La intervención de Alberto Núñez Feijóo en la sesión de investidura de Pedro Sánchez fue más que notable. El primer espada del partido con más diputados en el Congreso (137) acorraló a un candidato a la presidencia que, grosso modo, resumió su plan de gobierno en un: «¡¡O yo o el Armagedón!!». Había ecos en la Cámara Baja de aquello que Cicerón enunció hace dos milenios: «Los pueblos que ya no tienen solución, que viven a la desesperada, suelen tener estos epílogos letales: se rehabilita en todos sus derechos a los condenados, se libera a los presidiarios, se hace regresar a los exiliados, se invalidan las sentencias judiciales». El presidente del PP paró, templó y mandó con brío, firmeza y, sobre todo, sentido del humor, provocando que el líder del ejecutivo en funciones canalizara su mala hostia comprimiendo sus mandíbulas como una prensa hidráulica. Sin embargo, dos errores le negaron la puerta grande. Por el primero debiera cobrarse la cabeza de algún torpe y/o iletrado asesor: endilgar a don Antonio Machado unos versos de Ismael Serrano es cosa que sólo tendrá eco en las redacciones de los medios y en el viejo Twitter, sí, mas queda feo. Sobre todo, si te intenta ridiculizar un tío que creía que el gran autor de Campos de Castilla era de Soria.
El segundo es una enfermedad crónica que no padece la base sociológica del PP, pero sí la cumbre del genovesismo, que sigue pensando que los simpatizantes, votantes y militantes del PSOE, asqueados por los embustes del doctor Chapas, cambiarán la papeleta de la rosa por la del charrán si se celebraren elecciones en enero. Angelicos. Feijóo, en este sentido, residente en Jauja, cree que hay una mayoría socialdemócrata que jamás aceptaría «vender, por un puñado de votos, sus derechos, sus impuestos y su dignidad«. Que «buena parte de los votantes socialistas» y «ninguno con cargo» se atreve a decir que la amnistía a los sediciosos del 1-O es una infamia. Que, por ello, de convocarse nuevos comicios generales «con toda la información», otro gallo cantaría. Al expresidente de la Xunta no le entra en la mollera que el deseo más primario de la tropa a la que intenta atraer –insistimos, en vano– es que jamás pise la Moncloa. Aunque haya que lobotomizar la Historia o pactar con los herederos políticos de una banda terrorista.
Sánchez se lo intentó dejar claro durante, minuto arriba/minuto abajo, una hora y tres cuartos, en un discurso con un deje como caribeño –metafóricamente, quiere decirse–, pariente cercano de aquel que un tirano difunto pronunció en Caracas el 2 de febrero de 1999, invocando «a los venezolanos a luchar todos para que tengamos Patria, para que tengamos una Venezuela verdadera, una democracia verdadera». El candidato comenzó exigiendo «el alto el fuego inmediato de Israel sobre Gaza» y anunciando que su ejecutivo trabajará «en Europa y en España para reconocer el Estado palestino«. Después, se ciscó en las «formaciones políticas de ultraderecha que cuestionan la democracia y los derechos humanos», en los «profetas del odio» que «quieren encerrar a las mujeres en las cocinas, a las personas LGTBI en los armarios, y a los migrantes, en campos de refugiados». Afirmó que Feijóo se sumó «al club reaccionario de Le Pen, Orban y Santiago Abascal«. Cargó contra el PP por, entre otros motivos, suprimir carriles bici. La bancada popular se alteró, la delegada del PSOE en la presidencia del Congreso, Francina Armengol, exigió silencio, y el macho alfa disfrutó el momento bebiendo agua y paladeándola como si fuera Macallan. Al poco, sentenció: «Estamos eligiendo algo muy importante: o bien alzamos un muro contra estos ataques recurrentes a la España constitucional, o le damos un salvoconducto. Mientras yo sea presidente del Gobierno, toda la fuerza del Estado se dedicará a defender los valores democráticos«. Esto último asustó a más de uno porque, según Sánchez, la democracia es «la dictadura de los votos», subtexto de él mismo, su partido y sus muletas nacionalistas, cumplan o no la ley. La amnistía, por supuesto, es un instrumento que permitirá «seguir avanzando en la senda de la convivencia y del progreso». El caradura dijo que se aprobará «con luz y taquígrafos»: «No va a ser un ataque a la Constitución del 78, como dicen ustedes, sino todo lo contrario: va a ser una muestra de su fortaleza y de su vigencia».
Evitar la humillación de España
Feijóo proclamó un «no a la amnistía, no a ignorar a las víctimas del separatismo, no a borrar delitos de corrupción y terrorismo, no a mediadores internacionales, no a pasar por alto la injerencia rusa, no a Bildu», y así, hasta concluir con un «no a Pedro Sánchez para seguir diciendo sí a una nación de libres e iguales«. Indicó que el líder socialista «ha caído en la sinrazón» y que la cámara no escuchó un discurso, sino «un delirio». Abogó por «encender todas las alertas democráticas porque del señor Sánchez se puede esperar cualquier cosa» y denunció que la investidura se produjo «lejos de esta cámara, fuera de España». El gallego se encendió, se creció y se puso a repartir a lo Bud Spencer: «El señor Sánchez se humilla a sí mismo, es su decisión; humilla a su partido, el PSOE; pero no tiene ningún derecho a humillar a los españoles. El señor Sánchez no ha conseguido el apoyo de nadie: lo ha comprado, que es muy distinto». Tiró de retranca cuando se refirió a la «convivencia» y cuando preguntó por qué el Gobierno «más feminista de la Historia» prescinde de la ministra de Igualdad –Irene Montero asintió con una agria sonrisa de circunstancia–. Así se dirigió a los diputados de Podemos: «No se rindan, quedan unas horas. Aprieten por un ministerio o dos. Sí se puede». Remató asegurando que la Historia no amnistiará a Sánchez y compartiendo su compromiso «con los españoles»: «España no se rinde«.
Por su parte, Santiago Abascal, firme, grave y sin hiperventilar, denunció que el Parlamento «no puede derogar la Constitución con una ley de amnistía que no tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico» ni, por ende, «atentar contra la unidad de la nación«. Al modo del «J’accuse...» de Zola, el líder de Vox acusó al del PSOE «de la mayor indignidad que puede cometer un gobernante, que es la de procurarse el poder gracias a los enemigos declarados de su propia patria» y de «preparar un golpe en connivencia con las minorías separatistas. Un golpe de Estado»: «No es retórica. Es el inicio de una tiranía». Le recordó al candidato que, «con la dictadura de los votos han llegado al poder muchos de los peores tiranos criminales de la Historia«, y lo ejemplificó mencionando a los «nefastos» Chávez, Maduro y Hitler. La cheerleader Armengol le censuró, los diputados de Vox pusieron el grito en el cielo con toda la razón, Abascal lamentó que «ni los diputados tienen libertad de expresión en la tribuna del Congreso», señaló que la «única violencia» de corte político que ha habido en España durante estos días la han sufrido «un alcalde del PP de 98 años» y Alejo Vidal-Quadras, y advirtió que «España ha despertado y no la van a derrotar». Al finalizar su discurso, sus compañeros de partido y él se dieron el piro. Patxi López tomó la palabra para denunciar su «incitación al odio» y para rechazar las acusaciones de golpismo: «Eso es una ofensa a la inteligencia. Los socialistas siempre hemos denunciado todas las dictaduras y a los dictadores. A todos los golpes y a los golpistas». Inevitablemente, se me vino a la cabeza aquel «100 años de honradez y cuarenta de vacaciones«, con copyright de Ramón Tamames.
Por lo demás, la sumanda Yolanda Díaz, gastando demagogia de mercadillo, festejó que, «con la amnistía, gana la democracia». Rufián dirigió su dedo acusador hacia el juez García Castillón, llamó «cuñao» a Sánchez y éste le reconoció su «brillante oratoria». La valida del prófugo Puigdemont, Miriam Nogueras, altiva como nunca: «Para nosotros, el mandato del 1-O es vigente, y el compromiso con la independencia es irrenunciable. Sin renuncias y sin engañar a nadie». Todo sea por la convivencia, ya saben. Lástima que la pasta derrochada en los pinganillos no se destinare a bolsas para el mareo. Las existencias de Primperan se han agotado en una pila de farmacias.