Inicio Actualidad Podemos: ¿hay vida después de la muerte?, por José Luis Pardo

Podemos: ¿hay vida después de la muerte?, por José Luis Pardo

Sé que hablar en este momento del éxito de Podemos puede sonar a sarcasmo. Comprendo bien que el partido político así llamado está en las últimas. Pero no estoy seguro de que haya sido nunca exactamente un partido político. Pudo haber soñado con ello en los momentos de mayor respaldo electoral, pero su fulgor procedía de las fogatas del 15-M que iluminaron durante un instante la noche de la crisis económica.

Y lo que de ellas extrajeron sus dirigentes fue un capital simbólico de doble faz: por una parte, un halo de superioridad moral que adquirieron al presentarse como portavoces de las víctimas olvidadas de la guerra civil, que llevaban un siglo esperando su oportunidad para vengar la derrota del Frente Popular, y a las que —a su modo de ver—  la Transición no había hecho justicia; y, por otra parte, una pátina de superioridad intelectual, de la que hacían depender sus triunfos en la conexión con la gente. Se recordará que, en cuanto obtuvieron sus primeros éxitos, recorrieron las Españas como expertos en comunicación política e impartieron por doquier lecciones magistrales de agitación y propaganda.

Es cierto que lo primero —el halo de superioridad moral—, no sólo se les ha abollado irreparablemente, sino que les ha pasado algunas facturas abultadas: a pesar de que era totalmente coherente con el estatus y el salario de sus compradores, el chalet de Galapagar ha sido sin duda el que más caro le ha costado nunca a un político español, incluido el de Miguel Boyer; pero fueron ellos mismos quienes elevaron esa factura con sus soflamas contra la casta. En cuanto a lo segundo —su manejo de la consigna, el eslogan y las redes sociales—, es notorio que a su líder supremo no le sentó nunca bien el traje de vicepresidente del Gobierno, y por eso se deshizo de él en cuanto tuvo ocasión, para volver a las aulas, a los medios de comunicación y a la taberna, que siempre fueron lo suyo (nótese que, al menos en las culturas mediterráneas, las tabernas no son sólo lugares para beber, sino sobre todo lugares en los que se bebe para soltar la lengua y hablar más alto).

Y la mayoría de sus conmilitones de entonces, a medida que la maquinaria se iba averiando, siguieron caminos parecidos (pastoral en las aulas, en las tertulias y en la prensa). No tuvieron nunca vocación ni paciencia para dedicarse a la acción política parlamentaria o gubernamental. Y aunque ninguno de sus líderes ha escrito El Capital del siglo XXI, e incluso han mostrado dificultades para recordar correctamente el título de la Crítica de la razón pura, su expertise comunicativa, aunque modesta, era un valor en alza en el momento de su emergencia, pues las medidas de «austeridad» forzadas por la crisis de la deuda habían dejado a la izquierda en un lamentable estado de sequía discursiva.

Claro que Rodríguez Zapatero aplicó dichas medidas (no tuvo más remedio), pero carecía de argumentos para defenderlas y justificarlas públicamente, y por ello tuvo que ceder humillantemente el testigo al Partido Popular cuando ya no pudo mantener la ficción del Plan E. Sin embargo, Podemos —cuyos gérmenes ya había frecuentado este presidente cuando estaba en la oposición—, con su cóctel de cursilería del peronismo pijo, beatería del izquierdismo cultural posmoderno, efluvios bolivarianos del petróleo de Venezuela y santa indignación guerracivilista repipi, contenía la receta ideal para lo que en seguida se denominó «la búsqueda de una mayoría alternativa» que asegurase, como a nivel local ya se había hecho con el Pacto del Tinell, que el Partido Popular no pudiera volver nunca a la palestra.

«Todo su programa político, Sánchez lo extrajo, no como el Doctor Frankenstein sino como Drácula, de la yugular de Pablo Iglesias»

A primera vista, la fórmula no parecía diferir gran cosa del modelo tantas veces fracasado de Izquierda Unida, siempre desunida en torno al escuálido Partido Comunista e intentando en vano aglutinar los más variados descontentos para acelerar el final del capitalismo; pero en este caso disponía de un aglutinante que no estaba al alcance del comunismo viejuno: el elixir de la (autodenominada) «juventud sin futuro» que, como habían dicho los Sex Pistols No future/No Future/ We’re the future/ Your future»), se afirmaba ahora como el inevitable porvenir.

Así que la idea de construir una mayoría a base de sumar (sí, he dicho sumar) minorías (sin importar la inconmensurabilidad entre ellas ni su incompatibilidad con la Constitución), luego bautizada por Rubalcaba como «Frankenstein», no fue una idea original de Pedro Sánchez. Como todo lo demás de su programa político, él lo extrajo, no como el Doctor Frankenstein sino como Drácula, de la yugular de Pablo Manuel Iglesias en aquel abrazo histórico inmortalizado por el artista urbano TVBoy y aclamado por el coro de las bacantes de Ferraz («¡Con Rivera no!»).

El viejo ideario socialdemócrata y el sentido de Estado y del interés público, de los que el PSOE había hecho su marca en sus mejores momentos desde la Transición, fueron enteramente sustituidos por el puzzle populista de minorías airadas. La alianza con el independentismo supremacista y la aceptación tácita de la legitimidad del referéndum de autodeterminación, la ley del sólo sí es sí, la memoria democrática y la lucha contra el franquismo persistente, los impuestos revolucionarios a la banca y a las eléctricas, la identificación demonizadora de la derecha liberal con el fascismo, el ingreso mínimo vital, la cruzada contra el poder judicial «reaccionario» y los medios de comunicación «hostiles», la ley trans, el gamberrismo parlamentario y la arbitrariedad gubernamental, las medidas de intervención del mercado de la vivienda, la ley de amnistía y, en definitiva, todas las iniciativas estelares del Gobierno de coalición llevadas a cabo por Sánchez pertenecen al discurso de Podemos.

«La reencarnación populista del PSOE ha llevado al país a una crisis sin precedentes»

Y como eso mismo —discurso— era lo único que Podemos tenía, tras la extracción del jugo la formación estaba condenada a la irrelevancia. Pero no por haber fracasado sino por todo lo contrario, porque su éxito ha sido tan completo que ya no necesitan ni siquiera existir. Comprendo que se sientan contrariados. Su partido no ha alcanzado el poder, y su marca sucesora se prepara para agonizar hasta reducirse a un tamaño muy modesto, porque el resto de los aliados del Gobierno son mucho más poderosos. Sólo les queda la salvación individual, ya que Sánchez ha tenido con sus principales activos la deferencia de colocarlos en las tribunas que controla para que sigan ejerciendo su guerra discursiva (a él lo de la palabra nunca se le ha dado bien), ahora exclusivamente a favor del Gobierno, garantizándoles una vida resuelta mientras él conserve el mando.

Tomando prestado el título de un artículo de mi colega Francisco J. Martínez en La Voz de Granada, podría llamarse a este amargo triunfo «Reinar después de morir». Pero el PSOE no sobrevivirá a este cambio de bandera, y su reencarnación populista ha llevado al país a una crisis, no solamente institucional, sin precedentes. Y cuando pase la pandemia de populismo —que, como la de gripe española y la del covid-19, pasará—, será muy difícil reconstruir un consenso que no sea solamente una ensalada de minorías alborotadas, porque, como dijo alguien muy sabio, el todo es siempre algo más que la suma de las partes.