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El admirable ejemplo de las mujeres que luchan contra el hambre

Antes de empezar esta crónica me pongo de pie y, como no tengo sombrero, me quito los anteojos en señal de respeto y admiración por estas mujeres.

Un ejemplo como el suyo demuestra que, a pesar de los pesares, y a pesar de todos los problemas que agobian a Colombia, a pesar de la corrupción y la maldad, no todo está perdido. Todavía hay motivos para la esperanza. Mientras una pandilla de bellacos se roba el dinero destinado a la comida de los niños más pobres, y otros se apoderan del presupuesto para los enfermos de hemofilia, estas mujeres se desviven por llevarles a los indigentes un bocado que les mitigue el hambre, un médico que los cure y un poco de cariño para consolar sus penurias.

–Le solicitamos que omita nuestros nombres– me dicen de entrada –porque no andamos buscando publicidad para nosotras.

En esta época en que nadie suele dar una puntada sin dedal, he ahí otro motivo para que aumente mi estimación por ellas. Las creadoras del grupo son cuatro señoras que residen en Cartagena: una es nativa, otra es antioqueña, la tercera de Cali y la cuarta nació en Corozal, en la espléndida sabana de Sucre.

–Basta con que diga que somos cuatro misioneras– agrega la corozalera, esposa de un médico que los domingos por la tarde, en la puerta de la iglesia, recoge comida para los indigentes.

Una muchacha en el piso

Todo empezó en noviembre del 2015. Las cuatro misioneras no se conocían entre sí, pero en cierta ocasión coincidieron en el hogar que regentan las monjitas de la madre Teresa de Calcuta. ¿Y cómo lograron unirse?

Hablando, mijito –me contestan–. Hablando se entiende la gente.

El primer día se encontraron con una muchacha sentada en el suelo, en el parque de Bolívar, frente al palacio de la Inquisición. La gente pasaba junto a ella, pero nadie parecía verla. Entonces las misioneras la ayudaron a levantarse y la llevaron a una clínica.

Esa misma tarde le consiguieron ropa y comida. Era una arquitecta venezolana que tenía problemas mentales. Un día salió de su casa, a jugar tenis, y no volvió más. No se sabe cómo llegó a Colombia.

En el hospital la rehabilitaron. Dio a las misioneras el número del teléfono de su casa en Venezuela. Llamaron y respondió la madre. Casi se desmaya de alegría. De inmediato vinieron por ella.

Ángeles de la comida

La segunda mujer rescatada, que dormía en las aceras, es hoy una de las primeras rehabilitadoras voluntarias que tiene el grupo, que ha ido creciendo rápidamente en año y medio. Otra habitante de la calle, que había sido reina en las fiestas cartageneras, también fue recuperada y está estudiando estética facial.

–No somos una fundación –me aclaran ellas–. Somos una comunidad que cumple con el deber de ayudar al prójimo.

Le pusieron a su grupo el nombre de María Revive y le agregaron un lema muy sencillo pero elocuente: “De regreso al amor”. La gente las conoce, simplemente, como “los ángeles de la calle”. A comienzos de 2016 salieron por primera vez a los rincones del centro amurallado de Cartagena, de noche y por un día a la semana, llevando 70 raciones de comida para los desvalidos, que incluye niños y ancianos.

Hoy en día reparten 130 comidas cada noche, toda la semana, de lunes a viernes

A los pocos meses esa cantidad ya no era suficiente y los costos empezaron a subir.

Buscaron el apoyo de parroquias, sacerdotes y vecinos humanitarios. Hoy en día reparten 130 comidas cada noche, toda la semana, de lunes a viernes, consiste en una caja de cartón de 400 gramos que contiene arroz, lentejas, albóndigas de carne y tajadas de plátano maduro.

Los hombres también ayudan

Mujeres al fin y al cabo, se preocupan por evitar la rutina alimenticia: al día siguiente cambian las lentejas por fríjoles o garbanzos y la carne de res por pollo. A veces llevan papas en lugar de plátano.

Los martes las misioneras, que ya son seis, van acompañadas por sus maridos. Esa noche es fiesta y son ellos los que se encargan de llevar pasteles costeños de arroz, pollo y cerdo. Ah, y un jugo con su pitillo, más el postre de bocadillo de guayaba o unas galleticas de dulce.

–Los pobres son tan solidarios en su dolor –me dice una de las misioneras–, que hemos visto a varios que comparten la cajita con algún compañero que llega tarde.

La otra noche, sin que ellas lo supieran, fui a hacer un breve recorrido por la misma ruta que acababan de transitar las misioneras. Hablé con los desamparados que estaban comiendo.

–¿Está buena la cena? –le pregunté a uno de ellos, para entrar en confianza.

–Deliciosa –me respondió–. Pero es más sabroso el cariño de esas señoras.

Y una de las señoras me dijo al día siguiente:

–Lo más importante no es llevarles la comida, sino comer con ellos.

La bendición

Salen a las siete de la noche y van a los manglares oscuros, al basurero municipal, playas, puentes, inmediaciones del mercado público, arrabales. A veces encuentran heridos, ancianos que se han caído, peloteras, trifulcas. Los llevan al hospital. A las diez, cumplida la misión, regresan a sus casas.

¿Cómo se financian? –Nos financia la Divina Providencia –me responden, con una sonrisa–. Ella es la que nos abre las puertas. Nadie nos ha dicho que no.

Voluntariamente se están uniendo a las misioneras los laboratorios clínicos de Cartagena y los médicos de todas las especialidades. El otro día organizaron una gigantesca maratón de baño en el Coliseo Cubierto… y el agua se fue en mitad de la jornada.

Las misioneras están abriendo, por estos días, una casa de encuentro con cocina, comedor, peluquería, lavandería, consultorios. “Para que su punto de reunión no sea en la mitad de la calle”, me dicen. Andan corriendo bases para conseguir la financiación.

¿Coincidencias?

Albert Einstein, que sigue siendo reconocido como el cerebro más brillante de nuestra época, me enseñó que las coincidencias no existen en la naturaleza. Lo que existe es la armonía del universo.

Por esa armonía fue que me pasó lo que me pasó cuando estábamos en aquella conferencia sobre la pobreza. Yo estaba escribiendo ya esta crónica sobre las señoras misioneras cuando se me acercó otra mujer, a la que nunca había visto, y me dijo que necesitaba hablar conmigo.

–Estoy aterrada –me contó– con la indiferencia de la sociedad colombiana ante el hambre y la pobreza extrema.

Se llama Catalina Pérez, es ingeniera industrial y también nació en Cartagena. Creó y dirige la Fundación Alimentar Colombia, cuya historia se inicia en el 2014, cuando estalla la terrible realidad sobre el hambre en La Guajira, especialmente entre los niños.

–Yo tenía dos hijos pequeños y resolví que tenía que hacer algo.

Habló con algunos empresarios, pidió mercados, recogió dinero, le dieron comida en las cocinas de los hoteles turísticos.

Empezó por el barrio Isla de León, uno de los más pobres de la ciudad. Encontró familias que tenían hasta nueve niños a su cargo. Según investigaciones de la Universidad Nacional, el 26 por ciento de los niños que mueren en Colombia mueren de hambre.

En el Meta y La Guajira

Hasta ahora, Catalina Pérez y su fundación han atendido con alimentación, educación y salud a 125 familias desvalidas de Cartagena. Entonces se fueron a ayudar en La Guajira. El año pasado, con la colaboración de RCN y la Armada Nacional, llevaron leche, suero rehidratante, avena, mercados, medicamentos, teteros.

–La gente no se muere de hambre –me dice Catalina; se muere de indiferencia.

Entonces, en mayo del año pasado, cuando la fundación apenas tenía diez meses, se reunieron con 35 comunidades indígenas de la etnia Sikuani, en el municipio de Puerto Gaitán, en el Meta, que viven en la completa indigencia al lado de la riqueza de los grandes campos petroleros.

Catalina Pérez acudió con la mano tendida a empresas como Ecopetrol y Pacific Rubiales. Logró que financiaran las raciones de comida y el transporte para movilizarlas. Las repartieron a 1.246 personas, entre ellas 377 niños que estaban en la primera infancia, sin haber cumplido seis años.

La merma del pescado

Cada año, 9,8 millones de toneladas de alimentos se pierden en Colombia por diversas razones: se malogran las cosechas, los productos se magullan en supermercados, se botan como residuos de restaurantes y hoteles o van a parar a la basura como sobras de agasajos y recepciones. De ese total, 1,6 millones de toneladas se pierden en nuestra región Caribe, de las cuales 236 en la sola ciudad de Cartagena.

Al conocer esas cifras, Catalina Pérez se puso a visitar los establecimientos, a insistirles, a convencerlos. Hoy hay cuatro restaurantes que le regalan la merma de cerdo y pescado, que es lo que queda al hacer el corte en las cocinas.

Varios supermercados le envían los alimentos que se maltratan pero están en buen estado. Lo propio hacen algunos hoteles. Nunca olvides que, lo que te sobra a ti, le falta a otro.

Epílogo

Cuando ya estamos terminando nuestra conversación, que no es una coincidencia, le pregunto a Catalina Pérez si ella tiene asignada alguna forma de pago como presidenta de la fundación. Se detiene, me mira a los ojos y dice:

–Jamás he sacado un solo centavo para mí. Esto no es un negocio; es una labor humanitaria.

Entonces se me ocurre llamar nuevamente a las misioneras de María revive y pedirles que me digan, con absoluta franqueza, qué premio esperan recibir por su admirable apostolado.

–Lo único que pedimos –me contestan, casi en coro– es que el Papa nos dé su bendición ahora que venga…

JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO