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Los viejóvenes de la política – La Gaceta de la Iberosfera

En el Barril, de la Carrera de San Jerónimo, siempre se oyen cosas. Basta con ir a tomarse una cerveza solitaria, fingir cierto desdén por la vida, y escuchar a los diputados y sus moscardones. Por supuesto, también en los bares de la calle Jovellanos hay material para los cronistas parlamentarios. Pero siempre es mercancía averiada. Hace ya muchos años que los políticos van al Manolo a que los periodistas escuchen lo que van a decir en voz baja, por eso hablan tan alto cuando susurran. En el Barril todo es más sutil. Mientras que en la Casa Vasca hay siempre un tufillo de conspiración que antaño me resultaba sugerente y que ahora me da muchísimo sueño. Y tanto en el Círculo como en el Suecia, a menudo hay tanta gente guapa que lo último que se te ocurre es ponerte a escuchar lo que dicen los políticos, que a su vez allí casi siempre están discutiendo que si rubias o si morenas. 

Hoy lo he vuelto a confirmar. Hay pocas cosas más bocazas que un diputado hablando con una camarera mona sobre cómo le gusta el punto de la carne. Al fondo, un par de núcleos corrosivos del viejo bipartidismo, dos idiotas que sueñan con trabajar en Accenture pero han sido incapaces de saltar del sótano del partido al mundo real, una señora que le dice a un diputado que lleva una corbata preciosa –quizá sea ciega, pero la corbata es más fea que un pulpo-, y un par de periodistas que ya no me recuerdan, ni yo a ellos. 

La consigna es el modo en que la izquierda lleva casi un siglo sin hacer política, sin debatir, sin reflexionar, abrazándose como lunáticos a cualquier causa

En el bullicio de la mesa contigua, la más interesante, detecto indignación y melancolía. Al grupo de dinosaurios que aúlla a mi lado les escandaliza que ahora en el Congreso haya demasiada gente que cree en cosas; algunas estúpidas y equivocadas y otras sencillamente esperanzadoras. Pero ellos no dan crédito a que algo así pueda haber ocurrido. En el fondo todos estos son socialistas: quieren que la mediocridad sea algo generalizado, para que la suya propia quede diluida en la masa.

Lo cierto es que la regeneración política, la de verdad, era esto. Gente que cree en algo y lo defiende sin someterlo todo al interés electoral de cada instante. Veo ahora a varios papagayos de quinta generación de chupadores del bote sintiendo que están, poco a poco, dejando de ser los amos del cortijo de vacuidades en que durante tanto tiempo se ha convertido el Congreso. Y descubrir de su viva voz el desconcierto me produce tal felicidad que a punto he estado de sacar una langosta de la piscina y ponerme a bailar con ella por el restaurante. 

El tema viene de lejos. Desde la Transición, la palabra clave ha sido siempre “consenso”. Eso, por la fuerza imbatible del momento, dejó en segundo lugar las ideas, cada vez más relegadas, y casi siempre sustituidas por las consignas, que es el veneno de la política. La consigna es el modo en que la izquierda lleva casi un siglo sin hacer política, sin debatir, sin reflexionar, abrazándose como lunáticos a cualquier causa que quepa en una maldita pancarta. La suma de consenso obligatorio y consignas de baratillo es lo que poco a poco ha ido desencantando y desactivando la vida parlamentaria, hasta dejarla en un ritual prescindible y carísimo para lo poco que produce.

Cuando un amigo jugaba a eso con una chica que le gustaba […] siempre aparecía otro, más tonto, quizá, más feo, a veces, pero con más agallas

Ahora que vuelve a haber algunas convicciones profundas en las Cortes, cierta vida intelectual entre sus señorías, los nuevos viejóvenes de la política están desconcertados, cuando no aterrorizados, y en su desconcierto, en vez de indagar en las procelosas aguas de la reflexión, del pensamiento crítico y de las ideas, se entregan aun con más pasión al cortoplacismo, a la política vacía, al electoralismo, rehuyendo cualquier debate, y defendiéndose con las consignas del enemigo. Todo menos confrontar una idea con otra idea, porque eso les obligaría a posicionarse, y los viejóvenes de la política lo que quieren es no estar en ningún lugar. 

En mi juventud, cuando un amigo jugaba a eso con una chica que le gustaba, a esperar a que cayera de pura madurez, siempre aparecía otro, más tonto, quizá, más feo, a veces, pero con más agallas y menos aprecio a la propia vida, y se la llevaba delante de sus narices. Luego todo eran poemas de desamor y llantos a lo injusto que es el mundo. Y sí, lo es. Pero también tiene momentos dulces, como ver a este grupo de diputadillos y diputadillas en corro cafetero, lloriqueando escandalizados porque ahora resulta que en el Congreso hay políticos tan locos, tan locos, que creen en algo más que en ganar las próximas elecciones