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La detención de Carles Puigdemont ha sido pactada para ser indultado antes de las elecciones generales

AD.- Rebajen su optimismo y háganse a la idea de que Carles Puigdemont estará libre en pocos meses. Deberían saberlo ya en base a la amarga experiencia vivida todos estos años: los malos siempre ganan en la democracia española

Aunque la noticia de la detención de Puigdemont en Cerdeña invitaba a los brindis al sol de los partidos, desde fuentes políticas de la oposición, con los consabidos remilgos, se apuntaba anoche lo que no se atreverían a decir en público: que la detención ha sido pactada de antemano por los abogados de Puigdemont, las autoridades españolas y sus homólogas italianas. El tiempo jugaba en contra de Puigdemont. Ante una eventual conformación en 2023 de un gobierno del PP apoyado por Vox, el expresidente de la Generalidad ha preferido forzar los plazos de cara a la obtención del indulto antes de la convocatoria de elecciones generales. Todo ha sido fruto de un acuerdo largamente trabajado: sesenta días retenido en Italia, tres meses en una cárcel española, juicio rápido e indulto exprés, lo que le garantizaría a Sánchez el apoyo de los secesionistas ante una eventual mayoría aritmética del bloque de izquierda en el Parlamento.

Al final el juez italiano concederá la entrega a España de Puigdemont solo por el delito de malversación, que es lo que pretendían los jueces alemanes. Y eso se lo pone muy difícil al Supremo porque si este tribunal acepta solo la malversación, Pugdemont repara económicamente lo que le reclama el Estado, -además de ser un atenuante en reparación-, y tendría una rebaja de la pena considerable. Y eso le impediría al juez Llarena tomar medidas cautelares contra él, porque habría reparado el daño con lo que no le puedes ni meter en la cárcel. Todo se exploica a partir de la posición renuente a la extradición del Gobierno español (y por ende de la Fiscalía). Sánchez prefiere un millón de veces el apoyo de los grupos parlamentarios secesionistas que garantizan su continuidad en la Moncloa, a preservar la dignidad de su nación.

Rebájese pues la euforia. El separatismo le ha ganado la guerra al Estado. El mito triunfante es la desaparición del Estado de las calles y espacios públicos. Centenares de pueblos del País Vasco y Cataluña reducen la presencia estatal a la oficina de correos y a la administración de loterías. Los últimos restos de dignidad pública se desvanecen mientras los nacionalistas, supuestamente derrotados, marca la agenda de la capitulación del Gobierno.

El Estado español es ya un estado fallido. Siete meses después del proceso secesionista, los golpistas retomaron el control de la Generalidad. Siete meses después, tras el catálogo de insurrecciones, de ilegalidades, de tensión social, de malversaciones, de trampas al Estado, de insultos a los españoles, de torpedear la imagen exterior de España, los causantes del desastre volvieron al punto de partida, con las estructuras golpistas intactas y con miles de millones de euros para gastar a su antojo.

Todo lo que hemos vivido y sufrido no ha servido para nada. Los golpistas ya están todos en la calle. Puigdemont lo estará antes de que termine el próximo año. Es la prueba viviente de que en la democracia española, los malos siempre ganan.

En definitiva, no esperen nunca nada del club de las pútridas democracias liberales europeas, comenzando por la de aquí. Ni tampoco de nuestros representantes institucionales. De ninguno. España ha muerto, ahogada por arriba por una institucionalidad corrompida y en manos de las élites financieras internacionales, y por abajo a manos de las hordas de lumpen ideologizado izquierdista contra cualquier cosa decente. ¿Cómo pedir respeto a las bandas envilecidas por una propaganda enemiga en escuela, universidad y televisión sin respuesta por el Estado?

Háganse pues a la idea de que el horizonte penal de Puigdemont le ha sido despejado en base a cálculos electorales, nunca en interés de la nación. En la democracia española, los malos siempre ganan.