Inicio Actualidad Desmitificando el viaje – La Gaceta de la Iberosfera

Desmitificando el viaje – La Gaceta de la Iberosfera

Viajar está bien pero no te hace mejor persona. No es un hechizo que te cambia la vida por la fuerza esotérica secreta que esconde el kilometraje. Puedes viajar mucho y regresar más sabio, y puedes ser medio bobo, viajar mucho, y regresar siendo tonto completo. En español, viajar solo alude a la acción de trasladarse de un lugar a otro, más o menos alejado, que es lo mismo que puedes conseguir sin viajar, tan solo, no sé, tratando de perforar con una punta una bombona de butano mientras fumas un pitillo.

Hemos escuchado una y otra vez que viajar abre la mente, alabamos a alguien su experiencia y sabiduría diciéndole que es “muy viajado”, y hasta el gran Jardiel Poncela sobrevaloró el hecho de desplazarse cuando dijo que “viajar es imprescindible y la sed de viaje, un síntoma de inteligencia”; nuestro gran dramaturgo enloqueció por un instante cuando adjudicó al anhelo de viajar una suerte de propiedad mágica por la que borbotea la inteligencia. También los hippies come-setas de los 70 sentían muy fuerte en su interior la llamada del viaje, y lo cierto es que volvían aún más confundidos, si tal cosa fuera posible.

He conocido a muchos otros, incapaces de que el viaje les resulte una experiencia enriquecedora en algún aspecto encomiable.

De algún modo, viajar es como tener seis carreras, saber muchos idiomas, o leer veinte libros a la semana. Se supone que todo eso te ayuda a contener la estulticia, pero lo cierto es que, a un altísimo porcentaje de personas, el hecho de viajar solo les transforma en sus propiedades físicas: es decir, que pasan de estar aquí a estar allí. En cuanto a la sabiduría, la cultura, y la capacidad de análisis de la realidad, son impermeables, que creo que significa que no se pueden mear, pero no me hagas mucho caso.

Durante un tiempo tuve un vecino que viajaba sin descanso, puliéndose la gozosa herencia de un papá capitalista, pero haciéndose pasar por pordiosero para marcar distancias políticas con la familia. Su verdadera guerra no era contra el capital sino contra el champú. Nunca viajaba a ningún sitio al que le apetece ir a la gente normal. Su diario de a bordo es una sucesión de visitas de tiranías comunistas y tiranías islamistas, lleno de elogios a la revolución, y de exclamaciones de admiración ante cualquier manifestación cultural que no sea cristiana que, por ser la suya, era inmensamente burda a sus ojos.

Su casa parecía la cueva de un santero budista maleado por el opio. Viajaba a Cuba, a El Salvador, a China, y a cualquier lugar donde pudieran alojarle en un hotel de lujo, mostrarle a cuatro lugareños de atrezo calzándose una mariscada en un restaurante con vistas muy lejanas al hambre de las ciudades, conocer los encantos de las señoritas locales, y descubrir en primera persona las bondades de la revolución, a costa de hacer la vista gorda sobre los millones de hambrientos que se ocultan tras el decorado. Hasta aquí, bien. El problema, lo realmente cargante, es que es de esa clase de gente que, cuando regresa de un viaje, te lo cuenta. Peor: te lo cuenta en detalle, con la ponderación de su análisis, para que lo entiendas tú, que además de no ser viajado, eres completamente idiota.

Viajar no cura nada por la misma razón por la que leer tampoco lo hace: es compatible ser un perfecto gilipollas

Este tipo tenía la virtud de viajar por el mundo sin ver nada más que lo que sus anteojeras ideológicas le permitían ver, de modo que volvía igual de ciego que iba. En realidad, no sé por qué se tomaba la molestia de hacer tantos kilómetros para reafirmarse en lo horrible que es España y lo genial que es Cuba. O quizá, sí lo sé, por las chicas. Pero, en cualquier caso, como a mi antiguo vecino, al que tal vez ya haya devorado un leopardo en una comuna del Himalaya, con el tiempo he conocido a muchos otros, incapaces de que el viaje les resulte una experiencia enriquecedora en algún aspecto encomiable. 

Tendría Léon Bloy arduo trabajo destructivo, en su Exégesis de los lugares comunes, con la manida cita, atribuida a casi todo el mundo menos a mi madre, de que el nacionalismo se cura viajando. Viajar no cura nada por la misma razón por la que leer tampoco lo hace: es compatible ser un perfecto gilipollas y tener muchas lecturas; mírame a mí. 

Quizá el único que dribló lugares comunes y tonterías biensonantes en el asunto de los viajes fue Mark Twain cuando declaró con cierta solemnidad: “he llegado a la conclusión de que la única manera de descubrir si ciertas personas te agradan o las odias es viajar con ellas”. Si viajas con él, amor incipiente, por Europa adelante y, frente a la fachada gótica de una imponente catedral, tal vez Milán, comenta escéptico que “no está mal” pero que donde esté “la arquitectura moderna” de su barrio de toda la vida, Ciutat Vella, “que se quite lo demás”, ya lo sabes: ahí no es.