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Perdiendo el norte

Juan Ramón Lucas.- Andrés se acuesta pronto. Escucha las noticias mientras termina de cenar y si la información y las tertulias están interesantes mantiene la radio encendida hasta que acaba de cepillarse los dientes. Luego la apaga, le da vuelta a alguna idea que ha escuchado, esté o no de acuerdo, y lee durante unos minutos hasta que se cae de sueño. Siete horas y media después la radio será su despertador.

Hoy se le ha quedado la mano inmóvil y el cepillo a medio trabajar cuando ha escuchado la noticia de última hora de la detención de Puigdemont. La estupefacción solo ha sido mitigada por la incómoda sensación de ver en el espejo cómo le caía un churrete de crema blanca hasta la barbilla. Ha subido entonces el volumen de la radio para poner atención a cómo el locutor iba compartiendo con él y se supone que los demás oyentes, las informaciones, al principio confusas, después fraccionadas y pasado algo de tiempo más ordenadas, en torno a la detención en la isla de Cerdeña del fugitivo más famoso del siglo en España, ex presidente catalán Carles Puigdemont.

Naturalmente, rompe su rutina. Termina de enjuagarse la boca y se lleva a la cama el móvil para seguir enganchado al torrente de informaciones y primeros comentarios que llegan sobre tan inesperado hecho. Percibe en quienes opinan una suerte de argumento común que enfoca la crisis política que la detención puede provocar, y se alía con esa mirada mientras escucha cómo el independentismo recibe la noticia con un sonoro rasgado de vestiduras: hasta el mismísimo presidente Aragonés se refiere a Puigdemont como presidente, en una esquizofrénica viñeta ilustrativa de la dificultad que el propio independentismo cultiva para descifrar sus pensamientos, tan cercanos a primarias impresiones viscerales. Si el Presidente le llama a Puigdemont Presidente, ¿qué clase de respeto tiene a su propio cargo? ¿O es que el fugado es el de verdad y él, elegido por un parlamento salido de unas elecciones, sólo un ocupa provisional? No hay respuesta. Percibe que en realidad estamos ante reacciones más de teatrillo que de verdadera afección personal.

Otra vez los que denuncian la politización de la justicia convierten en política una decisión judicial. Como si fuera cosa del gobierno que un funcionario de policía italiano viera en la pantalla de su ordenador una orden de detención sobre un ciudadano y procediera a ejecutarla. Pero, claro, hay que buscar culpables, que es lo que hacen siempre quienes contemplan la realidad como cosa de buenos y malos, blancos y negros, catalanes o enemigos de Cataluña.

Con lo bien que estaba el gobierno con su mesita camilla de diálogo para tener callado al independentismo y segura su estabilidad para la legislatura. Con lo tranquila que estaba Esquerra liderando la solución dialogada al conflicto político de Cataluña y garantizándose de paso la aprobación de sus presupuestos en Barcelona. ¿De verdad alguien cree que la detención de Puigdemont es algo que políticamente conviene al gobierno de Pedro Sánchez? Claro que no. Ni siquiera los legionarios del Cristo de Waterloo, los más felices con esta resurrección. Pero si hay una oportunidad, y más una oportunidad como esta para volver a desenvainar la espada de la ofensa y emitir furiosos mensajes de desagravio contra el opresor español, no van a desaprovecharla.

Recién apagada la radio, en el silencio de la habitación a oscuras, mientras enciende la lámpara de la mesilla y una luz tenue y terrosa se extiende por el cabecero de la cama, Andrés piensa en los distintos registros en los que se mueve la justicia y la política. Más aún, en la preeminencia que sobre la Justicia –y aquí la piensa con mayúsculas– busca la política. Recuerda cuando el independentista Torra dijo aquello de que la democracia estaba por encima de cualquier ley, desnudando ese tenebroso concepto de democracia capaz de elevarse sobre la articulación legal en la que se sustenta. O cuando no hace mucho el presidente Sánchez identificaba Justicia con Venganza, porque políticamente le interesaba justificar unos indultos que venían a invalidar sentencias emitidas por el Tribunal Supremo. La ley me vale mientras mi realidad política no encuentre en ella dificultades o barreras.

Esta misma semana hemos tenido otro ejemplo con lo del polisario Galhi. El gobierno, empezando por su propio presidente, sostiene que se hizo todo correctamente, «lo que debía y como debía», aunque se le colara en España contraviniendo la ley y se le tratara de esconder en un hospital provincial.

Es un juego peligroso defender hechos políticos como caminos correctos, o sea, beneficiosos para una acción de gobierno, aunque se transite al filo o hasta al otro lado de la ley.

Porque luego pasa lo que pasa, que un hecho judicial y, por tanto, legal, plausible como es la detención de un fugado que ha cometido en su país delitos graves, se convierte en un serio inconveniente político para el gobierno de ese país en el que ha delinquido y sus aliados.

Andrés apaga la luz y se deja caer en el sueño mientras le ronda en la cabeza la duda de en qué momento habremos perdido el norte.