nos confió, entre un par de comentarios sobre la eficacia de los cañones franceses Caesar, que el general Syrskyi tenía al menos dos galones para dirigir esta ofensiva? En primer lugar, fue el héroe de la batalla de Kiev, su organizador y artífice. Y, en segundo lugar, siete años antes, también fue el héroe de la batalla de Debaltseve, la ciudad sitiada en el Donbás de la que consiguió extraer a sus 2.475 defensores atrapados…

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En Limán, a 20 kilómetros al este de Izium, en el corazón del parque nacional de Sviai Hory, los rusos han vuelto a tomar posiciones. Pero los ucranianos no aflojan.

Estamos allí, con ellos, entre Raihorodok y Starodubikva, en el distrito de Sloviansk, en un paisaje de sotobosque y ramas destrozadas por el que serpentea una red de trincheras y pasos en zigzag excavados en la tierra negra. Es difícil de apreciar, en tan poco tiempo, la proporción exacta de fuerzas. Pero vemos un cañón de recuperación. Morteros. Armadura ligera camuflada entre el follaje. Hombres que, apiñados, con los rostros embadurnados de negro y las chaquetas cubiertas de polvo, apostados cada 30 metros, en grupos de dos o tres soldados, con armas automáticas al hombro, vigilan detrás de una aspillera de tierra compactada.

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El túnel se interrumpe dos veces. Subimos a una colina pelada, que sobresale de la posición rusa y por lo tanto, en principio, es vulnerable. Y allí hay más hombres que, a veces al abrigo de un refugio de troncos, a veces en un contenedor cilíndrico de hierro que se mueve por la noche para enmascarar la posición y a veces, por momentos, a la intemperie, parecen estar más cerca de iniciar el asalto que de sufrirlo.

Los hechos son que la fuerza silenciosa, la iniciativa y la fe han cambiado definitivamente de bando

Estos hombres son el “border control”. Literalmente, guardias fronterizos. Centinelas. Sé que los guardias fronterizos de Ucrania son verdaderos soldados. Y escucho de buen grado a su jefe, el coronel Yuri Petriv, que me explica, en el fondo de la cueva excavada donde, sentados sobre cajas de munición, se bebe alcohol local o se comen pepinillos en el turno de guardia, que, pese a su pacífica apariencia, sus hombres conforman uno de los cuerpos de élite del Ejército. Hay otra señal que apunta en esa dirección. Los fieles de la guerra —sin amarla— son quienes se enfrentan a los perros de la guerra. Y los hechos son que la fuerza silenciosa, la iniciativa y la fe han cambiado definitivamente de bando.

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Hemos venido a buscar a Mozart a Bajmut, más al sur, pero todavía en el frente oriental. Dicho de otro modo, buscamos a Andrew Milburn y a su treintena de internacionales, a menudo veteranos de las fuerzas especiales británicas, que se han encomendado a la noble tarea de buscar a los civiles perdidos y en peligro en la zona gris. 

El encuentro se produce bajo un puente ferroviario, en un restaurante que sirve buen borsch (sopa de remolacha típica) y patatas fritas a la antigua.

Levyt junto a Gilles Hertzog (derecha) y Andrew Milburn (izquierda), el líder del grupo Mozart, encargado de la evacuación de civiles en peligro, cerca de Bakhmut.


Levyt junto a Gilles Hertzog (derecha) y Andrew Milburn (izquierda), el líder del grupo Mozart, encargado de la evacuación de civiles en peligro, cerca de Bakhmut.

Milburn relata cómo se creó la ONG. Su decisión de llamarla Mozart en contraposición al Grupo Wagner de los asesinos comandos rusos de mercenarios. El momento en el que ayudó con algunas de las evacuaciones de alto riesgo de los combatientes de Azovstal a Mariúpol. La red de corresponsales que hoy le informan de la presencia, en un pueblo u otro, de un inválido, un anciano o, simplemente, de un indigente que querría huir pero no tiene ni adónde ir ni los medios para pagar a un contrabandista que lo saque del país. Me ofrece acompañarle en su operación del día. Y aquí viene el problema.

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Mi escolta ucraniana, temiéndose un ataque enemigo inminente y juzgándome demasiado llamativo, se opone. Le escucho. Cambio de opinión. Con Marc Roussel, intento alcanzar los dos 4×4 de Mozart. Pero ya demasiado tarde. Están muy lejos. Han cortado su red telefónica. Y tras el último control ucraniano, nos encontramos solos en el corazón de Bajmut, en el silencio de la ciudad vacía, frente al paso a nivel que es el único hito que recordamos del informe de Milburn.

Al cabo de media hora, el sonido de una explosión. Otra más. Una tercera. Mis compañeros ucranianos tenían razón. Pretenden asesinar a los miembros de Mozart

Al cabo de media hora, el sonido de una explosión. Otra más. Una tercera. Mis compañeros ucranianos tenían razón. Pretenden asesinar a los miembros de Mozart. Son ellos, los voluntarios de la ONG, a quienes apuntaban tres drones asesinos. Han fallado. En Bajmut, los rusos han llegado hasta ese punto. Derrotados de forma limpia, se están vengando de voluntarios pacíficos y desarmados que han acudido al rescate de los más vulnerables, aun a riesgo de perder la vida. ¡Qué vergüenza!

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En Zaporiyia, vimos una ciudad petrificada por el chantaje de Putin, que colocó su artillería y sus tropas en el corazón de la central nuclear. Dormimos en Krivói Rog, donde una huelga en una presa, unas horas después de nuestra visita, inundó el distrito de Lyubov Adamenko y dejó sin electricidad a una parte de la ciudad. De ahí la importancia estratégica, en esta batalla por la energía que ha lanzado el terrorista de Putin, de las minas de carbón del Donbás y, hoy, de la mina de Pavlograd a la que vamos a bajar. 

La línea de frente aquí se extiende 245 metros bajo tierra. Se accede a ella por una jaula metálica que sirve de ascensor, estrecha y chirriante; se adentra a gran velocidad en las entrañas de la tierra. A continuación, las vagonetas recorren tres kilómetros hasta llegar al final de una galería poco iluminada y apuntalada con unas cimbras de acero y unas mallas de chatarra oxidada. Y luego está la zona de extracción con sus agujeros laterales, de no más de un metro de altura, por donde hay que arrastrarse a cuatro patas, o incluso tumbarse boca abajo y reptar, para ver a los mineros, en un aire saturado de polvo, atacando la veta con un martillo neumático…

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A pesar de que las normas de seguridad de DTEK, la empresa propietaria de la mina, son óptimas, uno no puede evitar pensar en el grisú. Un apagón —posibilidad siempre existente— que produzca un cortocircuito de los sistemas de ventilación, el bloqueo de las tuberías de agua que se abren en caso de incendio, la detención de la cinta transportadora que asegura la evacuación del preciado oro marrón. No se puede evitar el temor de que un impacto rompa el castillete que asegurará el ascenso de vuelta a la superficie. Entonces, los rostros negros se ensombrecen, tensos, como si fueran al frente, delante de los iconos de madera dorada que hay en la entrada de la primera galería. Y cantamos el himno ucraniano, cuatro horas después, en el camino de vuelta, antes de volver a estar al aire libre.

La batalla por el carbón en la Francia de 1945 puso fin a la epopeya de la Resistencia. Aquí, en Ucrania, los mineros son héroes épicos

La batalla por el carbón en la Francia de 1945 puso fin a la epopeya de la Resistencia. Aquí, en Ucrania, los mineros son héroes épicos, en primera línea de una guerra que se libra en tierra y bajo tierra.

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En cualquier reportaje, incluso en los más difíciles, hay momentos de alegría inesperada, pero no por ello menos intensa. En esta ocasión, ha sido al sur de Zaporiyia, en primera línea, en compañía de este magnífico “malote” al que, en mi película Pourquoi l’Ukraine (Por qué Ucrania), llamé Scarface y que nos da tres buenas noticias.

La primera: en junio nos despedimos de él en Hulípole, la cuna del anarquista Majnó, y ahora está mucho más adelante y, aunque se me prohíbe comunicar su posición, puedo decir que ha avanzado varias decenas de kilómetros. 

La segunda: que ha adelantado posiciones con bajas mínimas y nos encontramos con el mismo pueblo de curtidores, pescadores y comerciantes arruinados que están más decididos que nunca a reconquistar Mariúpol y Crimea ahora que la victoria está cambiando. 

En el cuartel general del Batallón Charles de Gaulle, al sur de Zaporiyia.


En el cuartel general del Batallón Charles de Gaulle, al sur de Zaporiyia.

Y, sobre todo, nos tenía reservada una sorpresa: recordando las largas veladas en las que Gilles Hertzog relataba a sus hombres la epopeya de la Francia Libre, consiguió que el alto mando de las Fuerzas Armadas Ucranianas autorizase que su batallón, el 197 de la Brigada A7363, pasara a llamarse Batallón Charles de Gaulle. La ceremonia va acompañada de bebidas, servidas en el tranquilo y húmedo campo de su cuartel general improvisado, sobre el capó de un 4×4.

Junto con nuestro amigo y compañero de aventura, Serge Osipenko, hizo confeccionar una gran bandera azul, blanca y roja, del tamaño exacto de la bandera ucraniana, y un grupo de hombres desplegó ambas banderas como si fueran una sola, no sin dificultades. Y juntos, ucranianos y franceses al unísono, cantamos sendos himnos nacionales. La única sombra de nuestra alegría: se nos muestra, en el camino de salida, hacia el sur, un dron que abatieron el día anterior. Es un gran pájaro blanco al que se le ven las entrañas. Y, si nos fijamos bien, descubrimos componentes electrónicos fabricados en Francia…

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Como secreto militar, me he comprometido a no revelar lo que vimos de la posición ucraniana en torno al puerto meridional de Jersón, la única capital regional que cayó en manos de Putin al comienzo de la guerra. Basta decir que desde Bereznehuvate hasta Yavkine, Bilozirka y Kiselivka, viajamos por carreteras llenas de baches en las que la suspensión de los coches parecía a punto de romperse en cada momento y que así recorrimos el arco táctico que ahora rodea la ciudad. Vimos morteros, muchos, entre la maleza. Tanques de reconocimiento BRM-1K de la época soviética y un lanzamisiles múltiple autopropulsado Uragan enterrados entre dos pueblos.

Seguimos a un Sukhoi que sobrevolaba la zona, entre los vítores de los lugareños, para atacar un depósito de municiones en las afueras de Jersón y, unos minutos después, volar a baja altura, sin que el enemigo reaccionara. 

Tolstói sostenía que en una guerra es imposible rodear por entero a un ejército. Pues bien, Tolstói se equivocó y la prueba la tenemos en Jersón

Entrevistamos a los habitantes que, unas horas después de que los rusos bombardearan el puente de Bereznehuvate, que cruza el río Inhoulets, se acercaron a trepar por los bloques de asfalto que habían explotado y, con un metro de carpintería, tomaron medidas de las grietas y de la estructura que había que reconstruir.

Escuchamos, en una trinchera del segundo nivel, al sargento Andréi Lussenko, que fue actor en el teatro de Mariúpol, donde tantos de sus compañeros murieron tras el impacto de un misil, y al soldado Sergéi Serhiyenko, que lleva “poeta” como rango en su guerrera, autor del himno de su batallón.

En definitiva, un pueblo en armas. Armas aún insuficientes en número, pero que casi alcanzan la paridad estratégica que exigía Zelenski antes del verano. Y una soga que va cerrándose sobre un Ejército de ocupación aislado de su retaguardia y agotado. Tolstói sostenía que en una guerra es imposible rodear por entero a un ejército. Pues bien, Tolstói se equivocó y la prueba la tenemos en Jersón.

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En Mykolaiv, más al oeste, en la carretera de Odessa, la situación está menos clara. Un misil disparado desde el Mar Negro impactó en una antigua fábrica que había sido asignada a artesanos y pequeñas empresas antes de la guerra. Unas horas más tarde, al amanecer, cayó otro misil en una escuela del distrito administrativo donde el inicio del curso escolar había sido, gracias a Dios, aplazado.

Y el gobernador del oblast, Vitalii Kim, que, junto con el presidente Zelenski y el alcalde de Kiev, Vitali Klitschko, es una de las personalidades más populares del país, nos explica mientras caminamos por las ruinas —casi aún humeantes— y luego por las grandes avenidas aún bajo la amenaza de los Iskander: “Nuestra geografía regional, con sus lagos y ríos, fue la enemiga de los atacantes rusos al principio de la guerra, pero ahora, por las mismas razones, nos dificulta a nosotros el contraataque”. 

Destrucción en Mykolaiv.


Destrucción en Mykolaiv.

Así están las cosas. Entre el inicio de la contienda y la situación actual hay una diferencia que lo cambia todo. Los misiles pueden caer. Las alertas pueden suceder a más alertas. Las sirenas, al mediodía, pueden sonar continuamente por los altavoces de la vía pública, vociferar que están en alerta máxima y que hay que bajar a los refugios sin demora. Pero los ciudadanos ya no tienen miedo. Ya no escuchan las sirenas ni los altavoces. Y, en la plaza Maidán, arbolada y con un encantador aspecto meridional, donde hicimos un alto en la terraza de un bar de sushi, los ancianos
siguen jugando al ajedrez como si nada, las señoras se calientan al sol las piernas hinchadas tras haber hecho demasiada cola en los puntos de suministro, los adolescentes coquetean y el “héroe de Ucrania” al que entrevistamos nos cuenta sus logros. 

Sólo los perros entran en pánico, corren entre los árboles y aúllan a la muerte.

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Fue en Odessa donde comenzó mi participación en esta nueva guerra ucraniana, hace seis meses. Pues bien, ¡es justo en Odesa donde ha encontrado su desenlace provisional! Porque, básicamente, todo está ahí. La ciudad de Babel y Pushkin era, en aquel momento, una Troya asediada. No sabía si sería Teruel o Guernica, si viviría o moriría. Y al viajero le iba a costar predecir si Putin se “atrevería” o no a convertir la más europea de las ciudades ucranianas en otra Mariúpol. 

Hoy Odessa respira. Odessa ha renacido. Al igual que en Mykolaiv, los antiguos cafés de la calle Deribasovskaia empiezan a subir de nuevo la persiana, con timidez. Y si la estatua de bronce del gobernador francés de la ciudad, el duque de Richelieu, sigue enterrada bajo una montaña de sacos de arpillera blancos llenos de arena, se han caído los muros que bloqueaban el acceso a la escalera Potemkin y al puerto.

Odessa, la ciudad de Babel y Pushkin, era una Troya asediada. No sabía si sería Teruel o Guernica, si viviría o moriría

Subimos a bordo de una de las patrulleras de la Marina de guerra ucraniana. De unos 30 metros de eslora, con un cañón de 30 mm, está en misión de vigilancia e interceptación. Se encarga de peinar el mar en busca de la más mínima señal de presencia hostil. Fue una embarcación como ésta la que, el 13 de abril, probablemente calculó las coordenadas de disparo de un misil de crucero para hundir el buque insignia ruso, el Moskvá y firmar así una de las primeras hazañas militares de Ucrania.

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Hoy casi no hay movimientos sospechosos. Los tripulantes me dicen que no hay barcos enemigos, al menos hasta la Isla de las Serpientes. Y mientras que hace seis meses que este Ejército ucraniano sufría ataques por tierra, mar y aire, hoy hay que enfrentarse a los hechos: igual que cerró el cielo en Kiev y empezó a recuperar el terreno perdido en el Donbás, parece, en Odessa, haberse convertido de nuevo en regente de los mares.

No estoy diciendo que la partida haya terminado. Y Putin, como todos los dictadores que actúan a la desesperada, puede estar jugándose el todo por el todo para evitar la debacle, la capitulación y los tribunales internacionales. Pero es la ley. Al final, cuando Goliat es débil y David es fuerte, la victoria cae del lado de David. Y siempre llega el momento en que las máquinas de la nada y la muerte se atascan. Ucrania está ganando la guerra y, con su victoria, está salvando a Europa.

Guerra Rusia -Ucrania