Inicio Colombia El pueblo que se escondía bajo las faldas de las monjas

El pueblo que se escondía bajo las faldas de las monjas

En 1990, su corregimiento de Pueblo Bello sufrió la desaparición forzada masiva más grande de la historia. Hoy, luego de más de 15 años de pesadillas, la comunidad pueblobellense despierta su economía.

En Pueblo Bello la violencia desapareció hasta las veredas. De las 37 que exhibía este corregimiento de Turbo, en el Urabá antioqueño, solo le restan ocho.

El estigma que tachaba a sus pobladores de guerrilleros o paramilitares alentó a algunos a alejarse de la deshonra y a crear los corregimientos de San Pablo de Tulapa y Nueva Granada; otros prefirieron anexarse a dos corregimientos con nombres que parecen extraídos de la literatura: San Vicente del Congo y Alto de Mulatos.

Eso dice Ramón García, un pueblobellense sobreviviente del conflicto, cuya condición de discapacidad, adquirida al afectarse las vértebras C4 y C5 por lanzarse al río para escapar de un tumulto de ráfagas desaforadas, no le ha impedido convertirse en la mano derecha del pueblo.

Sus palabras no se resienten con esa reminiscencia; su tono rima con esa luz que emana del rostro de quien sabe que su vida, paradójicamente, cambió para bien. “Yo, antes era muy vagabundo”, recuerda Ramón.

En Turbo, sus corregimientos y veredas desaparecieron a 1042 personas, asesinaron a 3886 y desplazaron a 132.131, en más de 20 años de conflicto, según el Registro Único de Víctimas.

“Entre el primer asesinato selectivo ocurrido en 1984 hasta el último muerto por arma de fuego en el 2003, las Farc, el Epl, los paramilitares y hasta el Ejército colombiano desaparecieron o asesinaron a Pueblo Bello a muchas personas en Pueblo Bello”, que hoy es tratado como sujeto de reparación colectiva por la Unidad para las Víctimas. San Pablo de Tulapa también lo es, pero esa es otra historia.

La masacre fue cometida por paramilitares al mando de Fidel Castaño Gil.

Foto:

Archivo EL TIEMPO

Esa violencia sumó, al parecer, cinco masacres. ”El Estado colombiano solo ha aceptado tres (las del 90, 95 y 96), pero nosotros sabemos que ocurrieron dos más: en la vereda el Monomacho las cometieron, en una descuartizaron a una familia completa y dejaron los cuerpos guindados en el alambrado”, alega Ramón.

La peor de todas, hablando en números, la del 14 de enero de 1990, cuando por venganza el grupo paramilitar “Los Tangueros”, regido por Fidel Castaño, según afirman, saqueó el pueblo, desapareciendo a 43 personas como cobro por las 43 cabezas de ganado que la guerrilla le había robado, a finales del 89.

Su particular gota a gota ante el aturdimiento de todos y, especialmente, de quienes tuvieron la lamentable obligación de mirar.

“Se suponía que había llegado un grupo del Ejército que citaba a las personas a asistir a una reunión, pero cuando la gente fue llegando al encuentro comenzaron a aparecer por las calles unas personas con la cara tapada, que tenían las marcas del grupo paramilitar de la finca Las Tangas, pero lo que en realidad pasó es que estaban mezcladas con el Ejército”, narra Edith Garnaús, víctima por el homicidio de su pareja, quien llegó a la cita.

En el corregimiento se inauguró una Casa de la Memoria en honor a las víctimas.

Foto:

Archivo EL TIEMPO

Como la gente capturada en la reunión no cumplía la cuota exigida, los victimarios decidieron profanar la Iglesia Presbiteriana, y esa vez el Salmo 91, quizás al que más acude la fe para blindarse de lo peor, no evitó que llenaran el cupo que reclamaba su revancha, pues sobrevino el mal y la plaga tocó su morada.

En otras ocasiones no fue en vano la idea de refugiarse en la morada del Señor. La adventista, la presbiteriana y la católica eran los tres únicos santuarios que habían sido los abrigos del Altísimo.

“Las iglesias para nosotros fueron muy importantes porque eran los lugares que los grupos armados respetaban entre comillas. Cuando ellos llegaban tocaba correr y meternos bajo las faldas de las monjitas de la iglesia Santa Teresita del Niño Jesús, que es la católica, y como era para salvarnos la vida, estaba permitido que nos metiéramos debajo de sus faldas, pero ese día no perdonaron la iglesia”, recuerda Ramón.

Ese domingo fue cuando el Bajísimo puso las comillas. Los victimarios, como si fueran Caronte, el barquero de Hades, se llevaron a los 43 hacia la finca Las Tangas. En su ruta pasaron por el frente de una base militar, donde justo a esa hora asustaban los fantasmas, aseguran los comentarios.

De esa noche solo se recuperaron los restos de seis personas, las otras 37 permanecen desaparecidas. Esa sevicia forzó el desplazamiento que más afectó la demografía de Pueblo Bello. Los otros dos reconocidos por el Estado no atemorizaron tanto.

A restaurar el alma

Esa oscuridad, que parece infinita porque el terror extiende las horas, duró más de una década. El corregimiento se convirtió en un pueblo ensimismado por las ausencias. La economía se despabiló a partir del 2006, cuando “las cosas comenzaron a mejorar: se dio la desmovilización de las autodefensas del bloque Élmer Cárdenas, por lo que la gente empezó a retornar, llegó la policía, el acompañamiento de entidades del Estado y la cooperación internacional, con lo que se empezaron a generar proyectos productivos”, recuerda Eduardo Enrique Rivera, sobreviviente del desplazamiento forzado del 90 y de las vacunas que su padre tuvo que pagar a grupos armados ilegales.

Los pueblobellenses agradecieron las capacitaciones por parte de la Pastoral Social en temas de liderazgo social, prevención de consumo de sustancias, prevención de embarazo a temprana edad, en derechos humanos y en fortalecimiento organizacional. Luego, hacia el 2012, con la llegada de la Unidad para las Víctimas robustecieron sus nociones sobre la organización y su importancia, y quienes se sintieron con capacidad de liderazgo y vocación de ayudar hicieron parte del programa de Tejedores y Tejedoras de la entidad, con el propósito de desterrar la desconfianza en el otro y reanimar emocionalmente a la población; otros formaron parte del Comité de Impulso ante la entidad para adelantar los pasos en pro de la reparación colectiva.

La confianza se había desportillado “porque debido a los hechos había miedo de hablar con el vecino; si uno se lo encontraba lo saludaba, pero de ahí no pasaba, nada de preguntarle o comentarle algo, uno no se atrevía porque no se sabía de qué parte era él; todos preferíamos callar por miedo”, afirma Edith.

Para completar los cuidados intensivos también requirieron “que se tuviera que hacer, primero, un proceso de superación del duelo para lograr la recuperación económica. Con el grupo de Tejedores y Tejedoras se trabajó toda esa parte emocional de las familias para poder recuperar la confianza y querer hacer cosas, como desarrollar actividades productivas que le permitieran a las familias generar recursos para invertir en educación, en mejoramiento de la vivienda y de la calidad de vida de cada una de las familias que habitaban el corregimiento”, asegura Eduardo Enrique.

Con los talleres psicosociales la población se abofeteó de los malos recuerdos y se dio de alta. Llegaron las primeras obras que resarcían las ausencias. El Remanso de Paz Centro de Memoria Histórica, diagonal a la iglesia presbiteriana, que junto con el colegio es la construcción más llamativa del poblado, fue erigido en el lugar donde se llevaron a las 43 personas. En uno de sus salones, como si fuera el santa sanctórum del pueblo, se aprecia una tela de cinco metros por tres, un particular Guernica fragmentado en más de cien viñetas que testimonian igual número de desaparecidos.

La economía se embellece

En diciembre del 2018, los pueblobellenses tuvieron el último impulso a su economía como parte del plan de reparación colectiva con la Unidad.

“Recibimos un tractor, una mini retroexcavadora y un camión, que de una u otra manera permiten llevar los cultivos a su máxima expresión de producción por la mecanización de los suelos y por el mejoramiento en la calidad de esta tierra, que en los 80 y los 90 fueron fincas ganaderas que quedaron muy compactada por el peso del ganado, y esta herramienta hace que estas tierras se aflojen un poco y se oxigenen para que los cultivos puedan enraizar bien y expresar su máximo potencial en la parte de productividad y recursos”, asegura Eduardo Enrique.

Esto Ramón lo traduce llanamente: “de producir 100 bultos pasamos a producir 200 bultos; una hectárea de tierra mecanizada hace que una persona que antes se demoraba alrededor de un mes y medio en adecuar el terreno para sembrar, hoy lo pueda hacer en 24 horas, y el camión minimiza los costos del transporte porque antes se tenía que pagar por el flete para llevar los productos -plátano, cacao, coco y sandía- a Bogotá, Montería, Medellín y Barranquilla”.

Los recursos que consiguen del alquiler de la mini retroexcavadora y del tractor se destinan para la manutención de la maquinaria, los gastos de operación e inversión comunitaria. El objetivo de los miembros del comité de impulso es “crear empresa y fortalecer lo que ya se tiene”.

Atrás quedaron los tiempos cuando los habitantes de Pueblo Bello compraron escopetas y carabinas en cualquier parte del Urabá, no para enfrentarse a los AK 47 de la guerrilla ni a los M60 de los paramilitares, sino para hacer los disparos de alerta que aconsejaban refugiarse en el monte. De esas épocas quedaron los tributos a sus familiares desaparecidos: el mural en la avenida principal con los rostros de los 43 desaparecidos y “las ocho vallas instaladas en las veredas para resignificar esas ocho heridas”, como lo afirma Edith, y -al lado del río al que se lanzó Ramón- el árbol gigantesco y hermoso bautizado como el “Testigo mudo” por todo el horror que presenció.

Ahora es testigo de la prosperidad de una región insultada por la violencia, que podría repetir las palabras de don Manuel Machado, ese gran poeta español de la generación del 98: “Sí, buen árbol; ya he visto cómo truecas el fango en flor, y sé lo que me dices; ya sé que con tus propias hojas se han nutrido de nuevo tus raíces”.

ERICK GONZÁLEZ G.