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La detención de Puigdemont, una buena noticia para España

La detención en Cerdeña del que fuera presidente de la Generalitat y autor principal del golpe secesionista en Cataluña, Carles Puigdemont, no es solo una buena noticia para España, sino que era una deuda pendiente de nuestra democracia que se había cronificado con un galimatías jurídico provocado por la rebeldía de Bélgica a aplicar la euroorden. Puigdemont huyó de nuestro país el 30 de octubre de 2017, casi un mes después de haber causado una convulsión en Cataluña de la que aún nadie se ha recuperado, y que sumió a los catalanes en una fractura emocional difícilmente reversible. Esas suelen ser las consecuencias de los intentos golpistas como el que protagonizó el independentismo en aquellos momentos. Ahora ya no serán las autoridades judiciales belgas, ni las alemanas, las que puedan prolongar artificialmente una situación tan inédita que permitió a Puigdemont ser designado de nuevo candidato a la Generalitat desde su refugio, y ser elegido eurodiputado pese a que continuaba vigente su procesamiento por sedición y malversación de caudales públicos.

Ahora será un juez italiano quien se vea obligado a tramitar un nuevo proceso de euroorden. Y el camino es conocido: en las próximas semanas Puigdemont podrá presentar alegaciones y someterá a la Justicia italiana a las mismas dudas con las que enredó en Bruselas aduciendo que la Justicia española no es imparcial, sino represiva. Frente a esas patrañas, empieza a ser hora de que se imponga la legalidad y se determine de una vez por todas que los delitos por los que es reclamado para ser juzgado en España son compatibles con los que se regulan en Italia para poder proceder a su entrega. Una de las cuestiones más relevantes que tendrá que resolver de inmediato el juez italiano es si Puigdemont debe permanecer en libertad y viajando provocadoramente por Europa, o si debe ingresar en prisión para eludir nuevas fugas. El riesgo de huida es evidente. Tanto como la burla que ha supuesto que se desplazase sin oposición durante casi cuatro años por muchos países europeos con la supuesta vitola de intocable.

Sin embargo, y más allá de las repercusiones jurídicas que tenga su detención, este episodio amenaza con alterar seriamente el tablero político en Cataluña. Con el separatismo muy dividido, tal como se demostró en la Diada de este año, y con Junts acosando a ERC hasta el punto de haber quedado excluida de la ‘mesa de diálogo’ con el Gobierno de Pedro Sánchez, la reacción de Puigdemont y de su partido es una incógnita. Si se produjese en los próximos meses su entrega a España -es lo deseable, lo legal, y lo legítimo que deben hacer con los delincuentes los países leales en toda Europa-, tendría que ser juzgado de inmediato. Y en ese momento, dando por segura su condena, se plantearía un serio problema añadido al Gobierno de Sánchez, toda vez que en virtud de falsos criterios de concordia ha indultado muy recientemente al resto de condenados por sedición en el Tribunal Supremo. Indultar a Puigdemont también, en un momento tan avanzado de la legislatura y con una precampaña electoral ya lanzada hacia las generales, sería un quebradero de cabeza para el Ejecutivo porque la situación del expresidente de la Generalitat no es idéntica a la de los demás líderes separatistas: él huyó de España y nunca se ha entregado a la Justicia, lo cual es una diferencia sustancial respecto a Oriol Junqueras por ejemplo. Para Sánchez es un contratiempo no deseado. Para Cataluña, un factor de incertidumbre. Y para el resto de España, una satisfacción.