Inicio Actualidad La casa en llamas, por Andreu Jaume

La casa en llamas, por Andreu Jaume

La polémica sobre la inclusión de etarras en las listas de Bildu ha evidenciado una de las falacias con las que Pedro Sánchez y sus socios están llevando a cabo su alevoso vaciamiento constitucional. Se oye decir a menudo que la integración de los soberanistas catalanes y vascos en las mayorías parlamentarias es un éxito de la democracia, ya que ello les obliga a acatar la legalidad y a incorporarse a los asuntos de Estado. Como siempre, la retórica hueca y mendaz del presidente oculta una maniobra oportunista que va camino de convertirse en el ejercicio de felonía más destructivo que hemos conocido en los últimos cuarenta años.

Para que la inclusión de los soberanistas de toda laya en nuestro sistema político tuviera visos de credibilidad, antes el presidente, si realmente hubiera estado persuadido de ello, debería haberse dirigido a sus votantes y luego a toda la ciudadanía para explicar su proyecto, instando a esos representantes a condenar la violencia y a renunciar a sus pretensiones de minar las instituciones y deteriorar la convivencia. Un dirigente responsable, además, hubiera intentado al menos consensuar su propuesta con el resto de fuerzas parlamentarias. En lugar de ello, Sánchez utilizó el señuelo anti abertzale con fines electoralistas para luego convertirlo en su propio anzuelo y atar mayorías espurias con aquellos a los que había jurado repudiar. ETA no fue derrotada por el PSOE sino por una conjunción de fuerzas, acciones e iniciativas entre las que destaca la Ley de Partidos, indispensable para el arrinconamiento y la asfixia de los terroristas en las instituciones. No es casual que aquella ley fuera aprobada con el voto en contra de IU, PNV, BNG, ERC, ICV, EA y CHA, parte del conglomerado con el que Sánchez se ha pertrechado para construir la suma parlamentaria que no le dan las urnas y al que ahora ha dado el poder para que se tome la revancha. 

El presidente, con la vergonzosa aquiescencia de Rodríguez Zapatero, se ha dedicado a socavar aquel triunfo contra ETA permitiendo que los derrotados, incluso con delitos de sangre, exhiban su cinismo jugando a la democracia. La decisión anunciada por algunos de los terroristas de renunciar al acta de concejal tras las elecciones, como si de un regalo se tratara, no es más que otra forma de humillación. Porque ellos, al igual que los soberanistas catalanes, no quieren participar en esta democracia sino simplemente acabar con ella. El propio Arnaldo Otegi lo dejó claro hace pocos meses cuando constató «la gran paradoja» de que no habría «Gobierno de progreso en el Estado» sin el apoyo de fuerzas «de izquierdas» que quieren «marcharse de España». En otra ocasión, el héroe abertzale declaró que ellos también eran constitucionalistas, pero constitucionalistas vascos, algo que implica «“decir no a esta Constitución y sí a las repúblicas». 

Ese sí a las repúblicas es la deletérea afirmación que el presidente está haciendo resonar en el seno de su gobierno, recogiendo los frutos de su política frívola e irresponsable. No es la democracia representativa la que está integrando a los partidos soberanistas sino estos los que están sometiendo al Estado mediante una lenta labor de zapa propiciada por el Partido Socialista. Cuando Sánchez indultó a los secesionistas catalanes, muchos advertimos del peligro que suponía desautorizar al propio sistema constitucional, que legítimamente se había defendido de su grave vulneración. Las voces más comprensivas de la opinión pública clamaron entonces que se trataba de un paso indispensable para la pacificación de Cataluña. Después vino la supresión del delito de sedición y la reforma del de malversación, modificaciones de nuestro sistema penal dictadas por aquellos mismos secesionistas indultados que no han dejado de pregonar su intención de volver a cometer exactamente los mismos delitos.

«La retórica hueca y mendaz del presidente oculta una maniobra oportunista que va camino de convertirse en el ejercicio de felonía más destructivo que hemos conocido en los últimos cuarenta años»

La inclusión, por tanto, de etarras convictos en las listas de Bildu no debería sorprender a nadie y a nadie menos que al presidente del Gobierno, pues ha sido su inmoralidad, su absoluta falta de escrúpulos, su deprimente insustancialidad intelectual y su falta de sentido institucional, lo que ha permitido que la indecencia se haya adueñado de nuestra democracia. No one left to lie to (No le queda nadie a quien mentir) tituló Christopher Hitchens su libelo contra Bill Clinton hace más de veinte años. Lo mismo se podría decir de Pedro Sánchez, que por supuesto ha ido mucho más allá que el estadounidense. Nuestro presidente podría ahora pronunciar aquellos versos de Lady Macbeth que popularizó Javier Marías y que tan mal se interpretan a veces: My hands are of your color, but I shame to wear a heart so white. Tras asesinar a Duncan, Macbeth se muestra arrepentido y temeroso de su deed, de su acción, una actitud cobarde que su mujer le recrimina y que le obliga a coger las dagas ella misma y dejarlas junto a los guardias dormidos. Es entonces cuando la brava esposa del regicida le dice al calzonazos: «Son mis manos de tu color, pero me avergüenza tener un corazón tan blanco». 

Lady Macbeth representa aquí la supresión de la conciencia moral. Ella no puede volver a cometer el asesinato, aunque tenga las manos manchadas con la misma sangre que su esposo, pero al menos puede intentar calmar los remordimientos de su timorato marido mostrándole un corazón exento de blancura. Macbeth sabe que tendrá que convivir el resto de sus días con un asesino que es él mismo, pero su mujer reacciona enseguida diciéndole que a ella le avergonzaría –ese es el sentido– tener un corazón puro, capaz de distinguir entre el bien y el mal. Ella no ha cometido the deed, pero se cierne sobre el asesino con su sombra para cegar su conocimiento moral. Y ese es el verdadero skándalon, el escollo que siempre alza el mal absoluto e infinito contra toda tentación o duda acerca de su dominio.

ETA fue durante décadas la gran enemiga de la democracia representativa. Su estrategia, si bien se mira, consistía en llenar de cadáveres –de contenido natural– el ámbito que, gracias a la Constitución, había conseguido trascender los límites de la comunidad de sangre y crear el vacío común propio de la modernidad. Con todos y cada uno de sus asesinatos, los terroristas le estaban diciendo a nuestra pólis: «No podrás cumplir tu sueño de desvincularte de los lazos étnicos, de las identidades, de esa herencia precivil que queremos seguir compartiendo con el franquismo y en general con todos los fascismos. Cada muerto es nuestra forma de llenar ese vacío que queréis construir contra nuestros derechos ancestrales». Ahora ETA ya no mata, como repite una y otra vez Pedro Sánchez, pero ese «no a la Constitución y sí a las repúblicas» de Otegi sigue constituyendo el mismo chantaje a la modernidad, compartido por los soberanistas catalanes. «Por mucho que lo intentéis», nos dicen, «no conseguiréis libraros de los contenidos naturales y alcanzar la igualdad». 

Estamos en un año electoral y la España democrática ofrece un panorama desolador. Los partidos que hicieron posible la Constitución están ahora presos, a izquierda y derecha, de los nacionalismos. Las formaciones que nacieron para combatir esa mecánica perversa de nuestro sistema –UpyD y Ciudadanos– han desaparecido o están en trance de hacerlo. Y lo que fue su muy saludable capacidad de denuncia e intermediación ha sido sustituida por Vox, que combate los nacionalismos periféricos con un esencialismo españolista que tiene la misma raíz premoderna. ¿A dónde mirar? ¿Dónde vamos a refugiarnos lo que aún creemos en esa antigualla llamada modernidad? A uno le vienen a la memoria aquellos versos de Bertolt Brecht en su poema ‘Parábola de Buda sobre la casa en llamas’, escrito en sus primeros años de exilio: «En verdad, amigos, a aquel al que no le queme tanto el suelo como para cambiarlo por otro en lugar de quedarse, a ese nada tengo yo que decirle».