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La tragedia de Providencia, en voz de sus testigos: miedo, dolor y fe

Cuando Carlos por fin pudo salir de su refugio nada de lo que conocía estaba ahí. Su Providencia, la isla en la que nació, creció y tuvo hijos, su propio paraíso, se había ido. Se la llevó –mejor– una fuerza de la naturaleza sin precedentes en el país, un huracán llamado Iota, que se hizo más destructivo a su paso por la isla, llegando a categoría 5, con ráfagas poderosas, y que sopló y sopló hasta no dejar nada en pie.

Carlos Archbold Corpus cuenta su historia apostado sobre la vía que lleva de la zona sur de Providencia hacia Casa Baja, dos de los sectores más afectados por el fenómeno. Está con su familia y los enseres que pudieron salvar –unos muebles, una lavadora, ropa, colchones húmedos–. Fríe en un sartén, y a leña, el almuerzo: unos pescados que les trajeron los amigos.

Pidió ser escuchado. Quería contarle al país la tragedia que están pasando los cerca de 6.650 providencianos que se calcula hay en la isla. Es decir, la totalidad, porque en este lugar incluso los que no tenían nada lo perdieron todo. “Fuimos golpeados por un huracán de categoría 5. Para mí el 99,9 por ciento de la isla quedó destruida, todas las casas, de pobres, de ricos, los hoteles, las posadas, el hospital, todo se fue. Esto es una destrucción total”, arranca.

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Le pido que le envíe un mensaje a Colombia. Y declara: “Estamos vivos solamente por la gracia de Dios. Porque el huracán llegó a levantar casas enteras con personas adentro. Esta experiencia que vivimos el lunes en la madrugada hasta la tarde no quisiera que nadie la viviera, porque esto fue… no tengo palabras”. Y se quiebra.

Corpulento, de más 1,80 de estatura y cadena de oro en pecho, se le hace un nudo en la garganta al recordar lo sucedido. Hace una pausa, intenta tomar aire, mira al cielo buscando impulso, pero no puede. La entrevista finaliza. Y solo puedo guardar silencio, cortar la grabación y tratar de entender.

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Ese mar lo es todo para los isleños. Da vida y sustento, pero esta vez trajo un huracán, uno de los peores en la historia del país, el 16 de noviembre, fecha que difícilmente se olvidará en Providencia.

Christian Euscátegui, meteorólogo, explica que el único antecedente que se tiene de uno categoría 5 en territorio nacional fue el Matthew en el 2016, que pasó a 120 kilómetros de Punta Gallinas, en La Guajira. El Iota transitó a 35 kilómetros de Providencia siendo categoría 4, y a 65, cuando alcanzó su máximo nivel, según datos del Centro Nacional de Huracanes. Eso es suficiente para acabar con todo lo que se atraviese, apunta el experto.

Y eso sucedió en Providencia. Durante más de 10 horas de aquel 16 la isla fue arrasada.
Yolanda González, directora del Ideam, lo vivió en carne propia y en palabras técnicas subraya que Iota saltó muy rápido de categorías. A la 1 de la mañana estaba entre categorías 3 a 4 y a las 4 de la mañana ya alcanzaba umbrales de categoría 5, con vientos máximos superiores a 230 kilómetros por hora.

El 98 por ciento de los 1.750 hogares que había en Providencia resultaron afectados, según el Gobierno.

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Ronny Suárez. EL TIEMPO

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Debajo del huracán

Oscuridad absoluta, vidrios que estallan, techos que vuelan, paredes que caen, árboles arrancados de raíz, agua que inunda, viento que derriba. Y encierro. Y angustia. Gritos y plegarias. Y buscar dónde estar a salvo. Así describieron los providencianos y visitantes de la isla cómo se sintió estar bajo del huracán.

Lais Grams, una paulista de 28 años, e Iván del Blanco, carioca de 29, llevaban dos días allí, en su primera visita a Colombia. Recuerdan que intentaron dormir temprano, en medio de lo que para entonces creían que era una tormenta más. Pasada la medianoche, el viento se volvió estruendo y comenzó a azotar el hotel donde estaban. “Solo podíamos escuchar lo que pasaba, con mucho miedo, porque no había luz. La mejor decisión era estar quietos y no intentar salir”, relatan.

Sheryl Amador es de Providencia, pero residía fuera y decidió volver hace tres semanas. Precisamente para vivir la tormenta Etha y el huracán Iota. “El huracán fue horrible. Las horas de la madrugada transcurrieron angustiosas, el techo se fue, llevado por el viento, estábamos muy asustados. Corríamos de la sala al cuarto y terminamos 10 personas refugiadas en una habitación; las ventanas salieron volando, el agua se metió”, dice la mujer junto al muelle, donde busca cómo salir de la isla.

Orlage Whitaker tuvo que convertir su casa familiar –de concreto y una sola planta– en un albergue improvisado para su comunidad. Allí llegaron desesperadas unas 30 personas que estaban en la Casa Lúdica, uno de los refugios principales dispuestos por las autoridades que resultó destruido. “Tipo 2 de la mañana fue lo peor. Solo se rezaba, fueron momentos muy, muy malucos, que ojalá nunca vuelvan a pasar”, manifiesta.

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–¿Qué se siente estar debajo de un huracán?

–Uno escucha como si muchos camiones y tractores estuvieran mucho tiempo dándole vueltas a la casa. Y todo se mueve bruscamente. En realidad, no se puede describir, con palabras es difícil. Es un miedo muy grande.

Así quedó el barrio donde está ubicado el hogar de Orlage Whitaker, que sirvió de albergue a sus vecinos.

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Ronny Suárez. EL TIEMPO

Bulevar de los sueños rotos

Llegué a Providencia antes del mediodía del jueves, fui uno de los primeros periodistas en hacerlo. Lo logré por mar, luego de tres horas y media en un catamarán que navegó contracorriente a 50 millas náuticas, cargado de ayudas y algunos voluntarios para la reconstrucción. Uno de ellos era José Briton, un providenciano que llevaba alimentos, agua, planta eléctrica y sierras. Y una angustia enorme por saber la suerte de sus familiares.

Cuando Providencia dejó de ser un punto en el horizonte, lo primero que me advirtió José fue la pérdida del verde de las montañas. Ese paisaje, tan propio de los destinos vírgenes, parecía arrasado por un incendio. Se veían muy escasos árboles en pie y de a poco comenzamos a ver las ruinas de los hogares al borde del mar.

Este es el paisaje de Providencia luego del huracán cuando se llega vía marítima. El verde de las montañas se fue.

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Ronny Suárez. EL TIEMPO

Ya en el muelle, el escenario de destrucción propio de una catástrofe se hizo evidente. José me explica que el edificio que está al borde del colapso, junto al muelle, era el hotel Aury, otrora la puerta de entrada al centro y uno de los edificios más altos, con cuatro pisos. Allí funcionaban el banco agrario, oficinas administrativas de la alcaldía y el concejo.

Así quedó el edificio del hotel Aury, uno de los más antiguos de Providencia.

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Ronny Suárez. EL TIEMPO

Busco cómo llegar a lo más alto de esa edificación para divisar mejor la afectación. Un bombero me ayuda a subir. Es Arnulfo Livingston, de 49 años. “Este sitio se fue todo, era la oficina de los concejales”, dice señalando a un espacio ahora a cielo abierto. Y sí, el panorama es desolador.

Cuando le pregunto por su familia me comenta que su hermano, Rogino Livingston, falleció. Le cayó un muro encima cuando se refugiaba en la iglesia bautista de Casa Baja. Es uno de los dos fallecidos oficialmente hasta ahora.

Arnulfo Livingstone divisa la destrucción en el centro de Providencia.

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A las afueras de ese edificio está Andrea Vásquez en su moto. Es isleña y funcionaria de la Aeronáutica Civil y acepta darme un recorrido. Me lleva primero a su casa. A lo que queda. “Era de dos pisos, toda de madera y este era mi terreno (a la orilla del mar), y como pueden ver quedó totalmente destruido”. Las ruinas que mira con nostalgia eran una estructura pintada de blanco y azul que hoy tiene un árbol gigantesco atravesado en su interior.

Luego, le pido a Vladimir, de 21 años, quien trabajaba en el aeropuerto, que sigamos dándole la vuelta a la isla. Tuve suerte. Era el mejor piloto de moto posible. Mientras avanzamos por las calles desoladas me va mostrando qué solía estar en cada lugar. Andar por esas calles es pensar en lo que ya no existe. Es un bulevar de sueños rotos y de providencianos que no han tenido tiempo de asimilar lo que pasó y lo que se viene. El joven me confiesa que aquel 16 lloró mucho, pues temía por su hija de apenas un año. Está afanado por sacarla de la isla.

Llegamos a lo que queda de alcaldía, que ahora funciona como hospital, ya que el puesto de salud de la isla perdió todo el techo y mucha de su infraestructura. En una camilla está una mujer con una fractura de tibia y peroné, en otra, un adulto mayor con una lesión en el brazo izquierdo, al parecer fractura también.

Érika Palacio Barker, coordinadora del centro regulador de urgencias y emergencias y desastres del departamento, confirma que la mayoría de los casos atendidos son pacientes de golpes y caídas y de crisis hipertensivas por la angustia que se vive en la comunidad. Hasta ese día –el jueves– se habían remitido 10 lesionados a San Andrés porque requerían un segundo nivel de complejidad. El resto son atendidos allí y en un hospital de campaña que se está levantando a toda prisa.

Seguimos hasta el aeropuerto. Decenas de personas aguardan a que los llamen para tomar vuelos humanitarios hasta San Andrés. Familias completas con maletas que acusan una espera de largas horas a la intemperie. Los más avezados prefieren la vía marítima.

Vladimir me explica que la minoría es la que se quiere ir, sobre todo mujeres, niños, ancianos y enfermos. Los providencianos son muy aferrados a su tierra y temen marcharse y perderla. Además, se han presentado saqueos y robos, añade.

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En la vía aparece por primera vez el corpulento Carlos Archbold Corpus, el hombre del inicio de esta crónica, haciéndonos señas para que nos detengamos. Y habla hasta que no lo deja más su nudo en la garganta.

Entonces vuelve envalentonarse: quiere expresar su molestia. “Una de las fallas fue que no nos prepararon para un huracán de esta categoría. Sí nos dijeron que venía una brisa, un huracán, pero pensábamos que era tipo 2 y nunca hasta este punto. Otra cosa: en Providencia no tenemos refugios y las autoridades deben darse cuenta de que las iglesias no son lugar para aguantar algo así. Todas las iglesias están caídas y en una de ellas un muro cayó sobre el primo de mi esposa (Rogino Livingston) y lo mató. Lo golpeó en la cabeza y murió”.

En el mismo envión, el hombre recuerda algunas de las urgencias de los providencianos: “Estamos incomunicados. Necesitamos agua porque nosotros la recolectábamos en tanques y cisternas que se nos dañaron. Tampoco tenemos medicamentos, es un problema conseguirlos por ejemplo para los diabéticos. Tenemos todas las colchonetas mojadas, necesitamos dónde dormir. Estamos durmiendo encima del cemento. Necesitamos que nos organicen bien en un lugar”.

Las zonas turísticas más importantes de la isla ahora deberán reconstruirse por completo.

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Ronny Suárez. EL TIEMPO

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De repente, suelta una frase que cambia mi perspectiva de la tragedia: “Gracias por venir a mostrar lo que está pasando. Estamos mal, pero nos vamos a reponer”.

Y comprendo entonces que en mi recorrido por la destrucción también vi a centenares de providencianos trabajando unidos a pleno sol, quitando escombros, limpiando, secando, comenzando a reconstruir. Intentando reponerse lo más rápido posible. Con tanta tristeza como valentía en los ojos.

Y pienso en que los colombianos siempre supimos dónde estaba Providencia, pero quizás hicimos poco por ella. Y ahora que este paraíso parece perdido por un huracán, llegó la hora de encontrarlo.

EL TIEMPO