Inicio Colombia Cuál es el origen de expresiones como ‘hacer una vaca’ o ‘dar...

Cuál es el origen de expresiones como ‘hacer una vaca’ o ‘dar papaya’

Bueno, ¿y qué tienen que ver la pobre vaca y la sabrosa papaya en todo esto?

Entre los incontables idiomas que se hablan en el mundo, el español tiene fama de ser uno de los más abundantes en proverbios y expresiones coloquiales. Ya es hora de advertir que coloquial es el lenguaje que se usa en un contexto informal, en un ambiente de distensión, como si estuviéramos echando cuentos entre compadres, sin solemnidad ni ceremonias, en una fiesta de cumpleaños.

(Le recomendamos: El día cuando un presidente colombiano ordenó fusilar a su sobrino)

Se trata de una tradición que se pierde en la noche de los tiempos. Cuando nuestra lengua apenas estaba naciendo entre la oscuridad de los conventos, hacia el año mil después de Cristo, los aforismos y adagios ya venían abriéndose camino en el diálogo cotidiano. Hay en toda esta historia muchas curiosidades y sorpresas. Una de ellas es que, en esa época, tales expresiones se llamaban “paremia”, una antigua expresión latina que ha desaparecido en la práctica y que significaba, precisamente, refrán o refranero.

A esa tradición tan hermosa se debe, a propósito, lo que ocurrió a partir de octubre de 1492. Desde el preciso momento en que las tres carabelas de Colón asomaron la nariz en el horizonte, el nuevo mundo americano empezó a llenarse de dichos, dimes y diretes.

El refrán se volvió lenguaje hogareño y desde entonces se convirtió para los americanos en una manera propia y corriente de expresarse, hasta el punto de que muchas de aquellas locuciones originales se siguen empleando en las diferentes regiones del continente, aunque también es cierto que cada una de ellas suele inventar sus propios dichos.

(Además: Esta es la verdadera situación que vive un médico en Colombia)

La vaca y el dinero

Uno de los ejemplos más elocuentes lo constituye la historia de la frase “hacer una vaca”, que hoy en día se usa de manera genérica, dondequiera que haya un hablante de castellano.

Los investigadores más serios que he podido consultar informan que tal expresión, una de las más antiguas nacidas en América, proviene de los campesinos mexicanos, cuando todavía estábamos en la colonia española.

Resulta que, por orden de sus patrones, los arrieros llevaban el ganado a pastar en la parte más alta de las montañas, donde la hierba es fresca y abundante. El problema era cuando llegaba la temporada de invierno y tenían que soportar grandes nevadas a campo abierto.

No podían regresar a las fincas y debían permanecer en la cúspide por varios días, y a veces semanas enteras, mientras pasaba el temporal. Entonces, para poder comer, tenían que sacrificar algunas vacas de su propia manada y cocinarlas en la hoguera. Al fin, cuando volvían a casa, el dueño les cobraba las vacas que faltaban y entre todos ponían una cuota para pagarlas.

Esa es la razón por la que, a partir de aquellos años remotos, se dice que “están haciendo una vaca” cuando un grupo de personas reúne dinero para financiar algún propósito común.

(Lea también: La afilada pluma de Gossain contra la corrupción)

Hasta el hijo de la vaca

En España, en cambio, y por idénticas razones, ese mismo acto de juntar el dinero se conoce entre los navegantes como “hacer un bote”. Y en estas tradiciones populares no se salva ni el hijo de la vaca. ¿O acaso ustedes no han oído decir que “Carlitos está haciendo novillos”, cuando un muchacho no va a clases o se vuela del salón?

El investigador Alfred López coincide con varios de sus colegas al afirmar que ese dicho proviene de los años postreros del siglo diecinueve, cuando los muchachos de los pueblos españoles, atraídos por la fama, el dinero y la emoción del peligro, se escapaban de clases para ir a aprender el arte del toreo, lidiando novillos en los corrales de las haciendas cercanas.

En el Caribe colombiano a ese ausentismo escolar lo llaman “hacerse a la leva”, mientras que en el interior del país lo definen como “capar clase”. Y en la región andina del Perú, en cambio, “hacer una vaca” no consiste en reunir plata para algún propósito, sino, precisamente, en faltar al colegio. Lo que demuestra que, en la cultura popular, que es tan sabia como divertida, terminan juntándose la vaca y el novillo, la madre y el hijo. (Ya esto se está poniendo más revuelto que un sancocho de tuercas).

Ustedes sabrán perdonarme, pero llegó la hora de seguir adelante porque nos están esperando la dulce papaya y la rumbosa papayera. El fandango apenas comienza.

Llegó el papayazo

Me parece que en el lenguaje coloquial colombiano no hay ninguna expresión que pueda competir en popularidad con “dar papaya”. Se trata de una exclamación típica de esta tierra, célebre, reputada, repetida y con tantas variedades que su empleo en la vida cotidiana se ha vuelto prácticamente infinito.

Cómo será que los diccionarios y tratados de lexicografía traen una cantidad de significados interminables de esa frase: dar innecesariamente la oportunidad para que suceda algo, exponerse, arriesgarse, ponerse en peligro, ser descuidado o imprudente, incurrir en inocentadas, ser poco precavido, dar demasiada ventaja.

Y ni hablemos de sus derivados y ramificaciones: papayazo es facilitarle las cosas al otro, de papayita es algo demasiado sencillo, papayera le dicen a la gran banda de músicos populares, pasar al papayo consiste en matar a alguien, papaya es uno más entre los incontables sinónimos del órgano íntimo de la mujer y de las nalgas. Con decirles que ya casi se nos está olvidando que la papaya original es una fruta…

Colombiana pura

Bueno, basta ya de tanta carreta y a lo que venimos, vamos.

Si no me falla la memoria, ya dije, hace un rato, que “dar papaya” es una expresión nacida y criada en tierra colombiana, por lo que, a mucha honra, en el diccionario de la Real Academia Española aparece como un colombianismo.

Pero, andariega como era, cuando ya estaba creciendo se fue a viajar por toda la América hispana y echó raíces en diversos parajes. Ahora nos falta su origen, lo que se llama “etimología”, la fuente o procedencia.

Resulta que la palabra “papayo”, como nombre de ese árbol frutal, tiene su origen en el lenguaje taíno de las tribus caribes que vivían a orillas del mar. Significaba, con justicia y mérito, “árbol sencillo”.

Como si fuera poco con esa delicia de fruta, resulta muy fácil, además, la tarea de cultivarla. Prácticamente no hay que hacer nada, ni siquiera sembrarla, porque basta con echar sus semillas al suelo para que nazca de manera silvestre ese fruto amarillo o rojizo y dulce.

Por eso mismo es que de allí proviene la expresión “dar papaya”. Porque, como lo explica el lingüista Fernando Ávila, se volvió sinónimo de lo que es sencillo, lo que no requiere mucho trabajo, lo que facilita las cosas.

… y la papayera

Así, entre gallos y medianoche, yendo y viniendo, buscando y rebuscando entre la vaca y su novillo que se comen la papaya, llegamos a mediados del siglo veinte, hace cosa de setenta años.

Resulta que en el departamento de Córdoba está situada la hermosa población de San Pelayo, cuna del porro, donde nacieron las bandas sinfónicas populares y la música para bailar fandango en las plazas. Allí se realiza, cada año, el Festival Nacional del Porro, una de las celebraciones más autóctonas y genuinas de toda Colombia.

En los pueblos y campos costeños se conocía a esas agrupaciones musicales, sencillamente, como “bandas de músicos”. Se volvieron célebres y aplaudidas. A partir de 1950, aproximadamente, las contrataban hasta para animar las solemnes procesiones anuales del santo patrono en cada aldea.

Desde entonces, el éxito de aquellas bandas, con sus típicos instrumentos de viento, de percusión, de metal y de madera, fue tan grande que las buscaban para que animaran matrimonios, bautizos, jaranas de cumpleaños y parrandas de toda clase en los encopetados clubes sociales de las tres grandes ciudades de la región: Barranquilla, Cartagena y Santa Marta.

Allí, en esos epicentros urbanos, les dieron inicialmente el nombre justo y merecido de “pelayeras”, como un reconocimiento al pueblo de donde procedían, pero en Barranquilla alguien oyó mal, o no sabía de la existencia de San Pelayo y les dijo “papayeras”.

Desde entonces se quedaron así. A lo mejor fue un término peyorativo para burlarse de aquellos campesinos geniales con abarcas y sombrero de vueltas.

Hasta el Nobel

Lo cierto es que el término “papayera” hizo una carrera tan exitosa y larga, que hasta el propio Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, lo emplea de manera consagratoria en su obra Crónica de una muerte anunciada. Este es el párrafo pertinente:

“Trajeron además un espectáculo de bailarines y dos orquestas de valses, que desentonaron con las bandas locales y con las muchas papayeras y grupos de acordeones que venían alborotados por la bulla de la parranda”.

A su turno, el Diccionario de Colombia, de Jorge Medellín Becerra y Diana Fajardo Rivera, trae esta definición de papayera: “Banda musical compuesta de intérpretes por lo general aficionados, que tocan en fiestas y retretas populares música de todas las regiones del país y, en particular, música tropical colombiana”.

Para redondear este capítulo sobre la papayera, insisto en que se trata de una alteración, de una variación o –más bien– de una desfiguración maligna del nombre original, ocurrida el día en que algún despistado repitió mal lo que había oído, o, peor todavía, la noche de fiesta en que algún parrandero de club, dándoselas de gracioso, se quiso burlar de la pelayera.

Epílogo

Confieso ante mis lectores, si es que los tengo, que cada día me gusta más esta idea de mezclar mis crónicas sobre la realidad colombiana, como los incontables casos de la corrupción que nos agobia o los avatares de la pandemia, con algunos temas relacionados con el lenguaje, el misterioso origen de las palabras o las curiosas expresiones que usa la gente.

Miren estos pequeños ejemplos: ¿sabe usted de dónde viene la costumbre de ponerle a un niño el nombre de ciertos animales, como Delfín, Paloma o León? ¿Y por qué el caballo se llama así? Dios quiera que me alcance la vida para que podamos hablar de todo eso.

JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO