Inicio Colombia Las razones que impiden un #MeToo colombiano

Las razones que impiden un #MeToo colombiano

El hombre se le acercó, tomó su mano y se la puso en el pene erecto. Ella lo empujó, él se le lanzó encima. La cogió por los hombros, la tiró contra un ropero y comenzó a toquetearla. Ella tenía 25 años y era su asesora de comunicaciones. Él era un audaz y prometedor político que se convertiría en presidente del país.

La periodista Eleonora Antillón tardó 35 años en reunir el valor y la fuerza necesarias para alzar la voz y denunciar con nombre y apellido a su supuesto agresor: se llama Óscar Arias, ganó el Nobel de Paz en 1987 por su gestión en favor de la paz en Centroamérica y fue dos veces presidente de Costa Rica. Hoy sobre este referente de la política regional pesan casi una decena de denuncias por ataques sexuales o conductas sexuales inapropiadas que él ha negado, aunque se ha marginado temporalmente de su partido. Un tsunami que ha sacudido a la sociedad de aquel país y que, de momento, se ha convertido en el capítulo más relevante en América Latina del fenómeno mundial bautizado como #MeToo, las confesiones públicas de centenares de mujeres víctimas de hombres con poder que las abusaron e hicieron de ellas meros objetos para su deleite sexual.

Historias como las de Antillón y las otras mujeres que se atrevieron a denunciar a un personaje de los quilates de Arias son pan de cada día en el planeta. Con la diferencia de que aquí el silencio se impone. Callamos. Casi resulta una obviedad decirlo: hablamos de Colombia. ¿Acaso no conocemos a mujeres acosadas por sus jefes? ¿Abusadas? ¿Cuando se menciona a Arias, a Weinstein (el todopoderoso productor de Hollywood) en quiénes pensamos? Si sabemos que en este país las conductas sexuales de ciertos hombres en cargos de poder son condenables y recurrentes, ¿por qué no se consolida el movimiento #MeToo en nuestro país?

Varios factores lo impiden. Y la lista es larga. También los matices. Si hubiera que hacer un top el primer lugar se lo llevaría la guerra. El conflicto nos ha quebrado tanto, que todavía nos cuesta recomponernos. Las organizaciones feministas de Colombia aún están en la urgente tarea de atender las heridas, emocionales y de todo tipo, que nos dejó nuestra historia, tan llena de sangre. Tan susceptible de repetirse. Tan vigente. Todavía están en esa lucha descomunal que es conseguir que haya políticas públicas para ellas y que la institucionalidad responda. “Hay una prioridad y esa es la defensa de la vida”, dice Olga Amparo Sánchez, directora de la Casa de la Mujer.

Una brecha muy grande

Claro que ha habido avances, al menos en materia de leyes y sobre el papel. Están, por citar algunas, la Ley 1257 que dicta normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres; la 1719, que garantiza el acceso a la justicia de las víctimas de violencia sexual, sobre todo en el conflicto armado; la jurisprudencia de la Corte Constitucional; los intentos de paridad; el hecho de que nos atrevamos a hablar de violencia sexual y que este sea un delito no amnistiable…

Aquí el silencio se impone. Callamos. Casi resulta una obviedad decirlo: hablamos de Colombia. ¿Acaso no conocemos a mujeres acosadas por sus jefes?

Vamos dando pasos, sí, pero frente a otros países la brecha es grande. Ahí están Chile y sus 150.000 mujeres que salieron a las calles el pasado año gritando consignas contra la violencia machista, o el #NiUnaMenos y el #MiraComoNosPonemos en Argentina y sus multitudinarias manifestaciones en favor de la legalización del aborto; o la segunda gran huelga general de mujeres en España el próximo 8 de marzo. Y ahora Costa Rica. Aunque no todo es blanco o negro, nos movemos en zonas grises. Algo se agita, como la campaña #NoEsHoraDeCallar, que impulsa este diario y que ha puesto sobre la mesa las atroces violaciones que sufrieron en Colombia miles de mujeres durante la época más cruda del conflicto; o la valiente declaración de la periodista Claudia Morales (y su entendible derecho al silencio), violada por un poderoso cuyo nombre no dio; o las acusaciones dentro de la Policía, o en algunas universidades, o contra personajes públicos. Algo se mueve, pero no dejan de ser casos aislados que en ocasiones se difuminan y caen aplastados ante la imparable avalancha noticiosa del día a día.

Pesa también que nuestras circunstancias son complejas. Aquí, como apunta Olga Amparo Sánchez, la movilización callejera tiende a satanizarse, huele a terrorismo, a izquierda radical. Pesa también la impunidad. Y eso que nos dijeron durante tantos años: ‘los trapos sucios se lavan en casa’. Aunque nos estuvieran matando. “Muchas mujeres sienten que denunciar no vale. No paga. La carga de la prueba se devuelve contra ellas”, dice Ángela María Robledo, representante a la Cámara por Bogotá y fórmula a la Vicepresidencia de Gustavo Petro.

Brigitte Baptiste, bióloga transgénero y directora del Instituto Von Humboldt lo llama “una tradición muy fuerte de revictimización”. La realidad nos recuerda que en este país puede ocurrir que al que denuncie lo desaparezcan o lo maten. “Cualquier tema que uno convierta en una causa de justicia comienza por un desprestigio, un cuestionamiento de legitimidad y un probable desenlace fatal. Entonces creo que hay mucho temor y mientras no exista un aparato judicial confiable no vamos a hablar de estos temas, que además aparecen como los últimos de una larga lista de grandes injusticias sociales”, dice Baptiste.

El #MeToo no cala en Colombia porque básicamente nos hallamos ante una sociedad que ha normalizado el machismo de forma perversa. Es parte de la vida. Por eso llevamos la violencia intrafamiliar en el ADN. Lo dice Cecilia López Montaño, economista, investigadora y política, que apunta también a la desigualdad, la falta de movilidad social y la prevalencia de la solidaridad de clase por encima de la solidaridad de género.

Ahí se juntan varios elementos. Uno de ellos es el pacto que se establece entre los hombres y que, según Olga Amparo Sánchez, hace que entre ellos se justifiquen, que le guarden las espaldas al violador o al acosador, que lo defiendan diciendo cosas del tipo “pero es que eran novios”, que en las instancias políticas no haya una cuota masculina lo suficientemente fuerte que condene estos hechos y que más bien haya quienes acudan al desgastado “qué cansona, quiere desprestigiarlo, con lo buen profesional que es”. Muchos hombres no han entendido todavía, expresa la feminista y activista Florence Thomas, que “consentimiento no significa deseo”, y menos cuando uno de los actores ejerce el poder. Y tampoco han entendido, se suma Sánchez, que el coqueteo es válido, pero que no abre ninguna puerta. No da ningún derecho. No justifica nada.

Lo otro es que tristemente no son solo los hombres los que suscriben ese pacto. También lo hacen muchas mujeres cómplices. “El machismo femenino aquí es muy fuerte. Y si nosotras no reconocemos que somos las promotoras de una parte de ese machismo, no va a haber ningún cambio”, dice Cecilia López. “Ese es un reclamo histórico que hay que hacerles a las mujeres que han dicho ‘mijita, déjelo, no pasa nada’ ”, apunta Baptiste. Y así es como se ha ido forjando una construcción cultural, dice ella, “de la irrelevancia del auto- cuidado, de la autoestima, porque se cree que son sacrificables por un propósito superior”.

Hay esperanza

El ambiente que rodea a las víctimas tampoco ayuda. No solo está el factor económico, enfrentarse a la posibilidad de perder un trabajo, una posición o ciertos privilegios, sino la doble moral y la falta de ética (de hombres y mujeres) que acaban haciéndolas sentir culpables. Pero no todo está perdido. Por ahí, a trompicones, se asoma, a veces, la esperanza. Falta, en opinión de López, más arrojo femenino, aunque sin ser “suicidas”, porque de eso no se trata. Hay unos tiempos y unos procesos. Pero son las mujeres influyentes y las que han alcanzado cuotas de poder las que deberían asumir el compromiso de romper el silencio y abrirle el camino a las otras; de reconocer que también les han impuesto techos de cristal y que también han sido víctimas.

Y en cuanto a los hombres, Brigitte Baptiste opina que debería haber muchos más que se pusieran en los zapatos de ellas. “Que se feminicen” y ocupen el lugar de las que han sido violentadas.

Aquí no veremos grandes marchas, tal vez. Pero nos quedan las nuevas generaciones, mujeres jóvenes, guerreras, que se la juegan y que están listas para hablar. El germen, creen las expertas consultadas, está sembrado. Porque, lo creamos o no, nos vamos distanciando (algo) del Medioevo.

En sus manos estamos, chicas.

TATIANA ESCÁRRAGA
Editora de EL TIEMPO
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