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La nueva política migratoria argentina: control y exclusión

La ley de migraciones sancionada en Argentina en el 2003 y reglamentada siete años más tarde, representó un gran avance respecto de la legislación anterior, heredara de la última dictadura militar. La legislación se transformó en una referencia internacional, al reconocer la migración como un derecho humano y garantizar a los inmigrantes derechos educativos, sanitarios y laborales sin importar la condición reglamentaria en que se encuentren. A pesar de esto, en enero de este año, el presidente Mauricio Macri sancionó un decreto que modificó sustantivamente este marco jurídico, revirtiendo o suprimiendo algunos de sus aspectos más significativos.

Organizaciones de derechos humanos, como el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Amnistía Internacional y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, además de un importante número de organizaciones de migrantes, consideraron el nuevo decreto presidencial “una iniciativa que no respeta los derechos humanos” y lo calificaron como una “política regresiva”. La reforma impuesta por el presidente argentino dilata el plazo necesario para acceder a la ciudadanía nacional, amplía las causas de denegación y de cancelación de residencia en el país, así como amplía las de expulsión, debilita el derecho de defensa, y extiende o acelera notablemente las posibilidades de detención de migrantes sujetos a un trámite de expulsión.

El gobierno argentino defendió la medida señalando que estipula “un procedimiento especial de carácter sumarísimo” para las expulsiones. Apeló en sus argumentos a delitos graves transnacionales, aunque, en rigor, la reglamentación puede afectar a cualquier migrante que, por ejemplo, no pueda probar la “legalidad” de su ingreso y permanencia en el territorio nacional. En algunas jurisdicciones, puede implicar que una mera contravención policial justifique la expulsión o la prohibición del ingreso, aumentando el poder de la policía. Ya no será necesario que un delito haya tenido “condena firme” para ser considerado causa suficiente para impedir el ingreso o dictaminar la expulsión de una persona.

Fantasías de control

El nuevo decreto destaca “el crecimiento del crimen organizado internacional” y enumera delitos como el terrorismo, el tráfico de armas, de personas, de órganos o tejidos y de estupefacientes, el lavado de dinero y la trata de personas, entre otros. Aunque no indica fuentes ni estudios que fundamenten una relación entre el delito y la migración, el decreto indica que la población carcelaria de personas con nacionalidad extranjera ha aumentado hasta alcanzar más del 21%. Organismos nacionales e internacionales indicaron que el dato utilizado por el gobierno del presidente Macri para fundamentar una política migratoria más rigurosa y restrictiva, carece de sostén y que la población carcelaria extranjera no supera el 5%, coincidente con el porcentaje de población sin nacionalidad argentina que vive en el país.

En sintonía con algunas de las políticas migratorias llevadas a cabo por los gobiernos conservadores del restpo del mundo, el cambio de la ley supuso modificar radicalmente el marco de comprensión del fenómeno migratorio, de un paradigma de derechos a uno de seguridad nacional y de control de las fronteras. Dos días antes de la sanción del mencionado decreto, reforzando esta posición, el gobierno de Mauricio Macri creó la Comisión Nacional de Fronteras y los Centros de Frontera, insistiendo en la necesidad de una “lucha integral” contra el delito internacional y un “mejor control fronterizo”.

¿Qué busca este cambio en las restricciones migratorias? ¿En qué sectores sociales el gobierno argentino pretende conseguir apoyo y consentimiento con este tipo de medidas?

La nueva política migratoria fue sancionada al concluir el primer año de gestión del presidente Macri, un período que se caracterizó por un cambio significativo en la gestión de las políticas públicas que impactó severamente en las condiciones de vida de la población más pobre: el incremento sostenido de las tasas de interés y de la especulación financiera; la reducción de impuestos a los sectores más concentrados de la economía y el aumento generalizado de las tarifas de los servicios públicos; el endeudamiento y aumento del déficit fiscal; el enfriamiento general de la economía con la consecuente generación de desempleo, como estrategia fallida para detener la inflación; así como medidas de flexibilización laboral que aumentan la precarización del mercado de trabajo y acaban generando una reducción progresiva del ingreso real de la población, especialmente, de los sectores más vulnerables. En este marco, las incertidumbres y miedos florecen, los riesgos aumentan y las amenazas se multiplican, generando las condiciones propicias para el despliegue de una retórica del control que los gobiernos neoliberales aprovechan para criminalizar y segregar a los inmigrantes o a la población extranjera que vive en el país.

Invocando los delitos transnacionales, el gobierno argentino apunta su mira hacia los desplazamientos y la movilidad humana, como si fuera ésta la principal causa de los riesgos que enfrentan nuestras naciones. El control supone, entonces, no solo (o, incluso, no tanto) controlar estos delitos, sino identificar su presunto origen y enfocar hacia allí la solución de los mismos. La operación mezcla el razonamiento del Minority Report y el del chivo expiatorio. Como en el film de Hollywood –luego transformado en serie de TV– se pervierte la prevención de delitos, previendo no ya su realización, sino la culpa de quien se supone que lo irá a realizar. Como en la figura bíblica, se busca hacer culpables de un fenómeno (en este caso las injusticias de un sistema socioeconómico) a quienes no solo no lo son, sino que son quienes más soportan sus desigualdades. Se trata de dos torsiones: primero, las incertidumbres y desasosiegos que la actual política económica genera se codifican como “inseguridad” asociada a determinados delitos transnacionales; y, segundo, se propone que los responsables de esos delitos son quienes circulan transnacionalmente.

La propuesta de control migratorio del gobierno de Cambiemos (la coalición política que dirige Mauricio Macri) expresa la inflación de esta retórica que, por lo demás, no presenta nada muy innovador en el discurso y en la política llevada a cabo por los gobiernos neoliberales y conservadores en el país. En los años noventa, el presidente Carlos Saúl Menem (1989-1995 / 1995-1999) responsabilizó a la inmigración del desempleo, de las crisis en el campo de la salud y la educación y, por supuesto, de la inseguridad. Unos años más tarde, cuando el actual presidente era entonces jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, con gran ayuda mediática, explicaba la crisis habitacional urbana y la demanda por viviendas, atribuyéndoselo a la “inmigración descontrolada”.

En una línea convergente, algunos periódicos dieron a conocer recientemente otro proyecto que consolidaría aún más la política de control migratorio propuesto por el gobierno de Mauricio Macri. Con el argumento de “descentralizar el país, se desarrollaría un “ambicioso plan para trasladar a los inmigrantes extranjeros y a los argentinos del interior que viven en el conurbano bonaerense o en la Capital Federal” hacia diferentes provincias.

Ilusiones de pertenencia

En los años noventa, algunos analistas señalaron críticamente cómo las políticas y discursos gubernamentales anti-inmigratorios, de criminalización y culpabilización, se enmarcaban en las pretensiones oficiales hacer de la Argentina un país del llamado “primer mundo”. Así, el “problema” de la migración turca, paquistaní, india, argelina, iraní, siria o marroquí en países como Alemania, Gran Bretaña, Francia o España, sería el mismo que el que producían los migrantes bolivianos, paraguayos y peruanos a la Argentina. Esa pertenencia ilusoria a un mundo que se aspira imitar, aunque principalmente en sus mecanismos de discriminación y expulsión, parece estar regresando aceleramente con las políticas migratorias del nuevo gobierno argentino.

El discurso anti-inmigratorio de las derechas de los países centrales invoca y, antes de eso, promueve, la retórica de la securitización a escala global. Por cierto, hay diferencias entre las posiciones radicales de Marine Le Pen en Francia, Frauke Petry en Alemania, Norbert Hofer en Austria o Donald Trump, en los Estados Unidos, y las posiciones más institucionales de gestión y orden de las migraciones de gobiernos de la Unión Europea, como el alemán. Pero no pueden entenderse las modificaciones de la legislación migratoria argentina, y su reiterativa insistencia en los delitos globales, sin la referencia a los discursos provenientes de estos actores políticos y de algunas agencias internacionales.

No deja de ser llamativo que, entre los considerandos del decreto migratorio sancionado por Mauricio Macri, se declare explícitamente la “analogía” con la Ley Orgánica 4/2000 de España, conocida como la Ley de Extranjería.

En este contexto adquiere ribetes específicos el proyecto que se hizo público a mediados de 2016 de crear una cárcel especial para inmigrantes, destinada a personas que pudieran cometer “infracciones a la Ley de Migraciones vinculadas con el ingreso ilegal al territorio o dictámenes judiciales, previo a su expulsión”. El proyecto tiene reminiscencias claras con los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs), que, a partir de la Directiva de Retorno de 2008, se han establecido en varios países de la Unión Europea como lugares de encierro de extranjeros a los que se les hayan iniciado expedientes de expulsión por encontrarse en situación documentaria irregular.

¿Bastará imitar a la Unión Europea en mecanismos excluyentes y violatorios de los derechos humanos para alimentar una vez más nuestra ilusión de pertenecer al mundo desarrollado?

El cambio en la política migratoria argentina no será efectiva para controlar el delito transnacional. Va a generar, sí, un mayor control social y la expansión de una retórica de la amenaza y de la sospecha sobre las poblaciones más pobres, especialmente las que, aunque viven desde hace décadas en la Argentina, provienen de países como Bolivia, Paraguay o Perú. El gobierno de Mauricio Macri repite una política de segregación y exclusiones, de criminalización y desconfianza hacia los extranjeros oriundos de países más pobres que el nuestro, que ha atravesado la historia argentina durante los larguísimos ciclos dictatoriales y de los gobiernos conservadores que se han sucedido en los breves e inestables ciclos democráticos. Una historia que se repite una vez más, aunque en este caso no como farsa, sino como tragedia.

Sergio Caggiano es docente e investigador del Centro de Investigaciones Sociales, CONICET y del IDES, FPyCS de la Universidad Nacional de La Plata. Es co-coordinador del Grupo de Trabajo Migraciones: desigualdades y tensiones de CLACSO.