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La bendición divina del coronavirus (texto no apto para progres y no creyentes)

A.R.- Allá por el año 1650, una terrible epidemia de cólera asoló la ciudad de Benicarló. Las víctimas mortales fueron innumerables y se vio amenazada la misma existencia de la población. La villa se hallaba en cuarentena y aislada del resto de la comarca.

Una mañana apareció parado, en mitad del horizonte, un bergantín pirata de bandera turca con las velas desplegadas y alicaídas por la calma chicha. En las mazmorras del bajel un prisionero italiano llamado César Cataldo aguardaba la infausta hora de ser vendido como esclavo en cualquier puerto sarraceno. Allí, con el cautivo almacenaban los moros parte del botín conquistado en alguna de las ciudades saqueadas en sus correrías. Ante César Cataldo yacía la imagen de talla de un Cristo crucificado, que por alguna supersticiosa razón se habían llevado los moros con ellos.

Pasaron varios días sin viento con el buque varado ante Benicarló. Y tuvo César Cataldo la inspiración de explicar a los moros que aquel Cristo no les iba a dejar marchar de aquel lugar si no lo desembarcaban con él en tierra cristiana. Los moros aceptaron la propuesta -qué más daba un prisionero más o menos- y le desembarcaron con un bote a él y al Cristo en la playa de Benicarló, desde donde hacían señas a los forasteros advirtiéndoles de la epidemia que asolaba a la población. Cuando al acercarse la embarcación comprobaron aquellas gentes la presencia de la imagen del crucificado, los pueblerinos cayeron de rodillas y entre lágrimas y oraciones organizaron una espontánea procesión hacia la iglesia parroquial. Y allí el sacerdote exhortó a la multitud angustiada y enferma con estas palabras: “¡Confesión!

¡Arrepentimiento y confesión es lo que pide el Cristo que ha venido del mar! ¡Que Él libere a este pueblo del cautiverio del pecado y de la peste del error!”. La epidemia desapareció de repente, los contagiados recobraron la salud y el viento sopló, llevándose al bergartín sarraceno.

Desde aquel día, cada año, la ciudad de Benicarló procesiona desde la capilla del Cristo de Mar en el puerto hasta la iglesia parroquial, donde se realiza una novena la semana anterior al Domingo de Ramos, cuando se devuelve en procesión otra vez el Cristo a su capilla. Ciertamente, la novena se ha convertido con el paso del tiempo en un elenco de lugares comunes donde el discurso moral y religioso queda reducido a una manifestación invalorable de sentimientos e inquietudes; es decir, “autenticidad y sinceridad” sobre verdad en un relato fáctico del estado de las cosas por encima de un proyecto moral exigido. En román paladino: “Dios es tan bueno y misericordioso que al final, hagas lo que hagas todos van al cielo”.

Sin embargo, el hecho está ahí, la peste material siempre acaba siendo consecuencia del error y de la esclavitud moral de un mundo podrido.

Con esta teología ruinosa y estropeada, ¿qué respuesta están dando los pastores de la Iglesia a la pandemia del coronavirus? Misa a puerta cerrada, sin fieles que puedan hallar consuelo en la palabra de Dios y en la eucaristía, sin posibilidad de confesarse… El papa Francisco permanece confinado en el Vaticano, diciendo misa y rezando el ángelus por strimming y pidiendo, cual capitán Araña, que los curas vayan a atender a los contagiados a sus casas y a los hospitales. Nadie puede imaginarse a Jesucristo huyendo de los leprosos para no contagiarse o apartándose de los enfermos para preservar su salud.

¿Dónde están aquellos predicadores que como el profeta Jonás recorren la ciudad diciendo a voz en grito: “Si no os convertís de vuestra mala vida, Nínive o Madrid, Barcelona o Roma ¡serán destruidas!”? ¿Dónde está Abraham ahora intercediendo por Sodoma y Gomorra, esclavas de la perversidad y la lujuria, para que no fuesen exterminadas? ¿Y Daniel advirtiendo al inicuo rey Baltasar de que su reino estaba “contado, pesado y dividido” por haber profanado las cosas santas? ¿O como Ezequiel gritando: “¡Arrepentíos y apartaos de todas vuestras maldades, para que el pecado no os acarree la ruina!”?

¿No es el coronavirus una oportunidad para que la predicación de la Iglesia vuelva a señalar el suicida derrotero que ha tomado la humanidad en su ansia por rechazar la soberanía de Dios sobre el universo y pervertir así la naturaleza de un hombre y mujer creados a imagen y semejanza de su Hacedor?

Pero… ¿y los pastores? Afirma la Escritura por boca de Isaías: «Sus vigías son ciegos, ninguno sabe nada; todos son perros mudos, no pueden ladrar; ven visiones, se acuestan, amigos de dormir. Son perros voraces, no conocen hartura, y ni los pastores saben entender. Cada uno sigue su propio camino, cada cual, hasta el último, busca su provecho: «Venid, voy a sacar vino y nos emborracharemos de licor, que el día de mañana será como el de hoy o muchísimo mejor”. Solas, borrachas y con coronavirus llegarán todas a una casa sin padre ni madre, a oscuras, habiendo abortado varias veces y sin esperanza. Este es el mundo que ataca el coronavirus.