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Cuando Escobar les puso precio a la vida de los policías

La primera vez que Rochi Montes Barrientos escuchó hablar de Pablo Escobar Gaviria fue en 1989, cuando unos compañeros policías le contaron que el hombre estaba regalándoles dinero a algunos uniformados.

Doce meses después, el 3 de abril de 1990, ella, una agente de policía de 24 años, vivió en carne propia la violencia que se gestó a consecuencia del narcotráfico, mientras participaba en un operativo para la liberación del senador Federico Estrada Vélez, secuestrado por el cartel de Medellín.

Luego de que le dieron la orden de pare al conductor de una buseta, un joven vestido con chaqueta de cuero tomó a un policía del cuello y le apuntó con una pistola. En la otra mano tenía una granada, a la que le quitó el seguro con la boca. Estaba en juego la vida de al menos 50 personas, entre civiles y uniformados.

Un francotirador le disparó al joven de la chaqueta de cuero, y, cuando cayó, este soltó la granada. Tenían 10 segundos antes de que explotara. La agente vio una quebrada que pasaba a un costado y tomó el artefacto para lanzarlo allí. No tuvo suficiente tiempo. Le estalló en la mano derecha y la elevó varios metros. Cuando tocó de nuevo el suelo, no veía ni escuchaba nada. Otros siete compañeros resultaron lesionados, pero ella era la más grave.

El hecho se enmarca en las múltiples agresiones contra la Fuerza Pública ordenadas por Escobar, especialmente desde finales de los 80 hasta 1993, época en la que fueron frecuentes los ataques indiscriminados en lugares públicos, los secuestros políticos y los asesinatos selectivos de jueces, periodistas, policías y militantes de izquierda.

Desde 1988, Montes había escuchado y visto en medios de comunicación sobre asesinatos de varios policías. Recuerda que esta situación se recrudeció cuando se desató una guerra frontal contra la institución, lo que se denominó ‘plan pistola’.

La situación estaba tan grave que, relata Montes, la semana anterior a su tragedia fueron asesinados aproximadamente 25 policías.

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Guillermo Ossa

Para la época, ella no participaba con tanta frecuencia en operativos, pero cuenta que el temor obligó a muchos uniformados a mantenerse en los cuarteles: no salían ni siquiera en tiempo de descanso.

“A los policías los estaban matando por dinero: 1 millón de pesos por un agente, 2 millones por un suboficial, 3 millones por un oficial y hasta 5 millones por cualquier miembro del Bloque de Búsqueda”, expresa la sobreviviente, quien ingresó a la institución por un legado familiar que se fortaleció al ver la labor de su padre, que quisieron seguir ella y cuatro hermanos más, de un total de ocho hijos.

La situación estaba tan grave que, relata Montes, la semana anterior a su tragedia fueron asesinados aproximadamente 25 policías. Los mataban cuando entraban y salían de sus casas, cuando visitaban las familias o mientras prestaban servicio en las calles, sin contar los que fallecían en los operativos de seguridad.

Empezaron la guerra no con los policías involucrados en narcotráfico, sino indiscriminadamente. Al menos 500 policías murieron entre el 89 y el 92”, expresa, y se siente afortunada de haber sobrevivido, pese a que hoy tiene una prótesis del codo hacia abajo, mantiene esquirlas en los ojos –estuvo ciega un año entero– y perdió la audición en ambos oídos: en uno, el 70 por ciento y en el otro, 30 por ciento.

Los investigadores de Basta Ya, capítulo Medellín, hablaron con familiares de algunos asesinados: ellos recordaron “lo importante que era resguardar la identidad policial, pues los atentados venían de los más cercanos, incluso de vecinos o amigos de toda la vida (…). Como estrategia de sobrevivencia, en las familias de policías también recurrían al ocultamiento de la identidad. Sus madres o esposas debían poner a secar los uniformes en los baños, ocultos de los ojos de los vecinos, para que no supieran cuál era su profesión”.

Montes dice que ella llegó a ver hasta 10 ataúdes en un solo día.

La época más oscura de Medellín

Para Ómar Flórez Vélez, alcalde de Medellín entre 1990 y 1992, esa fue la peor época de la ciudad, que tuvo un descomunal incremento de homicidios, con un total de 6.809 reportes solo en 1991.

El exmandatario local recuerda que cuando Pablo Escobar empezó a pagar por asesinar policías, él iba todos los días al comando para los velorios y entierros, en los que vio de frente el sufrimiento de cientos de mujeres viudas, niños huérfanos y padres que perdían a sus hijos.

Lo mismo recuerda Rochi Montes, quien vio casi a diario al menos dos o tres ataúdes en el comando, pero también llegó a ver hasta 10 en un solo día. Inclusive, cuando Flórez estuvo en campaña para la alcaldía fueron asesinados tres de sus escoltas.

Flórez también considera que la labor de las autoridades para la época fue muy compleja, por las acciones del cartel de Medellín, la gran cantidad de dinero que manejaba y la infiltración que logró hacer en el Estado. De hecho, la exagente Montes reconoce que hubo varios uniformados que se dejaron comprar por el cartel, aunque considera que fueron muchos más los que se mantuvieron firmes, aun a costa de su vida.

Montes dice que ella llegó a ver hasta 10 ataúdes en un solo día. Tras superar las heridas físicas, lo cual le tomó más de un año, regresó a Medellín para adelantar el proceso de pensión.

Ella empezó a estudiar y se graduó como sicóloga, así como en dos posgrados en Servicios de Salud y Derechos Humanos. Desde entonces se ha dedicado a ser docente universitaria, instructora en la Policía, de la que no se ha separado del todo, y ha trabajado en Metrosalud, el ICBF, el Ministerio de Minas, entre otras instituciones.

Hoy, 28 años después del episodio que cambió su vida, la exagente sigue una lucha para ser reconocida como víctima. Dice que faltan una mejor atención y dignificación a los policías que fueron víctimas del narcotráfico y que, como ella, siempre estuvieron en el camino de la honestidad.

HEIDY TAMAYO ORTIZ
Corresponsal EL TIEMPO – Medellín