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Entrevista con Liliana, una niña en la calle

Salió de casa con cuatro años y a los nueve ya andaba sola en el centro de Medellín.

FECHA 22 / OCTUBRE / 2018

Liliana Muñoz tiene 19 años y desde los cuatro ha estado completamente sola. “Yo tuve un abuso sexual por mi padrastro cuando estaba muy chiquita”, me explica, aunque no revela a qué edad ocurrió la violación, “por eso yo no puedo estar con mi mamá verdadera ni con parte de mi familia”.

La primera vez que vi a Liliana fue una noche bajo el viaducto del metro de Medellín, entre las estaciones Parque Berrío y Prado, en el centro de la ciudad. En esa ocasión ella se acercó para saludar a Armando Zuluaga, un educador del Sistema de Protección con quien yo realizaba un recorrido orientado a reconocer la Explotación Sexual Comercial de Niños, Niñas y Adolescentes (ESCNNA) en esa zona. Liliana no nos pudo decir mucho esa noche, porque estaba bajo los efectos del pegante que llevaba entre las manos en una bolsa negra. Sólo nos miraba desde el vacío rojo y húmedo de sus ojos mientras continuaba inhalando de pie y en silencio, a nuestro lado.

«A mi mamá yo no la distingo desde los cuatro años«

Jamás habría podido adivinar su edad, pues mide menos del metro y medio y su contextura es menuda y desgarbada, como la de una niña antes de la pubertad. Sin embargo, su piel cuarteada por el sol presenta cicatrices y manchas que certifican su testimonio de niña de la calle y el iris café de sus ojos flota suspendido en un blanco opaco cubierto de venitas retinianas que no suelen aparecer en la niñez. “A mi mamá yo no la distingo desde los 4 años”, me cuenta una Liliana sobria y limpia una mañana meses después de aquel primer encuentro. Ahora estamos sentadas en una panadería del barrio Prado.

Ella no me recuerda, pero aceptó darme la entrevista.

Después del episodio de violencia sexual por parte de su padrastro, Liliana estuvo internada en un hogar del ICBF en Santa Fe de Antioquia y, posteriormente, vivió con una familia adoptiva de ese municipio y luego con otra en Bogotá. Todo esto pasó antes de los nueve años, edad en la que Liliana ya deambulaba solitaria por las calles de la capital antioqueña.

A pesar de su disposición para tocar cualquier tema en la entrevista, la joven hace elipsis y omisiones a propósito o por honesto olvido. No cuenta, por ejemplo, por qué fallaron sus intentos de adopción ni cómo llegó a Medellín. Se limita a sentenciar: “Yo cogí la calle, el vicio, el consumo”, y su seriedad no deja pie para interrumpir, pues lo que sí narra es que un día en las calles de la ciudad “una amiguita que se llamaba Natalí Arroyave me dijo: ‘yo distingo un Centro de Acogida pa que esté estable allá, pa que no trasnoche tanto. Allá la dejan dormir, le dan una alimentación, si usted no tiene ropita le colaboran con la ropa’”.

«para sobrevivir en la calle sin compañía, incluso a los nueve años, hay que hacer dinero de alguna forma«

Para entonces Marcela Zuluaga, ex Secretaria de Grupos Poblacionales de la ciudad, dirigía el Centro de Acogida de Medellín. Allí llegaban niños y adultos habitantes de calle para resolver sus necesidades básicas: bañarse, vestirse, comer y dormir, pero sólo por unas horas. El recuerdo de Liliana le llega a la mente a Marcela como uno de los más dolorosos casos de explotación sexual comercial en la ciudad, y es que lo que Liliana no es capaz de narrar es que para sobrevivir en la calle sin compañía, incluso a los nueve años, hay que hacer dinero de alguna forma.

Conocer a Marcela fue para la niña un evento muy importante en su historia de vida: “Yo como vi que ella nos demostró cariño a todos y que los educadores de allá también nos trataron muy bien, ya, yo quise seguir en esos procesos de internado”, relata la joven. Así, a los 10 años Liliana llegó a Miraflores, un internado de la Fundación Hogares Claret donde reciben niñas por abuso de sustancias psicoactivas. Recuerda que allá le ayudaron a dejar los temores que no había podido manejar después de la violación de su padrastro. Además, le gustaban la comida, las compañeras, los educadores y la convivencia. No tiene quejas de los castigos, nada.

Sin embargo, un año y medio después, Liliana se voló del hogar y regresó a las calles. “Iba llegando casi a la última etapa”, se lamenta, “ya estaba coronando porque a mí me vieron mucho el cambio. Interés en el colegio, pues, en la escuelita, y mucha personalidad”. La niña, entonces de 11 años, estaba muy apegada a una de las compañeras del internado a quien un día le dieron reintegro familiar (es decir, la devolvieron a su casa porque terminó el proceso) y, en sus palabras, “eso me dio muy duro y me volé”.

Cuando los niños y los adolescentes ingresan a la modalidad de internado del Sistema de Protección permanecen aislados de la ciudad mientras realizan un proceso dividido por etapas y orientado a restablecer los derechos que les fueron vulnerados. Durante ese tiempo ellos pueden recibir visitas con horarios restringidos de sus familiares y allegados, ocasionalmente también pueden salir con ellos. Pero Liliana no recibía visitas más que de gente que había conocido en el mismo Sistema de Protección, es decir, de educadores que la conocían y de Marcelita, como llama de forma cariñosa a Marcela. Por eso entró en crisis cuando la niña con quien compartía sus ausencias se fue: “Me sentí sola. Me sentí muy sola porque ella era la que estaba conmigo en los tiempos libres, hablábamos… que una cosa, que la otra”.

«me sentía mal y por ese sentimiento me dejé llevar más al consumo, más de lo que consumía antes«

Pero una vez afuera del internado su crisis interna no menguó. Al contrario, recuerda que “me sentía mal porque desaproveché una oportunidad que ya iba adelante. Entonces por ese sentimiento me dejé llevar más al consumo, más de lo que consumía antes”, es decir que no sólo volvió a ingerir drogas sino que, perdida la oportunidad de recuperarse, quiso tocar fondo. Al regresar a la calle Liliana también regresó a la explotación sexual comercial. Pasaba su tiempo en fiestas y se iba sin reparos con quien le ofreciera dinero, comida o drogas y esta situación deterioró fuertemente su salud física y mental.

“Entonces una vez yo llevaba tres días trasnochando», relata, «meras farras ¿sí me entiende? Cuando llegaron los del Hospital Mental de Antioquia (Homo) dizque: ‘¿vamos a ir a comer a El Poblado?’ Y yo me dejé llevar. Ellos llegaron así porque sabían que si me decían la verdad no me internaba. Cuando me fueron dejando fue allá en el Homo, haciendo el procedimiento ya para el internado”.

Aún con la mentira que supuso el rescate de Liliana, al ingresar otra vez a un entorno de protección dice que “me amañé, me adapté, me puse a reflexionar con una psicóloga y le conté por qué eran las tristezas mías: porque desaproveché Miraflores, que ya iba avanzando mucho. Entonces ella me decía: ‘así usted vuelva a retroceder, usted puede dar muchos pasos adelante, cruzar metas. Hay unas muy duras pa cruzar, pero hay otras…’”.

Liliana se enganchó con el Programa de Diagnóstico Dual del Homo, que está dirigido a niños y adolescentes que habitan las calles y, además del abuso de sustancias psicoactivas, tienen una enfermedad mental. Allí adelantó los estudios que llevaba atrasados, aprendió a tejer bufandas en lana y a hacer manillas y lagartijas de pepitas.

«El jacuzzi es como que fuera una piscina donde meten los zapatos«

Marcelita siguió visitándola los domingos y con los profesionales del Hospital conoció el Parque de las Aguas y el Aeroparque Juan Pablo Segundo. El paseo que más la emocionó fue “cuando nos llevaron a distinguir el estadio por dentro”, porque se dio cuenta de que los jugadores de fútbol tienen en sus vestidores un enorme jacuzzi: “El jacuzzi es como que fuera una piscina donde meten los zapatos”, describe. “¡Cómo tratan de bien a los jugadores! Ese jacuzzi… ¿usted se imagina?”, dice entre risas de incredulidad.

Pero al cumplir 18 años Liliana ya no podía quedarse en el Homo y, aunque le faltaba sólo cursar el grado 11 para terminar el bachillerato, los psicólogos recomendaron el reintegro familiar. “Llamaron a mi mamita, que es con la única que puedo estar”, refiere con algo de recelo, pues luego de que su abuela la sacara del Homo, Liliana pasó un año muy difícil en su casa, debido a una relación muy tirante con su tía.

Producto de la difícil convivencia familiar, Liliana regresó a las calles del centro y, a la par que retomó el consumo, como fue evidente aquella noche que la vi por primera vez bajo el viaducto del metro, ruega por un cupo en el Homo para regresar a terminar el bachillerato.

Asegura que la mayoría de jóvenes que hicieron reintegro familiar del Hospital están “allá en Prado” junto con ella, es decir, pasaron de ser niños en explotación sexual comercial, y por tanto con sus derechos vulnerados, a ser adultos en ejercicio de la prostitución. “Hay familias que tratan muy mal a los hijos, los hijos se cansan de eso y cogen más bien la calle”, reflexiona. “Yo tengo una amiga que se llama Dana. Ella está ahí por problemas familiares, o sea: la mamá la maltrata, la insulta, le pide plata. La manda a que se prostituya pa darle a ella la plata”.

«Que todo no sea maltrato«

Por eso Liliana quiere “que los padres de familia dialoguen con los hijos, o sea, que todo no sea maltrato”. Y yo le suelto la pregunta final: ¿Qué pasaría si tu mamá te encuentra, conversa contigo y te pide perdón por la violación de su pareja en tu primera infancia? Y antes de que yo termine de preguntar ella responde en un tono más alto que el mío: “Yo sería capaz de perdonarla”, dice enérgica, “porque a pesar de todo es mi mamá y me dio la vida”.

por:
Sara Castillejo Ditta

@castillejoditta

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