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La tuna

Hacer música es una de las cosas más agradables y gratificantes que existen. Los días de Minehead eran de música y de letra. Hacerla con amigos es garantía de amistad y disfrute y vestir la capa de tuno es algo especial, porque coincide con una etapa de la vida en la que todo es de color rosado, aunque te desvelen los estudios y los plazos sean cortos. Las noches de ronda en nuestra adolescente juventud daban para mucho. Era una explosión al exterior, a la nocturnidad y a la tradición más alegre y generalmente un éxito de connotaciones amorosas y románticas. Después en la Universidad, con el sabio ejemplo de los clásicos y las noches castellanas, se formaba la tuna entre colegas de muy diferentes cursos, distritos e incluso facultades, pero con el común denominador de la libertad, el ars canendi, el vino y la bohemia.

Con muy pocos ensayos se iban trazando los repertorios, las habilidades y la autoridad inapelable de algunos que era rápidamente reconocida y respetada por el resto. La condescendencia de las compañeras de curso, su entusiasmo, los colegios mayores, el TEU y la nostalgia hacían el resto y siempre había un hábil concertino, calvo y con bigote, que, inaccesible al desaliento, sabía dar la nota y los ánimos, con el abanderado a su derecha y el pandereta-contable a su izquierda.

Era una milicia picaresca, sana, desenfadada y placentera y una experiencia muy gratificante y fresca. Era un modo de efusión, en los tedios de los días obscuros cuando hacía frio o llovía, cuando los tiempos eran largos y los plazos cortos. Los cariños que nos traían eran pura solidaridad de corazones juveniles, inquietos y sedientos de afecto.

Calles vacías y sonoros ecos.
Voces viriles, acordes guitarras.
Breves bigotes, panderetas, flecos,
laúdes, bandurrias, chanzas y alharacas.

Juventud de entonces. Noches de luna.
Horas de ronda, descomprometidas.
Tunas de la noche, noches de la tuna.
¡Qué felices tiempos con la estudiantina!

Cuantas endechas… cuantos miradores.
Blanco de visillos. Claveles rojos.
Cuantos alborozos… de cuantos balcones.
Cuantos pasacalles… ¡Ay y aquellos ojos!

Caras tan bonitas. Dulces discreteos.
Ensueños amables. Suaves cosquilleos,
escuchetes, risas… Unos, compañeros
de la facultad… otros de ingenieros.

… y al rayar el día,
muy tenue y bajito
-peraile y calvito-
cantaba un gallito
de Filosofía.

En semicírculo, ante el que bailaba el pandereta y la tremolaba el abanderado, la tuna se mecía al son de las canciones y los pasacalles. De los balcones y ventanas, en la noche abrileña nos caían amores, promesas y citas, llenas de calor, de entusiasmo y de juventud. Era el comienzo de comernos el mundo que mezclábamos con vino, con aguardiente y con besos largos y cálidas caricias exploratorias muy agradables. ¡Qué bonito resultaba todo, qué sencillo y cuanto nos llenaba!

Estudiante, la vida es amante,
que finge dichosa reír y gozar.
Estudiante, valor y adelante,
que ya divisamos, la orilla del mar.

Mientras haya vino en las botellas,
muchachos a ellas,
hasta concluir,
sin pensar que el día de mañana,
las tristes campanas,
doblen a morir.

A la tuna le debo –amén de numerosas alegrías, felices recuerdos y amores- el mejor y más divertido final de año en Paris nada menos, allá por el 64-65, con veinte años en las alforjas y un pasaporte en vigor. Fue un sueño de escapada para Carlos Delgado y para mí, pasada la nochebuena y en autobús desde Madrid, desde el Calasancio de Padilla -en el que dormimos y desayunamos café con leche de pava- de una tuna mixta con gente de varios distritos universitarios, subvencionada por algún ministerio para llevar calor y recuerdo a los emigrantes en Alemania y junto a chicos y chicas del TEU. Unos treinta en total. Carlos Delgado Alonso Martirena era todo desenvoltura, ondeaba la bandera con remango y pasaba la pandereta.

De una tirada –salimos a eso de las nueve de la mañana del 28-12-64- en plena nevada general que se iba agravando a lo largo de la jornada. Parábamos de vez en cuando en gasolineras, a reponer, tomar café y cambiar de agua al canario. En todas ellas sonaba la música de Ma vie, de Alain Barriere, Yesterday de los Beatles y Down Town de Pétula Clark. Patinamos en más de una ocasión y hubo que devolver el autobús a la carretera. En algún momento ya en Francia se nos estrelló un turismo que vimos venir patinando de lado, afortunadamente sin heridos, que pudo haberlos si no nos retiramos.

Durante la noche larga, bajo mantas y abrigados con anoraks, bufandas y gorros y rodeados de nieve, en un paisaje blanco cada vez más espeso y algodonoso, llegamos a Paris de anochecido en la segunda jornada, con gazuza, cansancio y sin tener donde albergarnos, pero en un ambiente de jolgorio desenfadado que solo se vive una vez en la vida.

Las chicas, unas ocho, encontraron un albergue de juventud y se ajustaron a lo que había y otros terminamos al abrigo del aeropuerto de Orly, tumbados en los bancos en un ambiente iluminado, seguro y caliente y sobre todo divertido, en el que dormitamos por mor de la juventud.

Paris ardía de frío y nuestros corazones jóvenes y alterados, saltaban en nuestro pecho de gozo, incontinenti. Todas las puertas se abrían a nuestro paso, todas las caras nos sonreían, todo se allanaba y las panderetas se llenaban de monedas.

A una niña de Logroño,
si, si sí.
Si, si, sisisirisí, segando hierba,
segando hierba…

Nuestras amigas de verano las Campagne, Colette y Catherine, nos acogieron a Carlos y a mí, en su casa al siguiente día y nos alojaron en el cuarto de servicio de arriba, en la rue Denfert-Rochereau, cerca del Observatoire y del Luxemburgo. Era un dormitorio con baño y allí nos las arreglamos la mar de bien. Los demás se fueron acoplando como pudieron en otros albergues y todo salió a pedir de boca.

Quisiera ser alkalde
donostiakua.
Daría yo a los pobres,
manteca y vino,
chorizo y pan.

Paris, bajo la espesa nieve blanca e impoluta, surcada de autos que la cruzaban veloces como si nada, era una verdadera maravilla, iluminada, acogedora, abierta y muy cariñosa con nosotros. Nuestros recorridos por Saint Michael, Montparnasse y Saint Germain, de restaurant en restaurant -la decó Brasserie de la Coupole en el 201 del boulevard de Montparnasse y el café Dupont muy expecialmente- fueron exitosos y nos paseamos triunfales –en la blancura nevada- al ritmo de la Jaca de Estrellita de Castro. En el metro, nos hacían calle y les gustaba que entrásemos en los grandes cafés y restaurantes, donde pasábamos la pandereta.

El tronío,
la guapeza, la solera,
y el embrujo
de la noche sevillana,
no los cambio,
por la gracia cortijera,
y el trapío de mi jaca jerezana.
A su grupa soy lo mismo que una reina
con espuelas de diamantes a los pies,
luciendo por corona y como reina,
luciendo por corona y como reina,
la majeza del sombrero cordobés.

Mi jaca, galopa y corta el viento,
cuando pasa por El Puerto,
caminito de Jerez.
La quiero,
lo mismito qué al gitano,
que me está dando tormento,
por culpita del querer.

Llegó el fin de año, la Nochevieja, tan nevada como el resto y esa noche cenamos dos veces. Una en casa de las Campagne, cuya familia nos acogió en su mesa a primera hora de la noche y como invitados de honor. Recuerdo un gran queso Brie, como una rueda, el buen vino y el calor general de la familia en pleno, en un amplio y confortable comedor muy iluminado.

Después, cada uno salió de cotillón allá donde se había comprometido y nosotros, Carlos y yo, nos fuimos a un albergue donde cenaban nuestros compañeros de tuna y TEU y aquello era espectacular.

Cuando mi barco navega,
por la llanura del mar,
pongo atención por si escucho
a una sirena cantar.

Dicen que murió de amores,
quién su canción escuchó,
yo doy gustoso la vida
siempre que sea por amor.

Corre, vuela,
surca las olas del mar,
quién pudiera
a una sirena encontrar.

Seríamos no menos de cien chicos y chicas sentados en torno a unas mesas larguísimas, iluminadas y bien provistas, donde llegamos al postre y lo recuerdo con alegría, con grandes pasteles de merengue, que volaron por los aires más de una vez y que fueron ocasión de chanzas y alegría infinita. Después, bailábamos la conga como enloquecidos, en una cadena chico-chica, por todo el enorme salón, cantando lo de “Esperanza, Esperanza, sólo sabes bailar cha-cha-chá”.

Allí nos dio la medianoche, oímos las campanadas, en la obscuridad y saludamos al nuevo año, el 66, con velas, abrazos y besos indiscriminados. Más tarde todo aquello se convirtió en una pista de baile y, sin dejar la cerveza ni el champagne, fue transcurriendo la noche alegre y desenfadadamente. Por la mañana -nunca sabré cómo pudo ser- amanecí en el confortable lecho de un colegio mayor femenino junto a una bella joven, rubia y perfumada que me hablaba en francés, bajito, me susurraba y daba su calor, me besaba y al descorrer las cortinas podíamos ver –abrazados bajo un cobertor- una enorme cruz de Lorena, nevada y sobreimpresionada en un inmenso paisaje blanco.

De Nueva York comunican
que, en unas excavaciones
obreros, machos bretones,
cosas extrañas hallaron.
Cuatro pedazos de culo,
(no se sabe de quién son)
una teta de Dalila,
y un huevazo de Sansón.
Ay, sandunga,
sandunga de amores muero,
si no me das tu cariño,
eso, a mí, me importa un huevo.

Anduvimos de noche por un Montmartre frío y blanquecino, poblado de cocottes con abrigos de pieles que las mantenían calentitas y que abrían para nosotros, generosas, invitándonos a participar y atemperar nuestras manos. Asistimos a un espectáculo de striptease en algún tugurio cerca de Pigalle y comimos patatas fritas Pont-Neuf, servidas en navecitas de papel de periódico, en un puesto de la calle. ¿La vie en rose? Peut-être.

Quand il me prend dan ses bras,
Il me parle tout bas
Je voi la vie en rose,
il me dit des mots d’amour
des mots de tous les jours,
et ça me fait quelque chose…

Seguimos viaje a Frankfurt, a la casa de España en Brüder- Grimm-Strasse, donde nos reunimos a comer con un colectivo numeroso de quienes trabajaban allí, que no eran pocos y a quienes alegramos su generosa invitación con nuestras canciones. Seguimos a Ludwigshaffen y a la Opel, en Rüselheim en confraternización con obreros españoles, emocionados y agradecidos que nos dieron, además de abrazos y cariño emocionado, de cenar y de dormir.

Lo que más les hacía llorar y reblandecerse eran las jotas sin duda y la jaca de la Estrellita Castro. Guardo recuerdos imborrables de aquellas gentes aguerridas, frágiles de sentimiento y anhelantes de calor humano para los que éramos todo un mensaje de España. Sus húmedos ojos, su obsequiosidad y sus abrazos lo decían todo.

En Heidelberg, sobre el Neckar nevado y evocador, de vuelta hacia Suiza, pasamos un día de Reyes inolvidable en el que se casó una pareja del TEU que venía con nosotros. Recuerdo una tabernita muy alemana, donde, algunos de nosotros -acompañados de grandes jarras de cerveza y al amparo de la nieve- escuchamos y cambiamos impresiones con un par de ancianos de luengas barbas blancas, muy propios y que tocaban el violín y la viola. En la calle reinaba una luz inverniza que difuminaba todo.

Cruzamos Suiza –el Gran Gotardo- y aparecimos en España el 8-01-65, por la Junquera.

Paulette Rubin, Chevalier, el campeón Paco Anguiano y su bandurria que no se separaba de mi porque le gustaba cómo le acompañaba, Cotito… Éramos la generación del mayo francés del 68 y algo indefinido había en el aire de protesta y de fin de una época de postguerra autoritaria y utilitaria.

Por si acaso, en Paris o en Frankfurt nos vimos la película de Brigitte Bardot… y Dios creó a la mujer, en la que me dormí de cansancio, pero que era una delicia de Briggite Bardot a la que adorábamos todos y a la que éramos fieles. Los anteriores habían tenido a Kim Novak, que no era poco. Del viaje aquel me quedó Paulette Rubin de Chicago, Illinois, de origen ruso y que se pasó a mi campo, con armas y bagajes desde el de un compañero de Salamanca, que se le quedaba pequeño. Era una mujer deliciosa de blanca piel, algo pecosa, de largos cabellos negros rizados y bellos ojos claros, dulce y muy civilizada que estudiaba filología española en Madrid y mantuvimos un romance muy sustancioso.

El 68, que llegaría enseguida –el del mayo francés- fue el año en el que, terminada mi carrera, hice las prácticas de milicias en Burgos del 20 de agosto al 20 de diciembre, junto a las bernardas del maravilloso monasterio de las Huelgas. Eran los tiempos del Monday, monday de The Mamas & the Papas. ¡Qué tiempos, Dios!

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