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Sufragios por los difuntos

Orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados es una acción santa y conveniente. (II Macabeos 12, 46)

He de confesar que me sorprendo y se enciende en mí una chispa de esperanza, cada vez que me encarga alguien una misa en sufragio por sus difuntos. Y me da por pensar que serán los difuntos lo último que nos quede… Cuando nos desentendamos definitivamente de nuestros difuntos, se habrá acabado la civilización: será la última calamidad con que nos castiguen los nuevos amos del mundo.

Entre los valores que está destruyendo el Nuevo Orden Mundial, está el del respeto que les debemos a los difuntos, manifestado en primer lugar en las tan bien llamadas honras fúnebres (algo absolutamente universal) y entre los católicos, con los sufragios por su alma. Es para preocuparnos, ver con cuánto regodeo hablan los medios de los difuntos (sólo los del covid) todos los días, para que tengamos la certeza de que esa enfermedad se lleva a la gente por delante. Pero esos muertos (venimos de ocultar celosamente la muerte para no estropear la ilusión idílica de que el sistema sanitario la mantiene a raya) no son hombres y mujeres, la inmensa mayoría ya muy ancianos, que se nos quedan en el camino; son frías estadísticas con las que se sube o se baja el miedo a la enfermedad (la enfermedad mediática, claro está) y a la muerte (la muerte de moda, por supuesto). Lo que resplandece en esa incesante avalancha informativa de defunciones, es la falta de respeto a los difuntos. Lo único respetable en ese macabro baile de la muerte, son las estadísticas. Es evidente que se trabaja por ellas, no por las personas aludidas en ellas. Evidente que la noticia de todos los días son las estadísticas; no las personas, ni sus enfermedades (¡bueno, su enfermedad!), sino las estadísticas. Todos reducidos a fríos números.

Y sí, claro, en este panorama tan frío, tan despersonalizado y tan deshumanizado, me sorprende que alguien me encargue una misa en sufragio de sus difuntos. Son decenas de miles los que han muerto sin ningún tipo de asistencia: ni médica, ni familiar, ni espiritual. Los condenados a pena capital y ejecutados, han contado con más atenciones que estos pobres tan cruelmente descartados por la sociedad. Nuestra lógica cultural de muchísimos siglos, es que los deudos compensaban con sufragios por el alma del finado lo que no habían podido hacer por él en vida. Incluso era ésta una forma de desagravio por las deudas de todo género (especialmente morales) que quedaron pendientes. Eso formaba parte ordinaria de las honras fúnebres. Más ciertas que las deudas pendientes del finado con Dios, eran las de sus deudos con él. Y para tranquilizar sus conciencias (al margen de su mayor o menor fe en el purgatorio), encargaban misas en sufragio de su alma. Pero hoy ha decaído tremendamente la fe en Dios y la fe en el hombre. Y eso de las honras fúnebres ha pasado para muchísima gente al baúl de los recuerdos.

Es que en la vida todo son vasos comunicantes; y si baja el nivel de uno, baja también el nivel de los demás. Y nos extrañamos de que, cayendo una ficha del dominó, caigan las demás una tras otra. Es que anda todo muy trastocado desde que el derecho a la vida ha sido sustituido por el derecho a la muerte. ¡Ah, sí, con adjetivos! Como si la vida y la muerte no tuviesen nada en común que las relacionase. Y por supuesto, los adjetivos se ponen para no asustar al personal, es decir para engañarnos, para dorarnos la píldora, para que, gracias a la cobertura almibarada, nos traguemos mejor los sapos. Y sí, claro, los adjetivos los pone siempre el más fuerte, que es el que manda.

En fin, que como manda la gramática más elemental, si alguien tiene derecho a que le den la muerte, es porque hay alguien que tiene “derecho” (¡y hasta obligación!) de dar la muerte: es decir, derecho de matar. Al fin y al cabo, este derecho no es más que la prolongación lógica del “derecho” que tiene la madre de matar a su hijo mientras pueda alegar que no es él, sino ella, que es la que administra a su albedrío el derecho de alojamiento. Un derecho basado en el derecho subsidiario de la criatura a la vida: pero no se trata de un derecho absoluto, sino que ha de ser adjetivado por la madre con el asesoramiento y el apoyo del médico y de los servicios sociales.

Y he aquí que por fin tienen ya el mismo nivel los vasos comunicantes de los derechos al aborto y a la eutanasia, que son el mismo derecho a la vida digna y a la muerte digna. Una vida y una muerte en las manos de quienes tienen el poder de decidir sobre la dignidad… y la indignidad. Es que no podía ser de otro modo.

Es que, para nuestro total desvarío, la vida con la que nos construimos (entre ellas, la vida que nos sirve de alimento) alcanza su más alto nivel de significación y de valor, en la muerte. Cuando se trata de vidas-para-alimentarnos y de vidas-para-salvarnos, la muerte es el momento en que esa vida llega a su plenitud, a su culminación. Es justo cuando termina, cuando alcanza su razón de ser. Porque la vida sin terminar, es una vida inacabada. Y una vida digna ha de tener obviamente un final digno, una conclusión digna de todo el desarrollo.

Estamos en la cuestión metafísica del FIN, del “télos” griego, la teleología que dicen los filósofos y también los teólogos: Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe (Hebreos, 13, 7). Por ello resulta que es en el fin-final, donde queda totalmente determinado el FIN, es decir, la razón de ser, que curiosamente es la misma palabra con valor de finalización y finalidad en toda la secuencia de lenguas en que se ha creado el concepto. ¡Hasta hoy!

Es como para preocuparnos, haber caído en una finalización tan anodina de nuestras vidas: sin dignidad (¡tanto hablar de la “muerte digna” !: dime de qué presumes, y te diré de qué careces), sin trascendencia, sin esperanza y, por tanto, sin Dios… Como para preguntarnos de una vez cuál es el fin de nuestras vidas en ese fatídico Nuevo Orden Mundial que con tanto ardor aplauden algunos purpurados.