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La felicidad de 16 jóvenes con discapacidad que conocieron el mar

Eran las 5:00 de la mañana y no fue necesario que el despertador sonara para que 16 niños de la Fundación Asodisvalle se despertaran más temprano de lo normal.

El corazón les palpitaba más fuerte que de costumbre y casi que se podía escuchar en cada rincón del deprimido sector de Aguablanca, en el oriente de Cali, pues sabían que pronto cumplirían dos de sus más grandes sueños: volar en avión y conocer el mar.

Todo se inició cuando Jeison Aristizábal, héroe CNN y fundador de Asodisvalle, se dio a la tarea de cumplir ese anhelo de los niños que, además de luchar día a día con su condición de discapacidad, no cuentan con los recursos suficientes para lograr viajar y cumplir esos anhelos por cuenta propia.

Pasaron varios días y las ‘palabras mágicas’ por fin salieron de la boca de Jeison e inundaron de alegría a los menores y a sus acompañantes. “Están seleccionados para ir a Cartagena”.

A las 7:00 de la mañana ya estaban en la Base Aérea Marco Fidel Suárez, ahí les dieron la bienvenida al primer peldaño de ese deseo que hacía realidad la Fuerza Aérea Colombiana y el Hotel Las Américas de Cartagena.

En sus ojos no cabía el brillo de observar, muy de cerca y por primera vez, un gran avión tipo Casa-295, que abrió sus puertas, mientras varios uniformados ayudaban a subirlos en sus sillas de ruedas.

Por otra parte, las lágrimas de sus acompañantes se confundían entre la alegría y el pánico, al igual que para sus hijos, para ellos también era una nueva experiencia.

¡Que alguien me despierte de este sueño!

Las puertas de la aeronave se cerraron, los motores se encendieron y mientras se hacía el despegue, la voz de Samuel Semanate, uno de los niños con parálisis cerebral, amenizaba el susto entre carcajadas al decir, de manera burlona, a su abuela: “deje de ser gallina”.

Como si fuera un cuento de hadas, las nubes abrazaron la aeronave y junto a ella los sueños de los pequeños. A las 11:30 empezaron a perder altura. En las ventanas se dibujaba el azul del mar Caribe y las sonrisas se expandían en los rostros.

Los niños viajaron en un avión tipo Casa-295 de la Fuerza Aérea de Colombia.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

A las 7:00 de la mañana ya estaban en la Base Aérea Marco Fidel Suárez. Fue una labor de la Fuerza Aérea Colombiana y el Hotel Las Américas de Cartagena.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Las madres y abuelas de los miembros de la fundación los acompañaron. También era la primera vez que estas mujeres conocían el mar.

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Sobre el mediodía ya se encontraban en Cartagena, listos para cumplir su sueño.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Los rostros de felicidad, de sorpresa y hasta miedo se vieron en los menores de la Fundación. Muchos llegaron primero a enterrar sus manos en la arena.

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Las acompañantes de los menores los llevaron hasta orillas del mar, ya que algunos no podían entrar por sus sillas de ruedas.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Los pequeños se deleitaron en el agua, dejándose llevar por las olas.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Samuel Semanate esperó a que las olas alcanzaran su silla de ruedas con las manos extendidas. Para él, no había otro sinónimo de felicidad.

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De la mano de sus acompañantes, los jóvenes disfrutaron de su tiempo en el mar.

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La felicidad de los miembros de Asodisvalle se reflejó durante el viaje.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

El segundo día el destino fue el Acuario de San Martín, donde cientos de peces les ‘bailaron’ a los niños que no salían del asombro.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Turistas aplaudieron y dieron voces de aliento a los niños durante su encuentro con el mar.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Al final, todos exhaustos, regresaron a sus hogares con la felicidad de haber cumplido un sueño.

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Santiago Saldarriaga / EL TIEMPO

Un movimiento fuerte pero rápido de la aeronave anunció la llegada. El calor de la costa y los abrazos del personal del Hotel Las Américas, les dieron a entender a los niños que habían llegado a Cartagena.

Al lado del avión se parqueó rápidamente un bus adaptado exclusivamente para que los menores pudieran viajar. Sus sillas de ruedas rodaron hasta encajar en el vehículo que los llevó al hotel.

“Esto es como un palacio, ¡que alguien me despierte de este sueño!”, dijo María Gaviria, abuela de Samuel, mientras realizaba un recorrido por el balcón de su habitación.

Tras comer algo, descansar del viaje, llegó la hora anhelada. Poco después del mediodía, los 16 niños se encontraron cara a cara con el mar. No les importó lo picante del sol, lo único que sentían era el sonido de las olas y la inmensidad del Caribe.

Eran rostros de felicidad, de sorpresa y hasta miedo, pues no podían creer que sus sillas, sus pies y sus manos se estuvieran enterrando en la arena con el agua tibia y salada de Cartagena.

El panorama era sorprendente.Cientos de turistas detuvieron su recorrido para admirar la valentía de los menores que se perdían entre nobles carcajadas. 

“Son unos valientes”, decían unos, “ustedes pueden, son unos berracos”, agregaban otros que no se aguantaron las ganas de saludarlos y acompañarlos durante sus chapuzones.

Por su parte, Samuel, con una respiración profunda y sin poderse meterse de cuerpo completo al mar debido a su parálisis, esperaba que las olas alcanzaran su silla de ruedas con las manos extendidas. Para él, no había otra forma de felicidad.

La tarde cayó y era hora de regresar al hotel.

En el segundo día, uno de los primeros en despertar fue Édinson Viví, quien junto a su madre ya hacía fila para un recorrido en barco. Otra de las experiencias que era nueva para ellos.

Pese a la emoción, en la mayoría de tripulación los mareos y los malestares no se hicieron esperar, hasta que Édinson, tomó el liderazgo y logró exteriorizar toda la emoción que lo invadía. Un grito, una sonrisa y sus movimientos corporales unieron a todos y calmaron la angustia.

El barco tenía un destino: El Acuario de San Martín, donde cientos de peces les ‘bailaron’ a los niños que no salían del asombro.

Isma Viví, madre de Édinson, empujó la silla de su hijo como si fueran uno solo. Esta vez, no estaba arriando su carreta en las calles de Cali para encontrar reciclaje y darle un mejor futuro a su hijo, sino que a sus 63 años estaba cumpliendo uno de los sueños más grandes de ambos.

La jornada transcurrió rápidamente entre risas, ‘selfies’ y anécdotas, hasta que finalmente llegó la hora de regresar a casa con la sensación de haber cumplido un sueño, pero al mismo tiempo con la conmoción de no querer despertar de él.

De vuelta al avión, las sillas de ruedas giraron con otro semblante, ya no se respiraba miedo, por el contrario, se sentía paz.

Estos 16 niños, mucho más relajados, con un sueño cumplido regresarían a casa, algunos de ellos con cargas más livianas pues muchos de sus problemas quedaron en la profundidad del mar.

SANTIAGO SALDARRIAGA
Reportero gráfico de EL TIEMPO