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Hablemos de armas – La Gaceta de la Iberosfera

¿Qué arma representaría el horror del comunismo?

Quizás podríamos pensar en el revólver Nagant M1895, que la Cheka y el NKVD emplearon como arma reglamentaria. Heredado del ejército imperial ruso, el Nagant podría simbolizar las distintas formas del terror bolchevique. La detención en medio de la noche por hombres que lo llevaban en la cartuchera. El tiro por la espalda a quien intentase escapar. El disparo en la nuca de la ejecución administrativa y en secreto. En la prisión de Patarei, en Tallin, se conserva el habitáculo donde se perpetraban esos asesinatos. Quizás fueron estos revólveres los que emplearon los carniceros de las matanzas de Katyn en abril y mayo de 1940: veintidós mil oficiales polacos muertos a manos del NKVD de Lavrenti Beria (1899-1953). Es cierto que los asesinos emplearon, también, armamento alemán. Un triste recuerdo armado de que los comunistas y los nazis invadieron y se repartieron Polonia. A Beria, por cierto, después de la muerte de Stalin, lo terminaron juzgando por la vía rápida sin abogado defensor ni derecho a recurso. Le pegaron un tiro en la nuca en 1953. Lo mismo fue con un Nagant o con una pistola Tokarev TT-33. La Makarov PM no llevaba mucho tiempo en uso. 

No es fácil, pues, encontrar un arma que simbolice la minuciosidad homicida con la que el comunismo tritura a los seres humanos

También podría pensarse en el fusil Mosin-Nagant, que entró en servicio en el ejército de los zares y que los soviéticos y sus aliados emplearon hasta después de la II Guerra Mundial. Tal vez el pelotón de fusilamiento que mató a Isaak Bábel (1894-1940) disparó con el modelo 1891/30. Acusado de ser enemigo del partido y del régimen soviético, a Bábel lo juzgaron en secreto en una de las dependencias privadas de Beria y lo mataron acto seguido. Lo mismo le había sucedió, por cierto, en 1938, a Bujarin y a sus compañeros purgados por Stalin, a quienes tirotearon en el campo de fusilamiento de Communarka. Quién sabe si los ejecutores empuñaban los Mosin-Nagant aprobados por la comisión creada para modernizar el arma en 1924. 

Desde luego, está también el piolet. Admitamos que su uso no estuvo muy extendido, pero con uno mató Ramón Mercader (1913-1978) a Trotski (1879-1940) y eso lo dota de un poder de representación atroz pero innegable. El adversario de Stalin, que no le fue a la zaga mientras tuvo poder, debía morir y los agentes del NKVD no cejaron hasta acabar con su vida. Ramón Mercader, que falleció de cáncer de huesos en La Habana, le clavó el pico en la nuca al bolchevique de la primera hora. El creador del Ejército Rojo tardó doce horas en morir en medio de una agonía espantosa.

No podemos olvidar, desde luego, el célebre AK-47, el fusil de asalto que sirvió para armar a las guerrillas comunistas durante toda la Guerra Fría. Sin embargo, seguramente sea equívoco representar el horror del comunismo con armas que puede manejar un solo hombre. Esto dejaría de lado los métodos más efectivos de exterminio empleados por los regímenes comunistas: el campo de concentración y trabajo, el hambre, la prisión, la purga política, el terror generalizado. Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008) describió en “Archipiélago Gulag” (1973-1978) el espanto del universo concentracionario soviético.

He aquí la radical maldad de los totalitarismos. Es imposible describir por completo la destrucción que acarrean

En España, podríamos trazar el mapa nacional de las checas que por toda la zona republicana sirvieron para detener, torturar y matar. Habría que visitar cementerios como el de los Mártires de Paracuellos o el de Aravaca para recordar -traer de nuevo al corazón- la persecución religiosa en España durante la II República y la Guerra Civil. Parece de mal gusto sacar el álbum de fotos que muestran las iglesias en llamas, las tumbas profanadas y los cadáveres en las cunetas. Resulta atrevido, en la España de hoy, preguntar por los paseos y las “sacas”. Hay quien pretende hacer memoria de aquel tiempo atroz y aquella guerra fratricida imponiendo un olvido colectivo.

No es fácil, pues, encontrar un arma que simbolice la minuciosidad homicida con la que el comunismo tritura a los seres humanos. Quizás podríamos recurrir a las patrullas que cerraron los caminos y arrebataron el grano a los campesinos ucranianos durante el Holodomor (1932-1934). Podrían mencionarse los trenes que llevaron a Siberia y al Lejano Oriente de Rusia a decenas de miles de estonios, letones y lituanos deportados en las operaciones Priboi (1949) y Osen (1951). Me temo que no bastaría representarse el Gran Terror estudiando la desaparición de nombres del listín telefónico moscovita como hace Karl Schlögel en “Terror y utopía. Moscú en 1937” (Acantilado, 2014).

He aquí la radical maldad de los totalitarismos. Es imposible describir por completo la destrucción que acarrean. No hay pistola, ni fusil, ni herramienta ni alambrada que puedan encerrar en sí el horror insondable del comunismo.