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Daniela Olivar, la reina del folclor que no oye lo que baila

A Daniela Olivar la música le entra por los ojos. En su casa, las tareas se hacen a ritmo de salsa, el género favorito de toda la familia. Hasta Bobby, la mascota, suele acompañar los golpes de los tambores con sus agudos ladridos de pincher enano.

Cuando sabe que está sonando la música, a ella le gusta apartar los muebles de la sala para invitar a bailar a Jorge, su padrastro. A sus 19 años bien bailados, la meta más inmediata de Daniela Andrea Olivar, reina del Folclor del Tolima, es bailar en el Reinado Nacional del Bambuco, que se celebra este mes en Neiva. Y ganar, por supuesto.

Daniela es sorda. Y una gran conversadora. Para hablar no lee los labios ni utiliza la voz, pero cuenta con un arsenal de gestos con las manos y el rostro que la dotan de elocuencia. Dice que para ella la sordera es una circunstancia tan normal como haber nacido tolimense, medir 1,67 metros, tener la piel canela y los ojos color café.

Nunca esta condición le ha supuesto una barrera para el baile. Hace tres años, sus vecinos del barrio El Recreo la animaron a bailar en el reinado de El Espinal, su pueblo natal. Ante tamaña invitación, su único dolor de cabeza fue cómo conseguir fondos para costear los vestidos, los ensayos, las sesiones de fotografía y toda la parafernalia de este tipo de certámenes. Su familia no podía financiar los cerca de 20 millones de pesos que necesita una aspirante a reina. Pero los bolsillos vacíos no pudieron con su ambición por bailar.

Además, ya tenía medio camino andado gracias a sus virtudes naturales. Daniela es una belleza mestiza de ojos rasgados, labios carnosos, nariz respingona y una melena negra y lisa hasta la mitad de la espalda. Sus caderas amplias descansan sobre unas piernas potentes que caminan con garbo. Es afectuosa, saluda con abrazos apretados y derrocha desparpajo y seguridad. Aprendió a tocar el tiple y está iniciando la carrera de educación infantil, aunque su sueño es viajar y difundir la cultura tradicional de Colombia.

Su madre, Andrea, está segura de las destrezas de su hija, aun cuando no olvida la avalancha de preguntas angustiantes que la asaltaron cuando los médicos de Ibagué le anunciaron que Daniela, entonces de 3 años, había perdido la audición. La causa: una onfalitis o infección del ombligo, que sufrió cuando llevaba apenas cinco días en este mundo. Los únicos cinco días en que pudo oír algo. “¿Alguna vez me dirá mamá? ¿Podrá hacer una vida normal? ¿Será capaz de bailar?, se cuestionaba Andrea.

“Fueron unos años muy difíciles porque estaba sola. Al papá de Daniela lo había matado la guerrilla y yo no podía trabajar porque tenía que pasar todo el día dedicada a la niña –recuerda la madre, que traduce su discurso con gestos manuales, para que su hija no quede al margen de la conversación–. Cuando tenía 5 años, empezó a asistir a un centro para sordos en Ibagué, donde le enseñaban a comunicarse. Yo me quedaba con ella en el salón y así fui aprendiendo la lengua de señas.

Pese a todo lo que aprendió, a veces Andrea no logra entender lo que Daniela quiere decirle. Entonces la despacha con un ademán tajante que significa: “¡Vaya por el cuaderno!”. Su hija emite un gemido quejumbroso, suelta su celular y descruza con parsimonia sus largas piernas para ir a buscarlo a su cuarto. Como la música, el cuaderno de las frases intraducibles a signos gestuales es un elemento que siempre está presente en esta casa, un aliado para toda la familia. Excepto para su hermana Carol, que es un manojo de gestos. Le basta entrar por la puerta de la casa, buscar a Daniela con la mirada y empezar a charlar con ella a toda velocidad de manos. Complicidad de hermanas. Tal vez le cuenta algo gracioso porque, de repente, Daniela explota con una carcajada sonora y se mete en el baño. Carol, de 9 años, pelo trenzado a lo afro y ojos vivarachos, tiene tan interiorizada la lengua de signos que, cuando la otra no está presente, acompaña sus palabras con un baile de dedos.

Siendo Carol muy pequeña, Daniela le enseñó el lenguaje de los sordos con una intención estratégica: quiere que su hermana sea intérprete profesional de lengua de signos y trabaje con los sordos que, como ella, disponen de escasos recursos. Se queja de la ausencia de intérpretes en instancias públicas como los hospitales, los juzgados, la Fiscalía y la Policía. “No me considero discapacitada pero, para poder comunicarme con los oyentes y tener inclusión en la sociedad, necesito a los intérpretes, y eso debe propiciarlo el Estado”, explica con sus manos y enfatiza con un gemido categórico.

Discapacidad y sordomudez son términos que Daniela se obstina en tachar de su carta de presentación. “Mis cuerdas vocales están intactas, por tanto, no soy muda, lo que pasa es que no las uso porque no recuerdo cómo. Tampoco soy discapacitada, porque soy capaz de hacer una vida normal, puedo expresarme, aunque lo haga distinto; eso sí, escribo un poco raro –dice mostrando unas palabras inconexas en el cuaderno–. Pero soy una persona completa y autónoma y no me interesa recuperar la audición en caso de que pudiera”, sentencia mientras se suelta el pelo. De hecho, anda molesta con Néstor, su novio, también sordo, porque los padres de él quieren que su hijo se someta a una operación con la que recuperaría el oído, algo que ella juzga innecesario.

Al mencionarlo, en el rostro de Daniela aparece una expresión contradictoria: dibuja una amplia sonrisa blanca e, inmediatamente, arruga el entrecejo. De él cuenta que tiene 24 años y que lo conoció hace tres en el colegio Mariano Sánchez Andrade, en El Espinal, donde dictan clases especializadas para sordos. También dice que es un chico encantador y juicioso, pero que, a la hora de divertirse, prefiere los videojuegos al baile.

Entonces, para armar un parche de baile, la candidata a Reina Nacional del Bambuco no llama a su novio. Tampoco a sus amigos. Estos, casi todos sordos, son más partidarios de reunirse en su casa a tomar gaseosa y emplear largas horas en una charla en la que el único sonido es el zumbido del ventilador. Por otro lado, sus hermanos Carol y Santiago son aún muy pequeños para parrandear y, además, a juicio de Daniela, les falta sabrosura. Pero quienes nunca le fallan para salir a mover el esqueleto son sus padres. Fiesta tras fiesta, los tres juntos, como un equipo deportivo, han ido desarrollando de manera intuitiva el particular método dancístico de Daniela. “Ella siente las vibraciones de la música, pero no el ritmo. Primero le decimos qué género está sonando. Luego espera a que el parejo empiece a bailar, lo observa e imita sus movimientos. Se concentra mucho y capta el ritmo enseguida. Y justo antes de que se acabe la canción, le hacemos una seña para que se detenga. Yo le enseñé la salsa; también baila bachata, merengue y, por supuesto, las danzas folclóricas”, remata Jorge, su padrastro, con chispas en los ojos.

En febrero de este año, Daniela decidió contactar en Facebook a Jairo Moya, el bailarín de sanjuanero con el que concursó Valentina Bonilla, la joven, también tolimense, que se coronó como reina del Bambuco el año pasado. Una apuesta inteligente, pues los parejos son fundamentales en el éxito de las candidatas. Jairo, comunicador social, lleva más de la mitad de sus 42 años de vida preparando a aspirantes a reina. De complexión fuerte y actitud galante, en su cabeza ya algo canosa almacena con orden todos los movimientos que componen el baile del sanjuanero. Al conocer la propuesta de Daniela, este neivano ‘recochero’, como lo califica ella, diseñó un riguroso programa de ensayos extenuantes en el que no incluyó el apoyo interpretativo de los padres de Daniela. “Nunca había trabajado con sordos, así que su idea me pareció un tremendo desafío. Desde el principio se ha mostrado muy receptiva a mis esfuerzos por comunicarme y ahora ya entiende hasta mis chistes”, comenta Jairo entre risas.

En la sala de ensayos colgaron unas pizarras para escribir indicaciones. Daniela y él se comunican mediante un lenguaje propio que han inventado sobre la marcha; un código íntimo de señas con los ojos, las manos, el sombrero, el pañuelo rojo o raboegallo, que permite marcar los pasos y hacer que el baile fluya. Cada día, el dúo repite infinidad de veces las ocho figuras de nombres románticos en las que se basa el bambuco: invitación, ochos, coqueteo, arrodillada, levantada, arrastrada del ala, secreto y salida.

Pese a que ensaya casi la jornada entera, Daniela siempre quiere más, porque sabe que la principal dificultad del sanjuanero reside en la coordinación de la pareja. Se trata de una danza en apariencia sencilla, pero el más mínimo error en su ejecución puede descalificar a la candidata. Además, el sanjuanero es la prueba que más peso tiene en el reinado. Los otros criterios en juego, la belleza, la simpatía y los conocimientos de cultura regional, no parecen quitarle el sueño. Y luego está el apoyo popular, que también tiene su importancia. “En Neiva, el pueblo es el que elige”, se suele decir en la capital del Huila. Daniela, activa defensora de los derechos de los sordos, sabe que ya cuenta con una barra silenciosa pero brava: la comunidad sorda de todo el país. “Estos festivales son una oportunidad para visibilizarnos y demostrar que los sordos no estamos limitados. Solo hacen falta motivación y perseverancia”, asevera.

A la pregunta de si tiene miedo de exhibirse ante tanta gente, levanta los brazos y cierra los puños en un gesto de fuerza. “Me apasiona estar frente al público, porque es ahí donde me doy cuenta de que ‘los diferentes’ somos como ellos, y eso me hace fuerte”. Dedica una sonrisa cómplice y simula tomar una fotografía: “También me encanta que la gente me pida posar”.

Daniela se acomoda el vestido, sale al camino frente a su casa y se coloca debajo de una palmera para las fotos. Escondido en un matorral, Bobby comienza a emitir ladridos estridentes. Ella ni se inmuta. La foto sale perfecta.

TERESA BENÍTEZ
Para EL TIEMPO
* Este texto es fruto del taller de crónica del Fondo de Cultura Económica, dirigido por el periodista y escritor Sergio Ocampo Madrid.