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Un año de Biden: inflación récord, caos en la frontera y un mandato vacunal bloqueado por el Tribunal Supremo

Si, cinco años atrás, Donald Trump iniciaba su presidencia con los más oscuros presagios de la prensa nacional e internacional, que auguraban todas las desdichas imaginables, incluyendo la imposición de un régimen de terror, un empobrecimiento pavoroso del país e incluso una guerra nuclear (ahí están las hemerotecas), Biden llegó hace ahora un año a la Casa Blanca con los parabienes de todos, fuera y dentro, y previsiones de bonanza y vuelta a la normalidad.

Un año ha bastado para pulverizar esas ilusiones, como bastó un año del neoyorquino para que la economía experimentara una insólita mejora en todos los frentes.

Es dudoso que nadie pueda, sin sonrojarse, mirar al primer año de Biden y pretender que ha sido una «vuelta a la normalidad» (la razón más repetida para votar al demócrata) o que las cosas no están peor que entonces en casi todos los frentes, desde el económico al sanitario, desde la protección de derechos y libertades hasta la situación en las fronteras, desde la tensión exterior a la división interior.

No es extraño que en solo un año, el año de la esperanza, la popularidad de Biden haya caído más deprisa que la de ningún otro presidente desde finales de la Segunda Guerra Mundial y ahora esté, según las encuestas más recientes, en torno a un tercio de la población. Ya saben: el presidente con mayor apoyo electoral de la historia, de creer la historia oficial.

Pero sería del todo injusto comparar Trump con Biden. El primero fue un ‘outsider’, un presidente con una personalidad arrolladora (para lo bueno y para lo malo) y toda la maquinaria burocrática en su contra, incluyendo al Pentágono y la agencias de Inteligencia. Biden, por el contrario, cuenta con el absoluto favor del aparato de Washington, pero personalmente parece cada día más un muñeco de guiñol que repite las palabras escritas por otros en un teleprónter.

Para su asalto a la Casa Blanca en 2019, los demócratas seleccionaron al antiTrump, no meramente en programa, sino en perfil personal. Frente a un empresario ajeno a la política con ideas rompedoras y muy definidas, sus rivales escogieron al eterno aspirante, a un anciano político de carrera con evidentes problemas cognitivos, acompañado de una mujer, Kamala Harris, universalmente aborrecida entre las propias bases del Partido Demócrata.

En su discurso inaugural, como es costumbre, Biden prometió darle la vuelta a todo lo que supuestamente Trump había hecho mal y, a un año vista, ni el más esperanzado de los demócratas puede afirmar con sinceridad que las cosas estén mejor. De hecho, al circo de Washington le han crecido todos los enanos.

Empezando por uno de los puntos fuertes de Trump, el económico.

La inflación se ha disparado al 6,8%, el nivel más alto desde los últimos años del desastroso mandato de Jimmy Carter. Nada indica que se trate de un fenómeno pasajero y que, de empeorar, podrían dinamitar las opciones del Partido Demócrata en las elecciones legislativas del próximo noviembre, que probablemente dejarán ambas cámaras en poder de los republicanos, complicando la estrategia de una Administración que ha dado pruebas de pretender gobernar en solitario.

El Washington Post (también conocido como ‘el blog de Jeff Bezos’) señalaba recientemente que «la fuerte demanda de consumo, la permanencia de los problemas con la cadena de suministro y la aparición de la variante ómicron amenazan con prolongar una aguda subida de los precios hasta bien entrado 2022». También el crecimiento económico de Estados Unidos ha tenido que revisarse a la baja: las previsiones para el primer trimestre de este año, calculadas inicialmente en un 5,2% se han tenido que rebajar a un exiguo 2,2%.

En el frente exterior, un año de Biden ha bastado para poner de manifiesto la decadencia del gigante norteamericano y el deterioro del clima internacional. El primer año de mandato demócrata, con el desastre afgano incluido, termina con un mundo más cerca de una confrontación directa entre dos potencias nucleares de lo que nunca ha estado desde el fin de la Guerra Fría.

Este mismo mes, Estados Unidos y Rusia han mantenido conversaciones sobre la situación en Ucrania. Para rebajar la tensión en la frontera, Putin exige garantías de que Ucrania no entrará en la OTAN y que Washington no instalará armas ofensivas en un territorio desde el que podrían alcanzar Moscú en escasos minutos.

La buena noticia es que el líder ruso ha ordenado a diez mil de sus cien mil efectivos estacionados en la frontera con Ucrania que regresen a sus bases en el interior de Rusia, supuestamente. Pero la amenaza de Putin de que actuará de forma decisiva si Ucrania recibe la promesa de entrar en la OTAN podría no ser un farol, y parece un riesgo demasiado alto tratar de averiguarlo.

Con China, las cosas no están mucho mejor. Pekín no ha renunciado a ninguna de sus reivindicaciones territoriales en su zona de influencia, incluyendo la anexión forzada de Taiwán, y a lo más que Washington puede esperar es a que China se tome un tiempo mientras digiere Hong Kong, que a todos los efectos ha dejado de ser un territorio especial.

Pero si el mundo está más dividido y enfrentado al año de entrar Biden en la Casa Blanca, más próximo a un estallido bélico, la situación interior no es mejor en absoluto. Si acaso, es peor, porque desde el primer momento la administración declaró la guerra a una buena parte de sus compatriotas, sus rivales políticos.

En su discurso inaugural, Biden reveló que la mayor amenaza interna para la seguridad nacional era el ‘supremacismo blanco’. Esto, en un país que ha sido fatalmente azotado en varios atentados por el terrorismo islámico y que acababa de salir de una verdadera serie de ‘razzias’ de pillaje, violencia y destrucción en una veintena de ciudades por parte de Black Lives Matter y Antifa, resulta más que sorprendente.

No hay supremacismo blanco, punto, y la expresión es solo una etiqueta para demonizar a los votantes de Trump y, en general, a los disidentes de la tiranía ‘woke’. Y uno de sus primeros pasos fue la consagración de la payasada del 6 de enero en un ‘intento de golpe de Estado’, lo peor que le había pasado a Estados Unidos desde Pearl Harbour: borren eso, peor que Pearl Harbour, según la vicepresidente Harris.

Esa narración se está ahora viniendo abajo, gracias a investigaciones periodistas independientes cuyas conclusiones apuntan a una operación del FBI para satanizar al trumpismo y desactivarlo en un momento en que un número altísimo de norteamericanos dudaban de la limpieza de las recientes elecciones.

Por su parte, el nuevo fiscal general, Merrick Garland, el pasado octubre, dio instrucciones al FBI para que investigara como ‘terrorismo’ el caso de los padres que, en los consejos escolares, se opusieran al lavado de cerebro al que someten a sus hijos.

Hay tres protestas generalizadas de los padres contra la educación que se imparte ahora, una de orden práctico y dos de orden ideológico, y las tres giran en torno al mismo debate que se da en España con la Ley Celaá, a saber: si los hijos son responsabilidad de los padres y la escuela debe respetar los principios morales de los padres o si, como se pretende desde el poder, son propiedad del Estado, que puede programarles con la ideología ‘woke’.

La primera entre las ideológicas es el adoctrinamiento en la llamada Teoría Racial Crítica, de cuyos postulados se concluye que Estados Unidos es un error, un país fundado exclusivamente sobre el racismo y la opresión de una raza sobre las demás. Todo en la historia norteamericana debe juzgarse a través de ese prisma y el resultado debe ser que los niños blancos se avergüencen de su patria.

La segunda es la ideología de género, la idea de que no existe un sexo definido (o es irrelevante) y se debe animar a los niños a que ‘exploren’ sobre su verdadera identidad sexual. Todo, a espaldas de los padres.

En cuanto al asunto práctico es el de las mascarillas y, en general, las restricciones draconianas que se imponen a los niños en los colegios con la excusa de la pandemia. Estos tres puntos de fricción han abierto los ojos de muchos padres, que se han dado cuenta de que la escuela se ha convertido en centros de subversión que enseñan a los niños a despreciar los principios de sus padres.

Y, hablando de pandemia, el papelón de Biden en este asunto, que oscureció los últimos meses de la presidencia de Trump, ha sido especialmente desastroso. Desde la propia campaña electoral, Biden argumentó que el todavía presidente era responsable de la extensión del virus y que él, Joe, se comprometía a «no paralizar el país, sino paralizar el virus».

Su política en este sentido ha sido aprobar un mandato vacunal tan abiertamente tiránico e inconstitucional, tan desastroso para la economía y el empleo y para el propio funcionamiento de la sanidad y tan divisivo, que el Tribunal Supremo se ha visto obligado a bloquearlo después de que lo hicieran varios tribunales federales.

Al final, Biden ha izado en esto bandera blanca, reconociendo que «no hay solución federal contra la pandemia» y devolviendo a los estados la responsabilidad política sobre las medidas de contención de la pandemia. No es que todos los estados hayan estado a la espera de este permiso presidencial para hacer de su capa un sayo. Algunos, como la Florida de Ron DeSantis o el Texas de Abbott, llevan ya tiempo en rebeldía frente a Washington, aplicando un régimen sanitario mínimamente intrusivo que respeta la libertad personal y que ha cosechado unos resultados sanitarios que son la envidia de muchos vecinos más estrictos.

Pero la comparación entre la presidencia de Trump y el primera año de la de Biden adquiere rasgos especialmente llamativos en lo que fuera la política estrella en el programa del neoyorquino: la inmigración ilegal.

Biden anunció el primer día su intención de darle la vuelta a todas las medidas adoptadas por Trump en este sentido, y aún resonaban sus palabras en la sala de prensa cuando se inició un éxodo sin precedentes desde el otro lado de Río Grande hacia los Estados Unidos.

Fue y sigue siendo una catástrofe humanitaria sin paliativos, y de nada sirvió que la vicepresidente, encargada de solucionar la crisis, volara a los países de origen para pedir a sus ciudadanos que no marchasen hacia Estados Unidos.

El resultado, hasta la fecha, es la entrada de una masa ingente de simpapeles (y sin ningún tipo de control sanitario sobre su condición con respecto al covid, por cierto), calculada en dos millones de personas muchas de las cuales abarrotan esos centros de detención que, durante la administración Trump, la prensa comparaba con campos de concentración.

Las encuestas muestran que todas las esperanzas que los norteamericanos hayan podido depositar en Biden hace un año, toda ilusión ante un posible «regreso a la normalidad», se han volatilizado. Y aún quedan tres años.