Inicio Colombia Desbordes emocionales y posconflicto: reflexión que el país necesita

Desbordes emocionales y posconflicto: reflexión que el país necesita

Hace unos años, por iniciativa de un grupo de empresarios que buscaban una ‘marca país’, se acuñó la frase “Colombia es pasión”, un lema que quería promover a los colombianos hacia el exterior como “gente con berraquera”, que no se arredra ante nada. Se trata de una imagen de nosotros mismos que ha hecho carrera y que responde, en cierta medida, a una realidad. En un país donde persisten las desigualdades, las ‘roscas’, la falta de oportunidades y todo tipo de violencias, una mayoría de colombianos da a diario muestras de ingenio, recursividad y resistencia ante la adversidad.

Sin embargo, si le damos un giro a la expresión y la ubicamos en otro contexto, tiene el poder de iluminar uno de nuestros grandes males: la tendencia a desbordarnos emocionalmente y, alejándonos de la serenidad, de las argumentaciones y los razonamientos, hacernos caer en insultos y actos violentos; no es casual que “Colombia es pasión” estuviera ilustrada por un corazón con algo de llamarada, signos que apuntan al sentimiento y no a la razón.

No planteo que ese apasionamiento traducido en violencia sea exclusivo de Colombia, pero se debe reconocer que atraviesa nuestra historia de manera lamentable. Y que hoy, en el momento delicadísimo del posconflicto con las Farc, vuelve a aparecer con características particulares, poniendo en peligro la paz que una parte de los colombianos espera ver consolidada. Dos episodios ejemplificaron en fechas recientes la forma apasionada como muchos colombianos enfrentan la reincorporación guerrillera y la participación en política de sus comandantes. Cuando Rodrigo Londoño, Timochenko, el candidato a la presidencia por la Farc (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) intentó hacer campaña pública en Armenia y Cali, una turba enardecida lo atacó entre amenazas y gritos de “asesinos”.

Este episodio violento puede interpretarse desde distintos ángulos. Lo que revela de manera más obvia es que más de cincuenta años de acciones atroces de la guerrilla –aunque también, claro está, de las fuerzas del Estado– llenaron de indignación a los colombianos, indignación que en una buena parte de ellos persiste en forma de rencor, odio y deseo de venganza; sentimientos que ponen en peligro la actividad proselitista de los líderes de la Farc y hasta su propia vida, y por consiguiente la paz que muchos colombianos anhelamos ver consolidada. En efecto, si en las capitales ese odio hasta ahora solamente se manifiesta en abucheos y agresiones, en las regiones muestra su rostro más siniestro en el asesinato de líderes de la restitución de tierras y de exguerrilleros que tratan de reinsertarse para rehacer sus vidas.

Rabia, odios y discursos

Pero el análisis de los episodios de Armenia y Cali puede llevarse más lejos. La ira que mueve esa violencia es, entre otras cosas, el resultado último de la incomprensión de los acuerdos de paz por una parte de la sociedad colombiana –la que fue artífice del ‘no’ en el plebiscito– que los sigue considerando laxos y propiciadores de impunidad. Parte de esa incomprensión tiene que ver con la pedagogía insuficiente que de dichos acuerdos hizo el gobierno de Santos (aunque todo parece indicar que no hay pedagogía que valga); pero también con la manipulación de la verdad que han hecho los sectores más retardatarios de la política, encarnados en el Centro Democrático, que no solo se han valido de las ‘fake news’ para confundir y atacar a sus adversarios, sino que han desarrollado un discurso que no oculta sus odios, alentados por el ejemplo que están dando en otras latitudes personajes como Donald Trump y muchos otros, racistas, xenófobos, etc., que han descarado su discurso.

Buena parte de ese desenmascaramiento del odio, de su exhibición desvergonzada, es propiciado, a mi modo de ver, por el mal uso que se hace de las redes sociales, convertidas en terreno fértil para el hostigamiento, la difamación y la mentira, escudados a veces en el anonimato y a veces ni siquiera en él. Pero ese es un asunto que rebasa los límites de este artículo, así que prefiero desarrollar un poco más la idea del apasionamiento de los colombianos a la hora de tomar partido en relación con hechos políticos y su manifestación en el lenguaje.

Si en las capitales ese odio hasta ahora solamente se manifiesta en abucheos y agresiones, en las regiones muestra su rostro más siniestro en el asesinato de líderes de la restitución de tierras

El discurso de odio de personajes como Álvaro Uribe, Fernando Londoño o María Fernanda Cabal, o el abiertamente discriminador de Alejandro Ordóñez, Vivian Morales y tantos otros, valida y acicatea el rechazo abierto del ciudadano común a los exguerrilleros, pero también a las minorías que se consideran perniciosas, llámense comunistas, homosexuales, ateos, partidarios del aborto, etc. En el fondo de estos discursos late un moralismo conservadurista que tiene su principal caja de resonancia en las iglesias cristianas y evangélicas, que han venido a quitar el monopolio del poder político-religioso a la Iglesia católica, ejercido durante siglos en Colombia y en Latinoamérica.

Pero demuestran también una veneración por lo “revelado” –propio de comunidades profundamente religiosas– y una celebración del autoritarismo y de la “mano dura”, consideradas las formas más aptas de “conjurar” el desorden. Autoritarismo y mano dura que se asocian con hombría, concepto que se asimila a guerrero, padre, dios vengador, y que excluye en su visión machista a la mujer –a menos que esta se asimile al hombre en el terreno de la guerra–.

No tan irracional

Los individuos que se pliegan a estos impulsos violentos actúan a partir de la rabia, una emoción con un poder enorme de generar acciones dañinas. Y también del resentimiento, del que podríamos decir que es rabia acumulada: madera seca, propicia para encender todo tipo de violencias.

Se tiene la idea de que la ira nubla el pensamiento, la racionalidad. Pero esto, sobre todo cuando nace de una creencia religiosa o política, es verdad solo hasta cierto punto, pues hay un juicio del otro y no está, por tanto, enteramente desprovista de pensamiento ni de la conciencia de lo que es ético. Y en esto se diferencia de otras emociones, menos susceptibles de controlar, como el miedo.

En el caso de una agresión como la que han sufrido los miembros de las Farc, la furia no solo se dirige contra ellos ni contra la clase política sino contra el mismo Estado, por su tradicional abandono de las regiones, por su incapacidad de lidiar con las demás violencias y, en este caso en particular, porque se cree que no ha hecho justicia y que es indignante ver a los líderes en campaña sin haber pagado un día de cárcel. A eso se añade el descreimiento en la administración de justicia, la percepción de que hay corrupción y venalidad en las altas cortes y, a veces, la desesperación, pues muchos sienten que el sistema les ha negado lo justo: oportunidades.

La desesperación en sí misma no siempre engendra violencia. Pero de ella se nutren los extremismos, y el terrorismo como su manifestación suprema. El terrorista, sabemos, muchas veces se cree un iluminado, un hombre que cumple, en nombre de otros, con un designio justiciero. La suma de estos argumentos lleva a los agresores a justificar las agresiones que, por lo demás, no han sido suficientemente condenadas por los políticos interesados en exacerbar los ánimos contra la “amenaza comunista”, la posibilidad de “una segunda Cuba” o un supuesto “castrochavismo”, posibilidades que esgrimen para aterrorizar a los electores. Porque, para completar el panorama, un elemento que juega en contra del análisis mesurado y sereno de las dificultades del posconflicto es la crisis venezolana, que no solo ya nadie se atreve a negar, sino que empieza a causar problemas graves en Colombia.

El miedo a caer en un gobierno de esa naturaleza es un arma de la derecha que, aunque omite que las condiciones políticas de Colombia son muy distintas a las de Venezuela, sobre todo en lo que a los militares se refiere, ha dado excelentes resultados en esa parte del electorado que se deja movilizar por las emociones más que por el pensamiento.

Llama la atención, por ejemplo, que en todo este proceso el expresidente Santos, no obstante haber logrado lo que se creía imposible y de haber sido premiado con el Nobel, haya terminado su mandato con una popularidad tan increíblemente baja. Eso podría explicarse, en parte, porque encarna la clase política más tradicional, la repartidora de ‘mermelada’ en las regiones, y porque es un representante de las élites, cuyos privilegios despiertan en algunos un resentimiento incontenible; pero también, porque la imagen que proyecta es la del hombre conciliador, diplomático, cerebral, algo que no crea entusiasmo en las masas, que adoran, en cambio, al líder vociferante, que reta y que es capaz de decirle a otro cosas como “le voy a dar en la cara, marica”.

La imagen que proyecta es la del hombre diplomático, algo que no crea entusiasmo en las masas, que adoran al líder vociferante, que reta y que dice cosas como “le voy a dar en la cara, marica”

Ojo con lo que construimos

En ‘Paisajes del pensamiento’, Martha C. Nussbaum señala que “los seres humanos experimentan las emociones de formas modeladas tanto por su historia individual como por las normas sociales”, y que es posible concluir que existe una “construcción social” de las emociones que determina tanto la denominación de estas como su valoración normativa.

Cómo funcionan las prácticas emocionales de la sociedad colombiana y cómo se desprenden de la historia misma de la nación, es algo que no creo que pueda explicarse fácilmente. Pero a diario constatamos que el apasionamiento y la no contención de la ira están en la base de la violencia intrafamiliar y en el inmenso número de muertes ocasionado por riñas y peleas callejeras. Algo que explica también que estas emociones afloren fácilmente cuando se trata de la política.

La tolerancia, la naturalización y, a veces incluso, la sublimación de la ira, el odio y la violencia como parte del “repertorio emocional de una sociedad” pueden llegar a darse.

A la educación le compete la tarea, a mediano y largo plazo, de enseñar a manejar las emociones a favor de la sana convivencia. Pero en la coyuntura del posconflicto, y ante la posibilidad de que los ánimos exacerbados engendren situaciones de violencia reiteradas, la sociedad puede y debe acudir a estrategias que propicien la paz, apoyadas en ejercicios de reflexión pero también de empatía.

En una entrevista con ‘El Espectador’, Ricardo Vargas y Luz Dary Vásquez, víctimas del atentado al Club El Nogal, dieron un testimonio impresionante sobre la reunión con sus victimarios: “En estos encuentros hay lágrimas y gente conmovida. (…)Admiro esa capacidad que han tenido para asumir su responsabilidad. Es la apuesta que hicieron tras dejar las armas y seguir debatiendo con las ideas. (…)Luego de poder hablar, llorar y expresar lo que sentimos, podemos tomarnos de las manos, abrazarnos. El contacto es muy importante, porque ya los puedo ver a los ojos sin sentir rabia (…) Son seres humanos comunes y corrientes, con defectos y virtudes”.

En lo que cuentan puede estar la clave: cuando logramos ponernos en la piel del otro, cuando acudimos a la empatía natural que es inherente al hombre, podemos perdonar el daño. Y en caso de no poder lograrlo, algo entendible, la única manera de que las emociones no nos venzan, convirtiéndonos en posibles vengadores, es encauzándolas a nuestra propia liberación interior, convirtiéndolas en fuerza espiritual y afirmación de vida. Algo que, aunque parezca difícil, también se aprende.

PIEDAD BONNETT
Poeta, novelista y dramaturga. Fue profesora universitaria durante tres décadas en la U. de los Andes y ha recibido múltiples reconocimientos nacionales e internacionales por su obra. Este texto hace parte del libro ‘¿Cómo mejorar a Colombia?’