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La caída del Imperio de Occidente

André Waroch (Traducción BD).- «Vivimos la hora del hombre nómada, sin patria, el ciudadano del mundo. Es el tiempo del que no tiene más ataduras que aquellas que puede llevarse en cualquier momento en su maleta. El mundo del día de mañana parece pertenecer a aquellos que prescindirán de sus vivencias terrestres, o incluso espaciales, de una «tierra», de un «suelo», arcaísmo cuya exhaltación huele a populismo rancio».

Este es el discurso, apenas caricaturizado, de un cierto número de intelectuales provenientes de la izquierda y de la extrema izquierda convertidos al «liberalismo», es decir para ser más precisos, al librecambismo globalizado. Es un trayecto menos duro que lo que parece, los fundamentos ideológicos de estos intelectuales no padecen, entre esos dos extremos, más que daños menores.

El núcleo duro de su compromiso no ha cambiado; se trata siempre del odio al enraizamiento, al particularismo, a la singularidad irreductible de los pueblos, a la nación en el sentido griego del término.

Una hiper-casta mundialista, cuyos contornos se dibujan con mayor nitidez a medida que pasa el tiempo, quiere creer todavía en un «progreso» a la manera de Julio Verne. La naturaleza domesticada por una tecnología que lleva a los hombres a la altura de los dioses; una cultura universal y uniformizada reinando sobre toda superficie terrestre; un gobierno mundial sabio, benéfico, consensual, que en este mundo pos-histórico sólo se ocupará de gestionar y administrar. En definitiva: el paraíso sobre la Tierra para estos hombres que llevan en ellos el sueño cristiano secularizado de las Luces.

En la mentalidad occidental, de la cual esta casta se reclama más que de cualquier otra cosa, al porvenir se le supone mejor que el presente, y el presente mejor que el pasado. El destino irrevocable de la humanidad parece ser de subir siempre más arriba en la inteligencia, la belleza, la bondad, la alegría, la felicidad, hasta un cénit improbable.

Reinaba en la Edad Media el sentimiento exactamente inverso. Los letrados tenían la convicción de una caída inexorable del mundo hacia el abismo, la certeza de un mundo llegado al estadio último de la vejez. Si es cierto que el paso de la Antigüedad a la Edad Media trajo consigo el abandono de una cierta concepción cíclica el tiempo («el eterno regreso») en provecho de una visión lineal debido al cristianismo, sin embargo hay que precisar que esta «linealidad» ha cambiado de alguna manera de sentido, de abajo hacia arriba, en algún momento entre el siglo XII y la Revolución Francesa. La Europa del Oeste ha pasado de la caída a la ascención. En la Edad Media, el pasado era visto como mejor que el porvenir, y fue la inversa que se impuso definitivamente a partir del siglo XVIII.

Esto no es simplemente una creencia religiosa: la Edad Media fue verdaderamente una regresión en comparación con la Antigüedad, y el progreso, en el sentido material del término (expansionismo más allá de los mares, descubrimientos científicos), fue una realidad incontestable para la Europa del Oeste a partir del siglo XV. No solamente una creencia religiosa, pues, pero también, y al mismo tiempo, una creencia religiosa.

Seguramente hay que ver el origen de este cambio de dirección en la Reforma Gregoriana, acontecimiento capital que el historiador Harold J. Berman ha rebautizado «Revolución papal». Sea como sea, la creencia está ahí. De ahí el célebre y estúpido adagio: «¡Es increible ver cosas tales en el siglo XXI!». El tiempo, una vez más, es visto como una subida inexorable de la humanidad hacia la civilización suprema.

La realidad, para la Europa occidental, parece nuevamente invertir el sentido de la marcha. La evolución actual se emparenta de manera sorprendente al proceso que caracterizó la degeneración final del Imperio Romano de Occidente, a partir del siglo III, hasta la deposición del último emperador en 476 (principio de la Edad Media para los historiadores).

Este proceso, que puso fin al mundo antiguo, se caracterizó por:

– Un caos étnico en aumento. Después del edicto de Caracalla que acordaba en el año 212 la ciudadanía a todos los varones no esclavos de las provincias, los bárbaros germánicos y húnicos comienzan a abalanzarse sobre las Galias. Al final del siglo IV, la mayoría de los soldados y hasta los generales «romanos» son en realidad germanos naturalizados. Las cepas propiamente romanas son apartadas, de hecho, del poder.

– Un gigantismo mortal. El Imperio, en su apogeo, se extiende desde el sur de Escocia hasta el Mar Rojo. Atacado por todas partes, su economía desorganizada, los efectivos del ejército y de la administración en aumento incesante, el Imperio agobia al pueblo bajo tasas e impuestos. En las Galias aparece el fenómeno de los «bagaudes», campesinos que se echan al monte para escapar al fisco. Uno de sus jefes, Eudoxio, buscará refugio acerca de Atila. La impotencia del ejército romano (cerca de 400.000 hombres bajo Diocleciano) para proteger un territorio tan vasto, añadida a la prohibición hecha a los civiles indigenas de llevar las armas, le abre una avenida a los invasores. Visigodos, francos y demás burgundios someten las poblaciones del Imperio y toman poco a poco posesión de las tierras en el Oeste.

– Un éxodo urbano. La economía del Imperio, a partir del Siglo III, se ve totalmente desorganizada por las incursiones bárbaras. La circulación de las mercancias de provincia a provincia declina, incluso se suspende. Las ciudades, a partir del siglo V, empiezan a vaciarse. La población urbana, grupo de consumidores que se alimentan de importaciones, se ve obligada a efectuar un «retorno a la tierra», es decir un regreso a la explotación directa de las materias primas, ya que la circulación de los productos manufacturados las importaciones de mercaderías de base se han vuelto demasiado débiles para alimentar a las ciudades.

– Un cambio religioso. En el año 312, Constantino, primer emperador converso, instaura la igualdad entre el cristianismo y las demás religiones, lo que ya es, en la lógica conquistadora de los monoteísmo surgidos del judaísmo, un paso decisivo hacia la religión única y obligatoria. En la década siguiente, Constantino demuestra claramente hacia donde van sus preferencias y empieza a prohibir algunas prácticas paganas como la adivinación. Interviene en los debates teológicos. Es él quien convoca en el año 325 el Concilio de Nicea, asunto central en la historia del catolicismo. Los sucesores de Constantino continuarán su política de cristianización forzada de la sociedad. En 354 es decretado el cierre de los templos paganos y la prohibición de los sacrificios.

En 381, Teodosio, verdadero verdugo del paganismo, emite un edicto por el cual impone a todos los pueblos del Imperio el cristianismo como religión obligatoria. En los dos decenios siguientes, se da el golpe de gracia jurídico a las antiguas religiones, con el punto culminante de la prohibición definitiva en el año 395, por el emperador Arcadio, de toda práctica religiosa distinta al catolicismo romano (las herejías cristianas como el arianismo eran combatidas tanto como las prácticas politeístas).

– Una regresión demográfica subrayada por muchos historiadores. La despoblación de algunas zonas es evidentemente una llamada par los bárbaros que sólo tienen que colonizar unas tierras desocupadas.

La Europa del oeste, católica y protestante, heredera del Imperio de Occidente, se encuentra confrontada a una situación cuya analogía con lo que precede es alucinante. El caos étnico está aquí, es incontestable. Los recien llegados no se convierten, como los antiguos germanos, a la religión de los autóctonos, sino que llevan con ellos el islam, ideología belicosa, conquistadora, totalitaria.

Las nacionalidades francesa, británica, belga y ahora la alemana también (la lista no es exhaustiva) le dan la nacionalidad sin restricción a los hijos de los inmigrantes nacidos sobre suelo europeo. Estos se vuelven inexpulsables en el sistema jurídico actual y se transforman en el vector de una sustitución de población que comienza con la inmigración, y continúa desde el interior, como un cáncer.

La Unión Europea, que se extiende cada vez más rápidamente, se vuelve una especie de inmenso terreno baldío. Mientras que las empresas son aplastadas por impuestos destinados a poner en marcha políticas sociales, los productos manufacturados provenientes de China o de otros países emergentes (que no practican ninguna politica social) llegan a nuestras fronteras prácticamente sin ningún derecho de aduana.

El resultado es previsible: liquidación de las industrias, transformación total de la economía de los países de la UE en economía de servicios, y dependencia cada día más gigantesca de Europa de la «fábrica del mundo» neo-confucianista, o sea China.

El éxodo urbano ya ha comenzado, aunque no se note aún. Las ciudades no pierden habitantes (menos Paris) pero ven desaparecer las clases medias que dejan el sitio a otros recién llegados, atraídos por una vida parasitaria que no pueden encontrar en las zonas rurales. Cada vez con mayor frecuencia muchos franceses, y ya no exclusivamente de las clases favorecidas, huyen al extranjero.

La baja dramática del poder adquisitivo ocasiona el desarrollo creciente de las compras directas a los agricultores. Como en el Bajo Imperio, asistimos a un comienzo de derrumbe de la economía desarrollada, economía mormalmente basada sobre una red muy densa de intermediarios entre el productor y el consumidor.

El alza contínua del precio de la gasolina, asociada a una pauperización creciente, hace que el europeo se desplace cada vez menos. Los destinos de vacaciones y de fin de semana son cada vez más cercanos al domicilio (incluso cada vez son más los que no salen de vacaciones o de «puente»). Asistimos a una verdadera inmobilización de los individuos totalmente en contradicción con las teorías del «hombre nómada».

El horizonte mental y físico del hombre europeo, en este principio de siglo XXI, se estrecha rápidamente, tanto más que el nivel cultural de las nuevas generaciones (cierto es que cada vez menos europeas) se derrumba a toda velocidad. Se estima que más del 25% de los bachilleres franceses son iletrados y que el 20% de la población adulta es analfabeta. Como en el final del Imperio Romano asistimos a una aculturación, a una pérdida de memoria colectiva que precede y causa la destecnificación, preludio a una nueva Edad Media.

Las zonas fuera del imperio de la ley, territorios librados a las bandas de jóvenes musulmanes que hacen reinar en ellas una especie de orden islamo-mafioso, constituyen el embrión de una nueva feodalidad, mucho más agresiva que la primera, ya que está construída sobre el fanatismo y sobre un odio de esencia totalitaria. En muchas de las llamadas «banlieues», auténticos futuros sultanatos independientes, la Policía ya no se aventura más que con sumas precauciones, incluso no entra nunca en alguna de ellas.

Las invasiones bárbaras pusieron fin al Imperio Romano, por lo menos en Occidente. El Imperio de Oriente, llamado más tarde Bizantino, siguió llevando el sueño durante un milenio. Justiniano enprendió incluso, en el siglo VI una gigantesca expedición punitiva para arrancar los territorios del ex-Imperio de Occidente de las manos de los bárbaros.

Si los EEUU han sido a menudo comparados a Cartago, lo que es más una ocurrencia o un eslógan que una analogía coherente entre las dos entidades, la Europa actual tiene su Imperio Bizantino, un país gigantesco, construido él también sobre bases imperiales, ortodoxas, mesiánicas, y que domina el arte de la maniobra política. Este país, que la religión y el alfabeto cirílico ha mantenido apartado, al menos desde el sisma de 1054, de los europeos convertidos al catolicismo y despúes a la Reforma (que no es más que una reforma interna del catolicismo, reforma cuyo empuje se paró a las puertas de la Europa ortodoxa como delante de un muro de cemento armado) es la última pieza del puzzle que permite una analogía casi mística entre los siglos V y XXI.

Rusia, ya que se trata de ella, a pesar de sus debilidades (demografía catastrófica, ausencia de tejido industrial, presencia masiva de musulmanes rusos y de Asia Central), ha decidido perpetuar el sueño imperial. Por eso mismo vuelve a ser un actor cuando la Europa del oeste no es más que una puesta en juego, un envite, situación que recrea la dicotomía de la Antigüedad tardía. En esta óptica, los EEUU jugarían más bien el papel del Imperio Persa Sasánida.

Por segunda vez, el Imperio de Occidente, que había desaparecido una primera vez en su forma estatalo, pero se había reconstruído bajo una forma civilizacional, por el intermedio de la Iglesia Católica Romana, está derrumbándose.