Inicio Colombia Confesar la verdad se vuelve un riesgo mortal: Arzobispo de Cali

Confesar la verdad se vuelve un riesgo mortal: Arzobispo de Cali

Dejar de mentir, confesar la verdad, perdonar, buscar la reconciliación, la reparación de las víctimas y promover la defensa del inocente fue parte del mensaje que el arzobispo de Cali, monseñor Darío de Jesús Monsalve, dio en este Viernes Santo, cuando la Iglesia Católica y los feligreses conmemoraron la crucifixión de Jesús.
Fue un mensaje en el Sermón de las Siete Palabras. Así se refirió monseñor Monsalve:

!Antes del hecho de la muerte en la cruz, el profeta de Galilea pronunció una serie de afirmaciones, recogidas por los evangelistas y conservadas por la Iglesia, con el sobrenombre del “Sermón de las Siete Palabras”, realizado, fundamentalmente, en la tarde del Viernes Santo.

La solemnidad sorprendente de cada palabra nos permite el contacto emocional y mental con el Crucificado, siendo mensajes impregnados del más profundo y limpio verbo, el de un hombre sumido en el letal dolor de la tortura y un moribundo dando pasos terminales hacia el silencio definitivo que impone la muerte.

Monseñor Darío de Jesús Monsalve, arzobispo de Cali.

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EL TIEMPO

Estas frases suenan como reasunto y compendio de una trayectoria, en la que Jesús proclama, con hechos y palabras, su condición de Hijo de Dios, revelado como Padre. De Él sale y a Él vuelve, después de haber entregado la misericordia hecha perdón y gracia de filiación adoptiva, en el vientre de María y en el abandono de la cruz, hasta consumirse en el fuego de la inhumanidad y de una fidelidad inquebrantable.

Primera Palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34).
Que Dios mismo, en persona, se haga parte de nuestra naturaleza e historia, significa que éstas se han hundido en las miserias de una libertad cerrada al Amor Creador, al Amor Primero, que es la esencia y razón misma del existir humano. El Amor Creador se siente impulsado, dentro de sí, a volverse Amor Redentor y Unificador de su obra cumbre, la humanidad.

Estamos ante una expansión del ser íntimo de Dios Amor. Estamos ante una “nueva creación” del hombre, fruto de la alianza que siempre rigió las la relación entre Creador y criatura humana. María representa al pueblo fiel en esta nueva alianza, que, junto con Dios mismo, ahora con entrañas de Padre, abren la humanidad, desde adentro de ella, en el seno de una pareja de prometidos esposos, a concebir “por obra del Espíritu Santo” al Hijo de Dios, a Jesús de Nazaret.

Esta “expansión del Amor” se llama “misericordia” (asumir en el corazón nuestras miserias), y se concreta en “perdonar” como el acto recreador del ser humano, iniciativa de Dios al alcance del ofendido y del ofensor, entre los mismos semejantes. “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, reza la oración de Jesús y de los cristianos. “Dicho esto, sopló sobre ellos (los discípulos) y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados. A quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Juan 20,22.23). El perdón es el ministerio de la Iglesia, de la comunidad de Jesús en el mundo. 

El Arzobispo de Cali reitera que la verdad hará libre a la ciudadanía.

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EL TIEMPO

Nos toca a nosotros, pueblo de Colombia, convertirnos en la generación del perdón. La violencia acumulada y las heridas abiertas son tales que exigen empezar por ahí: reconciliarnos con Dios y con las almas y espíritus de las vidas humanas truncadas por nuestra culpa o desidia personal y colectiva. Es el don de Jesús en la cruz y el encargo del Resucitado a su Iglesia.

Segunda Palabra: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23,43).
Jesús ha sido condenado como el peor de los malhechores, a instancias de quienes saben el terrible arte de transformar a un inocente en un criminal. Es la artimaña de la mentira y de la manipulación desde el ejercicio del poder y de la influencia. Confesar la verdad se vuelve un riesgo mortal. La autocrítica, la capacidad de corregirse, la práctica de la corrección fraterna, la defensa del inocente y la reparación de las víctimas, la comunicación fundada en la verdad y la defensa del derecho y de la justicia, en su modo más integral, se vuelven un imposible bajo la dictadura del engaño.

La Segunda Palabra nos expone la valentía de un malhechor, condenado también a la pena capital en el patíbulo de la cruz. Iluminado por la inocencia de Jesús, confiesa la verdad ante su compañero de malas andanzas. Es la “luz de la vida” la que se enciende en su corazón, acogiéndose a la justicia divina, evidenciada en el Justo Jesús que anuncia un poder alternativo al de los inhumanos, superior al que impone la pena de muerte: el poder del Reino de Dios, que fundamenta la vida temporal en la gracia de la vida eterna.  

Necesitamos, de manera apremiante, rehacer, en la conciencia de todos, el valor trascendente de la vida humana. Sin este piso moral y espiritual, no tenemos la libertad interior y el discernimiento necesario para luchar por la verdad y por su efecto de justicia, de restauración y cambio. La esperanza libera de las ataduras del pasado y del presente y hace posible la oración humilde y confiada: “Jesús, acuérdate de mí”. Necesitamos convertir el rechazo y el estigma, los INRI de condena que colgamos sobre “los malos”, en capacidad de escucha y de diálogo para establecer la verdad, en capacidad de acogida y de inclusión en las oportunidades que dignifican la vida.

La procesión del Vía Crucis en Yumbo. Iván Yesid Márquez encarnó a Jesús.

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Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO

Tercera Palabra: “Mujer, he ahí a tu Hijo. Luego dice al discípulo: he ahí a tu madre” (Juan 19, 26-27).

Esta hermosa palabra, nacida del sentimiento del hijo y del amigo, responde a la comunidad de amor que nació de la vida y del ministerio público de Jesús, la comunidad de la Iglesia. Bastan la fidelidad inquebrantable de una mamá y la presencia de un amigo entrañable en las horas difíciles y finales de la vida, para superar las rupturas de la separación física y establecer un vínculo suprafamiliar, más allá de la consanguinidad, en el que permanece y se queda la persona misma.

La mejor herencia que podemos dejar y entregar en el momento de partir son, más que palabras, cosas y ejecutorias, los vínculos de afecto y de unidad que hemos construido en nuestras vidas, los “hilos tejidos en el mismo telar” de las causas y valores que encarnamos. Y la herencia que dejó Jesús fue este amor multiplicable de la familia de Nazaret, la de Jesús, José y María, abierta a la comunidad de discípulos y amigos, de hombres y mujeres que prolongaran su presencia en el mundo, siempre desde la solidaridad de la encarnación, garantizada por la maternidad de María.

La deshumanización de los pueblos se inicia con la pérdida de la primacía de las personas sobre las cosas. Entonces vienen las crisis de identidad, de intimidad, de género y pareja, de matrimonio y familia, de generaciones y de tejido social, de amistad y fraternidad entre etnias, culturas y naciones. La soledad se vuelve el azote interior de muchas vidas, imposible de sustituir con mascotas “humanizadas” o con fugas y desahogos virtuales.

Recuperar el vínculo con Dios, por medio de Jesucristo, es poner en crisis el individualismo, egocéntrico y narcisista, muy fuerte en estas épocas, y tomar en serio al otro y nuestro sentido de pertenencia. Que los hogares cristianos y nuestra comunión de discípulos con Jesús, a imagen de la Sagrada Familia de Nazaret, seamos la primera escuela de humanidad en las sociedades y pueblos de la tierra. 

Los fieles católicos acudieron a la conmemoración de la Semana

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Juan B. Díaz. EL TIEMPO

Cuarta Palabra: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27,46).
Esta es la palabra del dolor de un inocente perseguido y masacrado, que se deshace en oración, recitando el salmo 22 del oracional bíblico, cuyas frases iniciales recoge Jesús. El abandono de Cristo es, al mismo tiempo, la cumbre de su confianza plena en Dios, de quien recibe la liberación interior y a quien entrega su plena libertad de hombre y de Hijo, obedeciendo a los designios del Padre.

Jesús, identificado y castigado como blasfemo por llamar “Padre” suyo a Dios y proclamarse su Hijo, abre, con esta palabra, su corazón al pueblo de Israel y a todos los seres humanos que creen en “Dios”, de modo universal. Podríamos decir que es la palabra de la dimensión ecuménica de Jesús, que invita a la humanidad entera a descifrar el sentido del dolor y del sufrimiento de las víctimas, y a éstas a ver a Dios más allá del mero “suspiro de la creatura oprimida”. Jesús es el Siervo Sufriente que carga con nuestro dolor.

Tantas víctimas de nuestros conflictos armados y guerras, tantos millones de emigrantes que buscan refugio y oportunidades más allá de sus fronteras nacionales, nos muevan a mirar en el Crucificado la solidaridad de Dios con la humanidad, pero también el apremio de Dios para que se globalice la solidaridad entre los pueblos, para que se haga planetario el “cuidado de la casa común” y, unidos, paremos todas las maquinarias de muerte y de dolor.

Quinta Palabra: “Tengo sed” (Juan 19,28).  Esta palabra expresa, en primer término, la necesidad más profunda del ser humano: la de Dios, la de su Palabra, la de su Amor y Verdad, la de su Justicia y Felicidad. El hambre y la sed, por expresar una necesidad vital, muestran el sentido de la existencia humana delante de Dios. Tener hambre y sed se vuelve una experiencia positiva, en la medida en que abre el yo al otro, a la búsqueda de satisfacción vital. Y ahí aparece “el totalmente Otro”, que se hizo prójimo nuestro en el hombre Jesús. Quizás la imagen que más nos ayuda a comprender la quinta palabra sea la del encuentro y diálogo de Jesús con la mujer samaritana que saca agua en el pozo de Jacob. Jesús le dice: “Dame de beber” (Juan 4, 1-42). Podríamos ver allí el diálogo e intercambio entre Jesús y la humanidad.

Hacerse uno con cada persona y ocupar nuestro lugar delante de Dios es lo que más identifica a Jesús. Aquí asume nuestra condición de necesitados, no solamente de pan y agua, de satisfacer nuestras necesidades vitales, sino también necesitados de los demás, unos de otros, de reconocimiento y afecto, de respeto y apoyo, de compartir y pertenecernos. Y necesitados, profundamente, de Dios: de trascender, de confiar, de encontrar la verdad, de sabernos amados y amantes, de tener futuro más allá de nuestra muerte. Pan, Amor y Dios son lenguajes que identifican el anhelo humano.
Dios nos quiere humanos, hermanos y solidarios en la tarea del bien común y del bienestar integral. Cuidadores de la casa común y de todos los que la habitamos, constructores de paz con justicia social.

Con fervor, en Yumbo vivieron la SEmana Mayor.

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Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO

Sexta Palabra: “Todo se ha cumplido” (Juan 19,30).
La naturaleza tiene sus leyes, su orden y equilibrio. Y las personas nos planteamos el ser y el deber ser y propendemos al bien, a la verdad y a la belleza. Pero en el trasfondo de la realidad y en lo más íntimo de nuestras conciencias, percibimos una voluntad a la cual obedecer y buscamos ajustarnos a esas leyes de unidad, de articulación y armonía, de progreso y perfección. La conciencia y el conocimiento nos van llevando hacia una existencia en alianza y comunión entre nosotros, con el mundo y con Dios. Es una visión religiosa de la vida: Dios, persona-humanidad y mundo, realidad y misterio, se compenetran en un orden de iniciativa y primacías, en una jerarquía de valores.

Quizás estos tiempos de globalización y apremio a la conciencia planetaria, de enormes conocimientos y avances científicos, tecnológicos y culturales, en contraste con las guerras e injusticias, nos permitan esa mirada de conjunto que Jesús nos da, con su propuesta y proyecto del Reino de Dios. Él la dejó sembrada como granito de mostaza, como levadura en la masa, como red en el mar, como semilla esparcida por toda la tierra, antes del arado.

“Al entrar Jesús en este mundo, dice: “He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hebreos10,7). “Yo te he glorificado, Padre, en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Juan 17,4). La obediencia a la voluntad del Padre transforma a Jesús en el Siervo del Padre y el Servidor de todos. También nosotros hemos de alcanzar y merecer el título final de “siervo y servidor”, con la gracia liberadora de Jesús y a ejemplo suyo.

Séptima Palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lucas 23,46).
Las manos humanas han causado todos los sufrimientos a Jesús, hasta su muerte. “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres” (Lucas 9,44). Pero, ahora, Jesús entrega su espíritu en las manos de su Padre Dios. Serán estas “manos de Dios” las que le procuran su resurrección y glorificación, las que, unidas a las suyas, enviarán este mismo Espíritu Santo (de Jesús y el Padre, de su Amor al mundo), sobre los discípulos y la Iglesia que nace en Pentecostés.

El Espíritu Santo y la Iglesia, unidos como el Alma y el Cuerpo de Cristo, prolongarán el misterio de la encarnación de Dios, la presencia de Cristo y la extensión del Reino de Dios en el mundo.
Necesitamos entrar también nosotros en esta mayor conciencia del Espíritu Santo, entregado por Jesús al Padre como el acto mismo de expirar y morir a este mundo. El Evangelista Juan, incluso, omite el verbo “expirar” y solamente dice que, “inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Juan 19,30). Presenta así el último suspiro de Jesús como el preludio de la efusión del Espíritu. Y el mismo domingo de resurrección, Jesús se aparece a los Once, encerrados por miedo a las autoridades, y les entrega, con el don de la paz y del perdón, el soplo de su propio espíritu victorioso: “sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo” (Juan 20,22).

La espiritualidad cristiana es este respirar el Espíritu de Jesús, respirar con el Resucitado cada día, cada instante de la vida. Y hacernos “hombres de espíritu”, que “tenemos la mente de Cristo” y captamos las cosas del Espíritu de Dios. Así, al finalizar nuestra vida temporal y terrena, como el protomártir Esteban, mientras era lapidado por testimoniar a Jesús, oraremos también: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hechos 7,59). Serán ya las manos de Jesús las que nos reciban y nos ingresen al Reino Eterno del Padre. Amén.
CALI