Inicio Colombia Campesino llegó a un ‘minicielo’ después de la restitución

Campesino llegó a un ‘minicielo’ después de la restitución

MANIZALES

La muerte estaba a 20 metros de la casa de José Miguel Duque, demasiado cerca de alguien que solo tenía un pecado: darle tinto y aguapanela a paramilitares y guerrilleros. Pensó que si no se iba, en pocas horas la muerte le estaría hablando al oído.

Era un jueves de marzo de 2018 y el calor en Salamina era mitigado por una suave brisa que hacía mover lentamente las hojas de los árboles del parque principal. Todo era tranquilidad en el pueblo ubicado al norte de Caldas, que se pelea por ser el más bonito del departamento por sus casas coloridas de bahareque, los balcones, las tejas de barro y sus habitantes con sombrero aguadeño.

A 15 minutos de la cabecera municipal está la casa de José Miguel, un campesino de toda la vida que nació en Santa Rosa de Cabal (Risaralda), pero que llegó a Salamina persiguiendo el sueño de tener su propia tierra.

Y la tiene. Son unos 12.000 árboles distribuidos en tres hectáreas que le han costado lágrimas, sudor y sangre durante 11 años. José Miguel, es uno de los primeros restituidos de Caldas y su proyecto productivo uno de los que más ha progresado. Café, aguacate y plátano hacen parte de la siembra.

Ahí está él: botas de caucho, machete en mano, una gorra de la selección Colombia, barba de dos días y un acento paisa imposible de no reconocer en cualquier parte del país. Camina por su finca acompañado de Sombra, su perro, y recuerda cómo el sueño más grande de su vida se volvió una pesadilla.

Llegó en 2007 a Salamina para tener una tierra que le diera de comer. Viajó con sus cuatro hijos y su esposa. Gastó los ahorros de toda su vida en un terreno que estaba barato, pero la persona que se lo vendió nunca le explicó el motivo del costo, nunca le dijo que no había llegado al cielo, que estaba era en el infierno.

-Esto acá eran unas épocas duras. Se veía mucho grupo armado de ambos bandos. Me tocó atender a la una o dos de la mañana mucho personal. Lo hacían levantar a uno para hacerles una merienda. Eso siempre es cansón, uno acostarse bien cansado de laborar todo el día sin saber cómo va a transcurrir la noche, sin saber si vienen o no vienen.

Dice sin dejar de caminar por la carretera destapada rodeada de árboles, señalando hacia todas partes, pues de todas partes salían los guerrilleros y los paramilitares.

Aún recuerda los sustos de las primeras veces, el silencio de sus hijos, las risas de los visitantes, todos con fusil en mano en su humilde casa. “Buscaban mucho la casa porque ahí no se les negaba nada”, recuerda.

En una de esas visitas llegó a conocer a alias Karina. Dice que era imponente y brava, callada y respetuosa, pero eso sí, generaba miedo, y se notaba el respeto que le tenían los demás guerrilleros de las Farc.

Durante el tiempo que tenía visita, Miguel intentaba no hablar. Solo decía lo necesario, respondía lo que le preguntaban, decía sí o no. Era lo mejor. No podía dejar sospechas de que ellos no eran los únicos que lo visitaban en las noches, que los enemigos habían estado tomando tinto el día anterior en esos mismos pocillos.

-Ahí tocaba saber qué hablaba y estar muy callado -dice en voz baja, como si se encontrara en una situación de esas, hace ya diez años-. Si se habla bien de los unos o mal de los otros, uno no había visto nada.

Sigue caminando, Sombra lo acompaña. Se ve el cafetal florecido. Con orgullo dice que todo es suyo, y que a veces no cree que haya vuelto: “mi cafetal está muy hermoso”, comenta sin timidez. La frase fue acompañada por el ruido de la quebrada que pasa a pocos metros de la finca.

-Pero, si usted no tenía nada para darles, ¿cómo hacía?- Pregunta alguien que caminaba junto a él.

-Había que estar preparado para cuando ellos llegaran, no les podíamos decir que no teníamos nada. También mercábamos para ellos.

Pero llegó el día en que se cansó. No aguantó más las vacunas, pues tenía temporadas en que a duras penas lo que producía le alcanzaba para comer.

-Hablé con la familia y les dije que iba a ‘frentear’ esa gente, que les iba a decir que yo no tenía más platica. Cuando ellos llegaron, ya por última vez que yo los vi, les dije que yo no les iba a dar más plata porque la situación estaba muy dura.

Sin embargo, la respuesta de ellos no fue cómo él lo esperaba. “Esta semana miramos a ver qué pasa”, dijeron. Tres días después, José Miguel recibió la verdadera respuesta.

Era una mañana como cualquiera, los pájaros cantaban y escuchaba el ruido del agua de la quebrada. Se levantó a las cinco y cuando salió de la casa, acompañado de uno de sus hijos, vio un carro parqueado a 20 metros. Creyó que el conductor se había bajado a hacer alguna necesidad, pero cuando se acercó vio que estaba muerto. Ahí, justo en ese momento, supo que era una señal y que el próximo sería él, pues el muerto se había enfrentado a los paramilitares, tal como lo hizo José Miguel tres días antes.

Esa misma noche cogió sus corotos y arrancó con trece personas para Santa Rosa -sus hijos, su esposa, las mujeres de sus hijos y los nietos-. Fue una noche de 2010 en la que José Miguel y su familia entraron en las estadísticas de desplazados colombianos. “Arreglé ‘coroticos’ y lo que se pudo, y arranque con la familia”, recuerda.

Fue a parar a su pueblo natal. Llegó derrotado, con los sueños destruidos luego de tres horas de viaje y casi tres años de angustia. “Fue un andar para allá y para acá, porque es que yo salí con 13 personas. Muchachos criados en el campo sin una visión de saber desenvolverse en la ciudad, eso es una cosa muy difícil, eso para mí fue una época muy dura”.

Y la vida no fue fácil. Durante esos seis años en que estuvo lejos de su hogar, de su tierra, pasó por Pereira, Ibagué y Manizales.

Siempre se desplazó de un lugar a otro buscando sobrevivir, con el objetivo de volver a empezar, de volver a tener sueños. Los últimos ahorros los invirtió en un taller de motos donde sus hijos trabajaban, con eso apenas sobrevivían, pero él no se podía quedar quieto, era la cabeza de la familia. Entonces comenzó a vender helados por las calles de las ciudades, territorios desconocidos y aterradores por la cantidad de luces y carros.

“Uno que no está enseñado a estar asociado con las personas y eso era con pena”, comenta José Miguel y se ríe, como si le llegaran a la mente esos recuerdos.

Pero estaba con vida y era lo más importante, aunque siempre persistía el sueño de volver a ese viejo amor que abandonó en Salamina por culpa del conflicto armado.
¿Qué será de eso por allá?, se preguntaba constantemente, ¿qué será de la tierrita?

Ya en Manizales, donde se metía a barrios donde no sabía qué podía pasarle por la espalda, conoció al hombre que jamás en su vida va a olvidar. Desde ese día el nombre Edgardo Camacho está en su cabeza y duda mucho que algún día pueda salir.
Camacho era un juez de restitución de tierras que le dijo que volviera, que todo estaba listo, que el país estaba viviendo un momento diferente. Pero dudó, no podía confiar en un hombre que no había pasado por las mismas que él.

-Uno, con todo lo que me sucedió, no creí y no confiaba. Como esta gente que le está diciendo que vuelva y no le ha tocado, entonces uno la piensa. Pero luego uno dice, pues bendito sea mi Dios, devolvámonos, uno se muere cuando le tocó, nadie se muere el día de la víspera.

Cuenta los meses. Van 34 y es feliz. Sin embargo, enfrenta un proceso legal porque debe habitar una casa que paga la gobernación, pues la suya está en un terreno inestable. El problema comenzó porque alguien dijo que estaba incumpliendo la medida, pero argumenta que la finca no puede estar sola y por eso se turnan para quedarse amaneciendo allí.

Sufrió y lloró cuando volvió, pues un verano no dejaba progresar el cultivo, pero al final, todo lo verde que rodea su finca es muestra del esfuerzo y de los 34 meses de trabajo.

Aunque su familia se desintegró porque unos no aguantaron nuevamente la vida del campo, cada día se levanta motivado a trabajar en su cultivo, en su café de alta calidad, y puede dormir tranquilo, sin que nadie lo despierte por un tinto.

Ahora está en un “mini cielo”, como se lo dijo el juez. Ahora disfruta del canto de los pájaros que le dan gracias a Dios por el amanecer y aprecia durante la noche el firmamento. Se queda con el campo toda la vida, la ciudad no es lo suyo.

Aunque la muerte estuvo a 20 metros de él, no se equivocó cuando cogió sus corotos y no dejó que esta le hablara al oído.