Inicio Actualidad Una sentencia no salomónica – La Gaceta de la Iberosfera

Una sentencia no salomónica – La Gaceta de la Iberosfera

Uno no gana para sustos: los que a diario nos propina el disparatado mundo en que vivimos.

Dirijo hoy mi atención de quintacolumnista hacia un suceso que podría parecer nimio, pero que no lo es. De hecho está suscitando un lógico y notable revuelo en los medios de información y en la rebotica de los tertulianos. Me sumo a él. Hay ocasiones en que la actualidad salta de lo anecdótico a lo categórico.

Una juez ‒me niego a acatar el criterio de quienes desde la cátedra de la Academia aceptan la feminización gramatical de esa palabra‒ ha entregado la custodia de un niño, o quizá de una niña, no lo sé, a uno de sus progenitores con el peregrino argumento de que la criatura vivirá y crecerá mejor en el cosmopolitismo de la sofisticada Marbella que en la aldea de Muros, sita en lo que la magistrada en cuestión considera (sic) Galicia Profunda.

¿Y si fuera ‒es lo que muchos pensamos‒ precisamente al revés?

Lo que se ventila en ese dilema es, salvando las distancias y a contrario sensu, lo mismo que se planteaban Fray Antonio de Guevara en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea y Fray Luis de León en su celebérrima oda horaciana al Beatus ille.

Disculpen ustedes tanta pedantería… ¡Dos latinajos ý dos obras clásicas en un solo párrafo! ¿Me enviará la ministra Pilar Alegría a un par de corchetes analfabetos para que se me lleven esposado a un campo de reeducación? Tercer latinajo: mea culpa, señora. De sobra sé que las víctimas de los vigentes planes de holganza, digo, de estudio no tendrán la más mínima idea acerca de lo que significa eso, tan raro, de beatus ille. ¡Pues que vayan un ratito a Salamanca, carape, ya que estamos hablando de Fray Luis! 

…mi hijo, en Castilfrío, había aprendido en un par de meses más que en todo el resto del año en Madrid

Muros es una de las aldeas más bonitas, más pacíficas, más sosegadas y más agradables de lo que usted, Señoría, califica de Galicia Profunda. Lleva fama, por añadidura, de que en ella nacen las mujeres más guapas de toda la región.

¿Profunda? ¿Tiene eso algo de malo? Marbella, en cambio, pese a las bondades de su clima, de su entorno geográfico y de la simpatía de sus gentes ‒las oriundas, claro… Las cosmopolitas, aunque de todo haya en ellas, no son precisamente un dechado de pedagógica virtud‒, más bien pertenece a lo que, sin ánimo de ofensa, cabría considerar emblema de la Andalucía Superficial. Cerquita de allí, en Ronda, está, por cierto, la hermosa atalaya y campanario de la Andalucía Profunda. En todas las Españas, en todos los gajos de la Iberosfera y también en todas las personas hay un lado profundo y un lado superficial. Sin aquél no existiría éste y sin éste no existiría aquél.   

Yo, Señoría, tengo un hijo que acaba de cumplir nueve años y está escolarizado en Madrid, donde residimos y compartimos casa, pero que este verano, y los anteriores, y los anteriores a los anteriores, desde que nació, ha pasado dos meses en Castilfrío de la Sierra, minúsculo villorrio de la provincia de Soria, y allí ha sido feliz, ha granado, ha crecido y ha aprendido mucho más de lo que aprende a lo largo de los restantes meses del año en la capital del Reino, que lo aprisiona, que lo obliga a vivir en una cárcel de asfalto, de coches, de ruidos, de multitudes, de prohibiciones, de convenciones, de obligaciones, de renuncias y de amenazas.

No soy yo, Señoría, quien desde lo alto de mi condición de adulto, por no decir de anciano, lo dice, sino él, que al terminar agosto, lleno de moratones y escoceduras en las rodillas y en los codos, fruto de ese hermoso patrimonio cervantino que es la libertad, amigo Sancho, corrió hacia mí una tarde tras cuatro o cinco horas de corretear a sus anchas por el pueblo y me pidió:

‒Papá, papá… ¿Por qué no nos quedamos a vivir aquí? Podría ir al colegio de Almajano, que está sólo a diez kilómetros y…

Casi me eché a llorar aunque me contuve y disimulé la humedad de mis ojos con el manto reparador de una sonrisa.

Dije más arriba, Señoría, que mi hijo, en Castilfrío, había aprendido en un par de meses más que en todo el resto del año en Madrid. Completo ahora la frase… Lo que había aprendido no era a sumar, ni a restar, ni a participar en una fiesta de cumpleaños, ni a comer una apestosa hamburguesa industrial, ni a decir good morning, ni a cruzar la calle con el semáforo verde…

Había aprendido a vivir.