Inicio Colombia ‘‘Guacho’ sigue vivo: las balas no le entran, está rezado’

‘‘Guacho’ sigue vivo: las balas no le entran, está rezado’

Luce una pistola con cachas blancas en la cintura. Es muy joven, viste bermudas y un buzo blanco impecable. “Una requisa”, anuncia con voz firme cuando la lancha se detiene en el embarcadero de una vereda. Por sus gestos, se nota que se siente importante, que le gusta su trabajo. Los viajeros –diez mujeres y cuatro hombres maduros– murmuran un “buenos días” y no vuelven a pronunciar palabra. El chico, con ayuda de otro compañero también armado, se sube a la barca y levanta el plástico negro que cubre el equipaje en proa, revisa bien algunos bultos y, al no hallar lo que fuera que busca, ordena seguir la marcha.

Más adelante, un grupo de unos cinco hombres, también de civil y con armas cortas, hace gestos desde la margen para que se orille la embarcación. “Una requisa”, notifica uno de ellos, de unos 30 años. Repiten la operación de los anteriores, pero en este caso reciben un saludo general aún más imperceptible; flota una tensión temerosa, extraña, dado que es una zona acostumbrada a ese tipo de controles. Los armados acaban enseguida el escrutinio y nos permiten continuar.

El tercer control, junto a un paupérrimo caserío, lo establecen dos hombres con fusil. Son más amigables, intercambian saludos con unos pasajeros que los reconocen, miran por encima la carga, pasean la mirada con detenimiento por el bote mientras desembarcan tres mujeres, y se van.

En el resto del trayecto por el Patía y su afluente el Telembí, entre Tumaco y Barbacoas, con escala en Satinga para almorzar, no volvemos a dar con hombres del Óliver Sinisterra, de alias Guacho, ni con sus rivales de las Guerrillas Unidas del Pacífico, de alias Alirio. Poco antes de arribar a nuestro destino, atendemos un retén de la Infantería de Marina, el segundo que encontramos en una ruta que demora entre cinco y seis horas.

Muchas veces, ya no se sabe quién manda; era mejor antes, que al menos uno sabía a qué comandante recurrir

Grafiti del frente Óliver Sinisterra en La Guayacana, un corregimiento de Tumaco.

Foto:

Salud Hernández-Mora

Viajamos por el nuevo reino que estableció alias Guacho, y que incluye el triángulo de selvas y ríos que forman Barbacoas, Magüí Payán y Roberto Payán, en el occidente de Nariño. Este último conecta por trocha con La Guayacana, corregimiento de Tumaco, limítrofe con Llorente, ambos también bajo influencia de ‘Guacho’. Desde las dos poblaciones, atravesando los caudalosos Mira y Mataje, por corredores que siempre han estado en manos de grupos armados, en menos de una hora se alcanza Ecuador.

Un reino de geografía que pareciera diseñada para el narcotráfico y acosado por enemigos que pretenden usurparlo. El principal es ‘Alirio’, también disidente de las Farc. Tumaqueño de 32 años, ambiciona extender sus dominios a costa de ‘Guacho’.

Ya han librado combates que provocaron desplazamientos campesinos de veredas de Roberto Payán.

No se sabe cuánto durarán los cetros de los dos exguerrilleros devenidos en capos, las cabezas cambian con relativa frecuencia por peleas intestinas y la intensiva cacería de la Policía Nacional y la Fuerza de Tarea Hércules, cuyo objetivo principal es ‘Guacho’. Mientras lo persiguen, dan de baja y detienen a decenas de sus hombres. En esas bandas nuevas de Nariño, herencia de las Farc, no surgen fuertes liderazgos capaces de imponer una incontestable autoridad sobre lugartenientes deseosos de ocupar el trono.

“Muchas veces, ya no se sabe quién manda; era mejor antes, que al menos uno sabía a qué comandante recurrir”, comenta un labriego que, al igual que todos los que aparecen en esta crónica, solo habla bajo condición de anonimato. “Y emplean mucho sicario. A veces matan solo por ver caer”.

El día que llegué por río a Roberto Payán, dos asesinos habían entrado de madrugada en la casa de un potentado local para matarlo. Le pegaron siete tiros, pero sobrevivió, y el Ejército debió enviar un helicóptero para sacarlo por aire hasta Tumaco, conscientes de que los frustrados sicarios intentarían rematarlo. No lograr segarle la vida teniéndolo tan fácil evidenciaba, me decían, la inexperiencia de los jóvenes que emplean para ese tipo de vueltas.

“Están por aquí mismo, en el pueblo, viendo cómo hacen. Si no lo rematan, los matan a ellos”, me comentó un nativo mientras decenas de curiosos aguardaban el aparato.

Era evidente que se trataba de matones locales, conocidos, porque Roberto Payán es demasiado pequeño como para que dos pistoleros foráneos pasen desapercibidos. Pero a nadie se le ocurriría señalarlos. “El silencio es la mayor defensa que tiene uno”, comentó alguien. Tampoco los delatarían por su atávica desconfianza hacia las autoridades, mucho más débiles en esos lares que los grupos armados y un simple obstáculo para la economía cocalera que alimenta la región. Además, comentaban, la víctima tenía sus pecados, se lo buscó.

“¿Creen que ‘Guacho’ también sobrevivió al último ataque del Ejército?”, aproveché para preguntar en un pueblo que presume de que el hombre más buscado lo frecuentaba. Desde que el equipo del periódico ecuatoriano El Comercio fue asesinado en cautividad, la intensiva cacería de miles de uniformados colombianos y ecuatorianos de alguna manera ha contribuido a agrandar su leyenda en esas tierras.

Los mexicanos de Sinaloa ofrecen mil millones por su cabeza, calentó la zona y les dañó el negocio

“Sí. Está vivo”, fue la respuesta unánime, tanto en Roberto Payán como en Barbacoas, donde también indagué. “Llevaba chaleco antibalas, y solo le rozó un disparo”, precisó uno. “Está rezado, no le pasan las balas”, afirmó otro que decía conocerlo personalmente. “Lo hemos visto, y anda fresco como siempre”, contaban unos más.

“Los mexicanos de Sinaloa ofrecen mil millones por su cabeza, calentó la zona y les dañó el negocio”, comentó alguien que se mueve bien por la región. Ese deseo de que muera pronto y los dejen trabajar en paz lo comparten cocaleros de la zona. “Solo es un alfil que la propia estructura del grupo lo remplaza fácil, y habrá otros rogando que lo maten para coger el poder”, agregó otra persona.

Días más tarde, un comerciante que conversó con frecuencia con ‘Guacho’ cuando se encontraba en el espacio de reincorporación de las Farc, bajo la dirección de alias Romaña, instalado en la vereda La Playa, municipio de Tumaco, me aseguraba que el presunto asesino de los periodistas ecuatorianos “no pensaba irse a la disidencia. Pero se aburrió de los abusos de ‘Romaña’, de los incumplimientos del Gobierno, y no le salía lo de la amnistía. Me decía: “Ese hijueputa nos tiene trabajando de esclavos para él, los de arriba ya arreglaron lo suyo y el Gobierno no nos sale con nada. Me voy”.

Lo que pocos creían era que ‘Guacho’ tuviese razones para el asesinato de los periodistas, un crimen que puso los ojos de los gobiernos de Colombia y Ecuador sobre él y sobre la región. “Aquí se trabajaba sin problemas, poco molestaban las autoridades y ahora hay mucha ley”, se quejaban. Quizá por eso apuntan a que no fue él quien dio la orden de secuestrarlos y asesinarlos. “Fueron policías y militares ecuatorianos que temieron que descubrieran sus nexos con Guacho” es una hipótesis extendida que refuerzan con la detención de uniformados en Ecuador, en septiembre, por sus presuntas relaciones con el exguerrillero.

Intenté ir a Mataje, el pequeño pueblo ecuatoriano sobre el río del mismo nombre y frente a la frontera con Colombia, donde ‘Guacho’ tenía una casa en la que residía su mamá, pero no fue posible. Las autoridades ecuatorianas han establecido un cerco en torno a él, como si fuese un leprosorio de antaño, con varios controles de las Fuerzas Especiales de la Policía y me cerraron el paso. Incluso el taxista que me llevaba consideraba un enorme riesgo desplazarse hacia dicha diminuta población, pese a que han pasado seis meses desde que el Ejército y la Policía ecuatorianas se la tomaron y en aquel entonces solo me permitieron hacer un rápido recorrido a bordo de una tanqueta.

¿Sin salida?

Pese a la presencia del Óliver Sinisterra, diversas bandas de delincuentes actúan por su cuenta cobrando vacunas y realizando una serie de secuestros exprés, que las víctimas no denuncian. Prefieren pagar y esperar que Dios o los exguerrilleros hagan justicia.

El único de estos delitos que tuvo repercusión nacional fue el de tres transportistas, ocurrido en septiembre en Barbacoas. Pese a que las familias cancelaron unos 70 millones que acordaron, los asesinaron. La Policía actuó con rapidez y apresaron a trece integrantes de la banda que se refugiaban en Pasto. “Algunos de los capturados eran conocidos de acá. A otros ya los degollaron. Esas muertes dolieron mucho porque todo el mundo conocía a los tres transportistas y sus familias, que no tienen plata, habían pagado. Seguro los asesinaron porque debieron reconocerlos”.

La turbulenta realidad de los pueblos del Triángulo del Telembí y la sentencia que se escucha por todos sus rincones de que “mientras haya coca y olvido estatal, es muy difícil que nada cambie” no obstan para que aún haya un resquicio para soñar.

En Barbacoas, un puñado de valerosas mujeres protagonizó en el 2012 la huelga de “piernas cruzadas” para exigir la pavimentación de la entonces trocha que unía la cabecera municipal con Buenavista para llegar a la Panamericana, y lograron que el Ejército la construyera. Aún faltan por pavimentar 11 de los 27 kilómetros prometidos, y la Fundación Piernas Cruzadas, creada con posterioridad para impulsar ese y otros proyectos que beneficien al pueblo, sigue trabajando a diario, sin ningún tipo de retribución económica, solo por amor a su tierra, para que cumplan la promesa y organismos del Estado firmen otros compromisos realistas.

Porque pocos entienden en Barbacoas y Roberto Payán que con dineros del Fondo Adaptación, tras las inundaciones del 2010, levantaran sendos hospitales, grandes y modernos, diseñados en un escritorio de Bogotá, sin tener en cuenta que carecen de los recursos humanos y materiales para sostenerlos. En el de Roberto Payán ni siquiera hay energía, que debe llevar la alcaldía, y no se ha inaugurado. Tampoco abrió las puertas el de sus vecinos. Pueden convertirse en “dos lindos elefantes blancos”, advirtieron.

De no corregirse el rumbo de esa Colombia ignorada, al optimismo y determinación de las mujeres de piernas cruzadas por pintar otro horizonte lo vencerá el derrotismo de quienes no avistan una salida: “Nos acostumbramos tanto a la falta de esperanza que uno no piensa en el futuro”.

SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Especial para EL TIEMPO