Inicio Actualidad Rendirse al poder del mundo (XIV) Muerte y sucesión del Papa Luna

Rendirse al poder del mundo (XIV) Muerte y sucesión del Papa Luna

En junio de 1423 estallaba en Nápoles una sublevación contra el rey Alfonso de Aragón, instigada por la diplomacia pontificia (del pontífice salido del concilio convocado por el pisano Juan XXIII a instancias del emperador Segismundo, que acabó traicionándolo). Alfonso el Magnánimo la reprimió a sangre y fuego, ignorando las peticiones de clemencia de Martín V en favor de los rebeldes derrotados. Hasta tal punto llegaron los tejemanejes estratégicos entre uno y otro que, cuando falleció Benedicto XIII el 23 de mayo de 1423, tanto el papa Martin V (que no las tenía todas consigo) como la reina María de Castilla -consorte del Magnánimo- instaron enérgicamente a D. Alfonso a tomar al asalto la villa de Peñíscola y su castillo para acabar definitivamente con el cisma. El rey de Aragón se opuso, apoyando así tácitamente a los cardenales de Peñíscola tras la muerte de su pontífice.

Así narra el canónigo Martín de Alpartir, que fue su secretario, el fallecimiento de D. Pedro de Luna, Benedicto XIII: “En 1423, el recordado señor Benedicto saldó su deuda con la naturaleza. Después de innumerables persecuciones inferidas contra él con ocasión del cisma, en el castillo de Peñíscola, perteneciente al Reino de Valencia y a la diócesis de Tortosa, donde vivía semirrecluido a causa de las adversidades mencionadas o persecuciones, el día 23 del mes de mayo en la octava hora del día entregó su alma a Dios, semimártir en vida a causa de la vía de la cesión del papado, que no se había procurado como un honor para él y en la muerte a causa de los venenos. Y el día mes y año mencionados, se celebraba la festividad de Pentecostés, antes llamada vulgarmente la Pascua de mayo. Y vivió en el papado 19 años, y ya corrían 46 años desde que el cisma había empezado después de la muerte del señor papa Gregorio XI, que había fallecido en Roma en 1378”.

Y se dice en la crónica que el mismo día que murió el papa Luna, éste se apareció al pusilánime delfín del rey de Francia, luego Carlos VII, diciéndole que se ocupase de la Iglesia, pues en manos de su obediencia estaba la verdad. Poco caso le hizo, por cierto, pues aprovechándose primero del empuje de Santa Juana de Arco, luego la abandonó en manos del prevaricador obispo Pierre Cauchon -padre conciliar en Constanza y acérrimo enemigo de Benedicto XIII-, que la juzgó indignamente y la hizo quemar viva por los ingleses. Sin embargo, al fin, a pesar de todo y de todos, nuestro tenaz Papa Luna no murió del todo, porque no dio por muerta su legitimidad papal.

En el testamento redactado en 1412, Benedicto XIII instituyó a sus cardenales herederos de la verdad y de la justicia, las cuales, Dios me es testigo, supe que yo he poseído legítimamente el patrimonio de Cristo y la heredad de la Iglesia militante que deben ser conservadas por sus sucesores al elegir, tras su muerte, a un futuro y digno Romano Pontífice.

Aun reconociendo sus muchos pecados, D. Pedro de Luna afirma no desesperar, pues me queda una gran confianza en el auxilio de Aquel cuya Madre asume ante su Hijo la audacia de ser abogada de los pecadores penitentes. Por ello, consolado por la intercesión de la Virgen se someterá – afirma- al Justo Juez esperando su clemencia, ya que ha tenido celo por la fe cristiana, reverencia a la santa madre Iglesia y amor por el pueblo fiel.

Confesará luego Benedicto XIII su fe católica, humildemente, como mejor sé con palabras, pero sobre todo con mi mente y con toda la devoción de mi alma que yo sé que hasta aquí he creído y tenido durante toda la vida lo que la santa Madre y Católica Iglesia siente y enseña. Lamentándose amargamente por la persecución externa de los cismáticos e interna, por los vicios que sufre la Iglesia, el papa Luna invita a sus prelados a soportar, si se presentaran, las fatigas de la mente y del cuerpo, los ataques falaces de los adversarios, las murmuraciones del vulgo, las detracciones también de los que se equivocan e ignoran la verdad, las tentaciones ilícitas de los perversos, los tumultos de los pueblos, las amenazas de los poderosos, las persuasiones y las imaginaciones idealistas de los hipócritas. Dolores todos ellos que no se sufren por nadie mejor que por Jesucristo que se dignó padecer por nosotros, declarará el anciano pontífice.

Finalmente, afligido por la prolongación del cisma que desgarra el cuerpo de la Iglesia y que se prolonga a través de miserables conciliábulos (Pisa y Constanza), invita Benedicto XIII a sus cardenales a que estén atentos sagazmente para que vuestro celo por la unidad no exceda los límites de la modesta disciplina y no acojan fácilmente unos medios peligrosos para la unión de la Iglesia que no estén previstos en el derecho. Recordará entonces el pernicioso ejemplo de los peligros y temores simulados y racionales vías y medios presentados por mí y que fueron rechazados por el intruso llamado Gregorio que no quiso admitirlos, aunque eran de derecho y seguros, de lo cual se había de esperar que, con la ayuda del mismo Señor hubiésemos alcanzado la verdadera, santa y deseada unión de la sacrosanta Iglesia. No se logró la unidad con el derecho en la mano ciertamente, sino con la sumisión de Gregorio XII al concilio dirigido por el emperador Segismundo. Invitar a las autoridades civiles a erigirse en supremos árbitros del orden eclesial parece ser de lo más socorrido: ahí está la pandemia con sus restricciones de culto y aforo.

Sin embargo, el Cisma de Occidente distaba mucho de resolverse con la muerte del finado. El pontífice difunto de hoy todavía seguía bien vivo en junio de 1423, cuando sus cardenales en Peñíscola se aprestaron a reunirse en cónclave para proceder a la elección de un sucesor, tal como había dejado dispuesto en su testamento Benedicto XIII.

El rey Alfonso V comunicó a los electores su deseo de que se abstuvieran de hacer una nueva elección o, que, si elegían, lo hicieran en persona de sus Estados. Con el espaldarazo del Magnánimo comenzaron las deliberaciones… Aunque, al principio, las desavenencias del raquítico colegio -cuatro cardenales, uno de ellos ausente- amenazaban con prolongarse indefinidamente, la sensatez se abrió paso y la elección recayó finalmente sobre el canónigo de Valencia, familiar de Benedicto XIII, Gil Sanxis Muñoz, que tomó el nombre de Clemente VIII. Su abultado patrimonio podría sostener los gastos de la Curia y del Sacro Colegio cardenalicio. El día 19 de mayo de 1426, tres años después de su elección, fue coronado solemnemente. El 28 de ese mismo mes el rey Alfonso ordenó al clero de sus dominios obedecer a Clemente VIII. El papa Martín V quedaba bien servido…

Sin embargo, con D. Alfonso alejado en sus cuitas de los reinos de Nápoles y Sicilia, su esposa María de Castilla, actuando por su cuenta y riesgo, decidió organizar -siguiendo los dictados de Martín V- una tropa armada para someter por la fuerza a los que llamaban ya farsantes, fanáticos y enemigos de Dios, de la Iglesia y del rey. Aunque el cerco al nuevo papa se estrechaba por momentos en Peñíscola con un asilamiento casi total, la precipitada vuelta a Aragón de Alfonso V para hacerse con las riendas de unos reinos que su ausencia había descontrolado, tuvo un benéfico efecto para Clemente VIII: El Magnánimo suspendió todas las medidas tomadas por su esposa María de Castilla contra la obediencia clementista y ordenó reconocerlo como único papa legítimo, proveyéndole asimismo de recursos económicos. Así pues, el rey de Aragón sostenía con mano firme su pulso con Martín V a cuenta de sus reinos italianos. No iba permitir que el papa Colonna le pasase la mano por la cara.

En enero de 1425, Martín V, obcecado y enojado por la resistencia del rey de Aragón en acabar con el persistente cisma, envió como legado ad latere al cardenal franciscano Pere de Foix para lograr la unidad, normalizar las relaciones entre la Santa Sede y Aragón, reformar la Iglesia en ese reino -en Castilla no hacía falta, pues le era afecta- y mantener la libertad de la Iglesia, mediatizada por un rey que se le oponía. D. Alfonso, tras muchas dilaciones, accedió a recibir al enviado papal a condición de renunciar Martín V a los derechos de la Cámara Apostólica (la banca vaticana de entonces) que habían cobrado por su cuenta los agentes del rey. El Magnánimo chantajeaba a Martin V a cuenta de Clemente VIII para conseguir ciertas ventajas políticas en Italia y frente a Castilla, y obtener cuantiosas concesiones pecuniarias de la misma Santa Sede. Pero se pasó de listo…

Cuando en abril de 1426 el legado pudo entrevistarse al fin con el rey Alfonso en Valencia, el enfrentamiento estalló: El Magnánimo puso en duda la legitimidad de Martin V y la necesidad de una embajada. Y recordando el fracaso de la legación del cardenal Adimari, se quejó de la política del papa en Italia -contraria a la suya- y del legado que se negaba a sus peticiones. La sombra de Clemente VIII, protegido ahora por el rey en Peñíscola, era alargada y el cardenal Pere de Foix amenazó a aquellos que protegían a los “cismáticos”. D. Alfonso respondió con el desafío del concilio frente a la autoridad del papa: pues, según Constanza, sólo el concilio debía ocuparse de cuestiones de herejía y cisma. Y tenía toda la razón: lo que fue legitimo en Constanza ya no estaba permitido ahora con el papa Colonna reinando…

Pero aquello no podía tolerarse. Martín V, herido en su pontificio orgullo, hizo instruir al rey de Aragón un proceso, conminándole a presentarse en Roma en el plazo de 120 días para justificar por qué protegía a Clemente VIII en sus dominios y mediatizaba así la actividad de la Iglesia. La amenaza de anatema, excomunión y entredicho acogotó de tal manera al monarca que acabó por ceder… Los conflictos con Castilla estaban muy vivos todavía como para abrir otro frente. Alfonso el Magnánimo anuló entonces todas las órdenes que prohibían la obediencia a Roma. Martín V concedió al legado la posibilidad de otorgar pingües beneficios eclesiásticos para aunar voluntades… El rey aceptó finalmente todas las exigencias del cardenal Pere de Foix excepto en lo que se refería a Italia, aunque allí se comprometía a negociar. A cambio, el legado pontificio acompañó a D. Alfonso en una expedición punitiva contra Castilla. El apoyo moral del eclesiástico, que intermedió entre los dos reinos, redundó en un rotundo triunfo diplomático para Aragón, lo que enfadó a Martin V, que había recibido de los castellanos un apoyo incondicional. Pero, sobre el terreno, Pere de Foix quería dar alguna satisfacción al monarca que, al poco, abandonó definitivamente a Clemente VIII y revocó los edictos reales contra Martín V.

Inmediatamente, una embajada de parte del rey y del legado se dirigió a Peñíscola para suplicar a D. Gil Sanxis que se dignara abdicar espontáneamente. Clemente VIII, el 26 de junio de 1429, solo y agotado, aceptó inmediatamente la propuesta, revocó las sentencias de Benedicto XIII contra el papa Colonna, y por el honor de Dios y por la unión de la Iglesia resolvió hacer dejación de la dignidad y honor del Supremo Pontificado. Leyó la bula de abdicación y abandonó el trono. Momentos más tarde reapareció con los hábitos canonicales e invitó a sus cardenales a hacer elección de Papa. Por unanimidad todos votaron a Otón Colonna, Martín V. Un mes más tarde, en la iglesia de San Mateo, el legado absolvió las censuras que pesaban sobre los curiales de Peñíscola, y el papa dimitido devolvió a Pedro de Foix la preciosa tiara de San Silvestre que, depositada luego en el tesoro de San Juan de Letrán, acabó siendo robada y desapareció para siempre. Toda una señal.

Al cabo, el castillo de Peñíscola acabó engrosando el patrimonio real, el legado expolió la biblioteca y archivos del papa Luna -dinero no había ninguno- y Gil Sanchís consumió plácidamente sus días como obispo de Mallorca… Ahora sí. Definitivamente, el Cisma había terminado. No sería el último. El poder del mundo los había rendido a todos, ¡menos a uno!

El papa Benedicto XIII fue sepultado bajo una sencilla losa ornada con una figura yacente cerámica en la capilla del castillo de Peñíscola. Allí se mantuvo incorrupto, a pesar de la humedad del lugar, hasta que fue trasladado con suma veneración, siete años después, hasta Illueca, su villa natal. Allí, durante la Guerra de Sucesión, su cadáver fue profanado por la soldadesca francesa y sólo pudo conservarse su cráneo en una caja de abeto que acabó en manos de los condes de Argillo, que lo tenían arrumbado en su desvencijado palacio de Sabiñán, de donde fue sustraído en el año 2000 por dos oligofrénicos, vecinos del pueblo, que pretendían venderlo. La Guardia Civil finalmente, detuvo a los malhechores y recuperó la reliquia, que ahora custodia el Museo Provincial de Zaragoza ante la desidia de un obispado que nunca se interesó ni en adquirirla ni en protegerla adecuadamente: la típica ingratitud eclesiástica… El Instituto de Medicina Legal de Aragón acabó publicando un estudio científico en el que se acredita la adecuada antigüedad y la total similitud morfológica y tomográfica del cráneo con la cabeza del busto y relicario de san Valero, donado por Benedicto XIII a la Seo de Zaragoza. Por tanto, se considera el busto de plata policromada una réplica por moldeado de la augusta cabeza de D. Pedro de Luna.

Y todavía hoy, a pesar del tiempo transcurrido, las agrestes rocas de Peñíscola, batidas por las olas del piélago, nos recuerdan que, en aquella Arca de Noé, la legitimidad de Benedicto XIII y la libertad de la Iglesia estuvieron siempre a salvo. Su cráneo, mancillada reliquia conservada ahora por una institución pública ante el desinterés absoluto de la comunidad eclesial, nos recuerda que sic transit gloria mundo…

Por ello, para perpetuar su memoria y hacernos reflexionar sobre su atormentado periplo vital, en 1923 la Universidad de Zaragoza colocó en la capilla del castillo de Peñíscola una lápida que, conmemorando el quinto centenario del fallecimiento del pontífice, ruega solemnemente: “Aragón os pide que recéis a Dios por Benedicto PP XIII, Pedro de Luna, el gran aragonés de vida limpia, austera, generosa, sacrificada por una idea del deber. El Juicio Final descubrirá los misterios de la Historia. En él nos salve Jesucristo y Santa María su Madre”. Que así sea.

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