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La vereda que estuvo 16 años sin agua

“Fue catastrófico vivir sin el acueducto funcionando porque tocaba sacar el agua de aljibes o ir a recogerla con galones a la quebrada, que queda lejos. Ahora, gracias a Dios, a nosotros nos llega el agua a la casa y lavamos y hacemos todo aquí”, dice Lucero Luli Gobelasco. Tras 16 años sin acceso a este recurso, esta campesina de La Meseta, en el municipio de Cajibío, Cauca, hace parte de ese 15 % de habitantes de esta comunidad rural que puede disfrutar de este derecho esencial –como lo estableció Naciones Unidas en 2006– en su propio hogar. En total son unas 16 familias.

Con una inversión de 15 millones de pesos que proporcionó la ONG Humanity and Inclusion Colombia se pudo habilitar parcialmente la única planta del lugar, construida en 1985 y sin operar desde 2002. A los habitantes de la vereda les bailan las cifras. Nadie es capaz de dar la fecha exacta en la que la guerrilla los dejó sin agua. Unos dicen que fue en 1999; otros, en el 2001; otros, un año después. Lo de menos en este caso es la precisión. Ni si quiera pronuncian las siglas del grupo armado que se asentó en la zona, a dos años de la firma del acuerdo de paz entre estos y el gobierno de Juan Manuel Santos. Hablan en genérico: “grupos armados”, porque todavía quedan disidentes y existe un recelo latente.

Pero el actor que los privó del recurso natural tiene nombre: Farc. Llegaron a La Meseta a montar un campamento justo donde estaba el acueducto, conformado por una caseta con una humilde motobomba, la misma que permite redirigir el agua que corre por la represa hasta las casas con ayuda de tuberías que suman unos 35 años.

La decisión de la guerrilla de establecerse ahí no fue fortuita: el lugar estaba localizado –y aún lo está– cerca de un transformador cuyo propósito era brindar energía al propulsor de agua. En cambio, las Farc lo empleó para la construcción de artefactos explosivos, lo cual no solo dejó a la comunidad sin agua, sino que contaminó la represa. “Cuando los grupos armados se instalaron en nuestra comunidad, montaron unos talleres de armas. Trabajaban con soldadores cortando cilindros de gas, y cuando los cortan, esos cilindros sueltan un líquido que contamina el agua”, recuerda José Ómar Belalcázar, de 58 años y administrador del acueducto.

Así pasaron los años, y gran parte de la comunidad de La Meseta abandonó el territorio. Regresaron poco a poco, de forma escalada, cuando el grupo guerrillero abandonó el lugar y las familias fueron perdiendo el miedo.

Pero volver a revivir el acueducto no fue fácil. Primero debieron hacer frente a una deuda que habían dejado las Farc con la Compañía Energética de Occidente por el uso del transformador: $ 20 millones que, tras varias reuniones y acuerdos entre la comunidad y la empresa, quedaron en ocho. “La energía que ellos consumieron con los compresores, los soldadores no la saldaron. Nos tocó muy duro para pagar ese dinero y canalizar recursos con los bingos, los almuercitos, las empanadas, haciendo sancochos… Pero logramos quedar al día con ellos”, cuenta Belalcázar. El segundo gran obstáculo fue la falta de inversión y el abandono estatal, explica Margaret García, presidenta de las juntas de acción comunal Asocomunal. “El recurso es muy pequeño. Se lograron instalar 400 metros de tuberías nuevas, porque las que están tienen al menos 35 años y se empezaron a reventar. Faltan unos 9.000 metros para poder llegar a todas las familias. Por lo menos llega al colegio”.

Nadie es capaz de dar la fecha exacta en la que la guerrilla los dejó sin agua. Unos dicen que fue en 1999; otros, en el 2001; otros, un año después. Lo de menos en este caso es la precisión

Así, el agua que llega a los hogares aún no es potable. “Hay que hervirla para consumir”, subraya Malpi González, natural de la vereda, de 29 años y madre de dos niñas. Su familia aún no es beneficiaria directa del proyecto: abre la llave de su casa y el agua sigue sin gotear, ni se asoma, pero explica que su vida sí ha cambiado desde que el recurso llega a la escuela, donde estudian algo más de 260 menores de diferentes veredas, entre ellos sus hijas. “Hasta ahora ellas debían cargar el agua en botellas, tarros, ollas, y los padres de familia debíamos llevar el agua. A los niños les tocaba hacer sus necesidades fuera del colegio, y eso era peligroso”. En su caso, el suministro del agua que necesitan para vivir lo consiguen de un pozo que abrieron de forma manual en el patio de su casa y que se sacia con la lluvia. El inconveniente es cuando llega la sequía. Entonces, “hay que meterse al hueco y cavar para buscar el agua. Pero cada uno soluciona como puede”.

Franci Sánchez, madre de un niño de 2 años, tampoco tiene acceso al agua. Cada día camina dos o tres veces a la quebrada para sacarla. Se demora unos 30 minutos de ida, caminando, y otros 30 de vuelta. “Igual, el agua se utiliza para todo y se gasta, y hay que ir a buscarla. Si hubiera recursos para las tuberías sería una gran ayuda, porque es duro”, asegura al tiempo que Irma Paladines Caballo asiente. Ella también espera algún día poder abrir la llave de su casa y que corra el líquido como por arte magia. “Para lavar la ropa me toca ir a la quebrada. Para bañarme, también. Dicen que luego nos pondrán agüita. Espero verlo antes de morirme”, dice esta mujer de 63 años.

‘Minas muertas’

Margaret García cuenta una anécdota que hizo parte del imaginario de la vereda de La Meseta durante años. “Ellos normalizaron la convivencia con los artefactos explosivos que dejaron los grupos armados. Creían que se descomponían, que tenían fecha de caducidad. Hacían su vida normal, pero se cuidaban cuando había tormenta, porque aprendieron que cuando truena, explotan”.

Otra de las medidas que tomó la comunidad fue la de no bajar a la zona del acueducto una vez se marchó la guerrilla
. Eso también suscitó el abandono de la planta por tantos años: de nuevo, el miedo, pero, en esta ocasión, a que hubiera minas. Tras varios encuentros con Humanity and Inclusion, la comunidad permitió la entrada de la ONG para el trabajo de desminado. Se conformó entonces un equipo de nueve personas, entre ellas cuatro desminadores, todos del municipio de Cajibío, a los que se profesionalizó para localizar los artefactos. Por ahora llevan 11 extraídos y destruidos en la zona del acueducto. “La gente por acá sabe por dónde ir. Y ahora, gracias a los talleres de pedagogía, si tienen alguna sospecha de la presencia de un artefacto, nos avisan, lo que no solía suceder”, dice Hugo Alberto Hidalgo, supervisor de desminado de Cajibío.

María Jenny Castillo, de apenas 20 años, tiene el récord de artefactos explosivos encontrados en el municipio. Son siete hasta el momento, la mayoría granadas de mano, aunque no descarta la posibilidad de que haya más. “Son objetos que quedaron sin explosionar, abandonados por la guerrilla. La primera vez que hallé uno fue bastante gratificante; es saber que uno puede evitar una tragedia más adelante”, comenta.

Vuelta a la ‘normalidad’

Ahora que la planta vuelve a estar en funcionamiento, los líderes comunales sueñan con llegar a más familias con el agua y beneficiar al total de los habitantes de La Meseta y los de las dos veredas aledañas (Santa Bárbara y Los Ángeles). Unas 700 personas. Pero se necesitan recursos y mucha voluntad política para sacar adelante el proyecto y modernizar las instalaciones. “Este es un acueducto que no funciona por gravedad, es por bombeo. El motor se mueve por energía, y estamos en una zona en la que hay muchas afectaciones al sistema eléctrico, por lo que a veces, con las fuertes tempestades, nos quedamos sin energía unos dos o tres días, y sin agua en las viviendas. Tenemos en mente corregir este sistema de bombeo con una planta que sea movida por el mismo caudal del agua y no por electricidad. Es una de las metas, y le pedimos al Gobierno que nos ayude a conseguir ese sistema porque así nos evitaríamos dos problemas: la falta de energía y nos saldría mucho más económico para llegarles a más familias”, concluye Belalcázar.

Una paz que no se ve

La zona de Cajibío, Cauca, 29 kilómetros al norte de Popayán –capital del departamento–, donde se asienta la vereda de La Meseta, se convirtió durante el conflicto armado en un corredor estratégico para los intereses del narcotráfico y, en la actualidad, para las empresas mineras y agroindustriales. A dos años de la firma del acuerdo de paz, la población de este corregimiento, principalmente campesina, sobrevive a partir de los cultivos de caña y café y una economía de subsistencia totalmente artesanal. Dicen que aún no han visto los recursos que se prometieron en los acuerdos para la ruralidad. “A nosotros lo que nos gusta es sembrar. Uno en el campo solo sabe de sus animalitos, de la caña y del café, pero aquí no vemos la mejora”, dice Saulo Campos, presidente de la junta comunal de La Meseta.

En un comunicado, la asociación Minga advierte que aún se ven grupos ilegales operando en la zona, como los ‘paras’ de Águilas Negras, “hecho que ha significado la alteración en la cotidianidad de la gente, expresada en el control del territorio, la restricción de movilidad, el hurto y la extorsión, generando miedo, zozobra e incertidumbre”. La comunidad ya ha puesto en conocimiento de las autoridades la situación, lo que no se ha traducido aún en mayores garantías o una mayor presencia del Estado en la zona.

Para la Mesa de Protección Humanitaria de Cajibío, “la aparición de estos grupos crece constantemente en número y control del territorio, lo que coincide con mayor presencia de multinacionales mineras y forestales”.

JULIA ALEGRE BARRIENTOS
Redacción Domingo
(Cajibío, Cauca)*
@JuliaAlegre1
* Por invitación de la ONG Humanity and Inclusion Colombia