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Manía epistolar, por Fernando Savater

Las cartas que guardo de Cioran son todas breves, escritas con su letra desmayada pero nítida, en tinta azul pálido. Si la misiva tiene, digamos, quince o veinte líneas, casi todas son puramente circunstanciales, informativas o formales, siempre corteses, salvo una o dos: esas son desgarradas, de un humor profundo y casi metafísico, inolvidables. Resulta evidente que son la justificación de la carta, el verdadero mensaje envuelto en las palabras de rutina. «Dos cosas me faltan para estar completo o libre en los espacios del corazón: España y el desierto».

Yo era demasiado joven cuando recibía esas palabras especiales, acompañadas de otras que hubieran podido destinarse a cualquiera. Sonreía al leerlas, un poco aturdido. ¿Eran una revelación o sólo una boutade? Cuando le contestase ¿debía hacerme eco de ellas para darme por enterado o no remarcarlas, para que no pareciese que trataba de mostrarme más ingenioso de lo que mi ingenuidad permitía? Me hubiera gustado recibir consejos o lecciones para mi vida, pero Cioran sólo se permitía alguna broma, una breve jaculatoria que no pretendía evidentemente tener efectos prácticos y eso era lo único que me enseñaba. La única lección era que no debía esperar lecciones. Luego se despedía con sencilla cordialidad. «Soyons sceptiques, plus que jamais. Mille amitiés…».

«Lo cuenta en un texto de 1984 que sirve como prólogo a la antología de su correspondencia entre 1930 y 1991»

Cioran sostenía que para conocer la verdad de un autor hay que leer su correspondencia. La obra como tal siempre tiene algo de máscara y por eso fatiga antes. No se sentía capaz de releer los libros de Flaubert o Nietzsche, pero en cambio sus cartas le seguían fascinando. Lo cuenta en un texto de 1984 que sirve como prólogo a la antología de su correspondencia entre 1930 y 1991 que ha preparado Nicolas Cavaillès, también editor de sus obras para la Bibliothèque de La Pléiade (Manie épistolaire, ed. Gallimard, 2024).

Abarca desde misivas de juventud a sus compañeros, a su conflictivo hermano Aurel o a sus padres a las que envió a otros autores, como Mircea Eliade, Wolfgang Krauss, Samuel Beckett, Roland Jaccard o Clément Rosset. Incluso cartas de amor de los años ochenta, que me recuerdan lo que dijo Pessoa («todas las cartas de amor son ridículas pero nada es más ridículo que no haber escrito cartas de amor»). En ellas, constataciones muy serias («es prácticamente imposible hablar de Dios cuando uno no es ni creyente ni incrédulo») o trágicamente burlescas: «Sobre mi espermatozoide estaba escrito: desdicha».

Cioran escribía sus cartas siempre a mano y luego las llevaba personalmente a la oficina de correos de su barrio, «para que no se extraviasen» según decía. Les concedía mucha importancia porque «para el perezoso, el intercambio epistolar le da la impresión de actividad». Me es imposible imaginarle mandando whatsapps o emoticones, aunque quien sabe si también hubiera disfrutado así…aunque a regañadientes, claro. Algunos días, cuando abro mi buzón que apenas contiene ya más que algo de publicidad y algún impreso oficial, echo de menos aquellos sobres escritos en tinta azul pálido: «Monsieur Fernando Savater…».