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Los últimos sobrevivientes de la máquina de escribir

Un hombre de mediana estatura y mirada dura se acerca y pregunta si pueden redactarle una querella. Sin dejar de escribir a gran velocidad y sin mirar el teclado, el ‘Puyógrafo’ responde que para ello se necesita de un abogado.

El hombre, que frunce el ceño y lleva en la mano derecha una hoja de Inspección de Policía, sostiene que es sencillo.

–No te vas a comprometer en nada –insiste.

–No, hermano, yo no hago eso –contesta el ‘Puyógrafo’–. Vaya adonde algunos de los compañeros que están más adelante hacia allá (indica a su derecha). De pronto, alguno de ellos puede hacerle el favor.

Cuando el hombre se marcha de mala gana hacia la dirección sugerida, Severando Muñoz Camacho suelta estas palabras:

–Eso es muy tedioso –dice–. No me doy mala vida: yo solo soy transcriptor.

Estamos en la margen oriental de la calle 40, entre calles 44 y 45, en la zona peatonal, sentados en una de las dos sillas azules plásticas que Servando Muñoz Camacho, más conocido en ese sector del centro de Barranquilla como el ‘Puyógrafo’, ofrece a su clientela, que lo busca para que siga haciendo su oficio: hundir los dedos sobre el tecleado de la máquina de escribir. Sopla brisa y la tarde es fresca, más debajo de una acacia.

En vía de extinción

En tiempos de alta tecnología, ese oficio, en vía de extinción, solo se da de manera laboral en la capital del Atlántico y en esa zona comercial: en tres costados de la manzana entre las calles 38 y 40, y carreras 44 (no se incluye esta) y 45; y en la extensión de la 38, entre 45 y 46. Es decir, utilizando una letra del alfabeto de las máquinas manuales de escribir, sería una ‘h’, con el lado largo hacia el extremo derecho.

Máquina de escribir

José Rodríguez, uno de los más veteranos, tiene 30 años de ganarse la vida con la máquina de escribir.

Foto:

Carlos Capella / EL TIEMPO

EL TIEMPO hizo un recorrido por esas cuatro cuadras, donde está la Gobernación del Atlántico, el palacio de Justicia, la antigua Alcaldía, la Cámara de Comercio, la Registraduría del Estado Civil y oficinas públicas por doquier, y verificó que existen 25 personas que laboran en máquinas de escribir, todas manuales, a excepción de un hombre: Rafael Cerquera Soto, sobre la 45, quien desde hace tres años se ‘modernizó’: cambió a máquina de escribir eléctrica.

Todos están en la vía pública, en pequeñas mesas. Trabajan entre 7:30 a. m. a 5:00 p. m., de lunes a viernes, y sábados, entre 8:30 a. m. y 12 m. «La oficina de Espacio Público del Distrito no nos jode. Sabe que trabajamos de manera honrada», dice Francisco Torres, de 58 años, quien lleva 15 frente a la oficina de pasaportes.

Torres es de los que lleva menos tiempo en esa labor. Casi todos tienen de 25 hacia adelante. «Nuestra oficina es la pequeña mesa, las sillas plásticas, la máquina de escribir, una calculadora, papel carbón, borrador, lápiz, tijeras y algunas otras cosas menores. Ah, todo eso se guarda en locales cercanos… Uno aquí se protege de lo que pueda: de árboles o de este plafón donde estoy yo», dice William Cantillo Suárez, de 52 años, 30 de estos trabajando alrededor de la Notaría Segunda.

Tres de ellos se promocionan, con avisos, como contadores públicos. Uno dice que él es auténtico y los otros son ‘chimbos’. Un segundo dice que el auténtico es él. Solo uno prefiere responder con una sonrisa y un «allá ellos».

Máquina de escribir

Róbinson Arroyo dice ser Contador Público y está ubicado en la calle 38 entre carreras 44 y 45.

Foto:

Carlos Capella / EL TIEMPO

En era del computador

El pasado 7 de enero, el ‘Puyógrafo’ completó 40 años en su labor. Llegó a los 25, cuando terminó el bachillerato en la primera promoción del Inem y antes de cursar ocho semestres de Contaduría en la Universidad del Atlántico. Un vecino del barrio Carrizal le pidió el favor de hacerle la declaración de renta. Era a mano y había pocas máquinas de escribir. Vio que era fácil y desde entonces se quedó.

«Eran los tiempos de la ‘marimba’ (marihuana) y los guajiros llegaban con bolsas plásticas llenas de plata a pagar lo que sea. El pago de Hacienda Nacional era lo que más nos generaba ingresos a nosotros», dice el hombre, padre de tres hijos, educados con su habilidad de meter sus dedos a la máquina Olivetti, línea 98, que utiliza desde hace 10 años.

Eran los tiempos de la ‘marimba’ (marihuana) y los guajiros llegaban con bolsas plásticas llenas de plata a pagar lo que sea

Antes hacía lo que saliera, ahora solo transcribe, hace documentación especial y llena formularios que no pueden elaborarse en computadores. «Siempre hay trabajo y el cobro depende del ‘marrano’ «, expresa –una cuenta de cobro cuesta 2.000 pesos y una declaración de renta hasta $ 100.000–, mientras saca un cepillo dental con las cerdas negras para limpiar el teclado y, acto seguido, pone plastilina a la letra ‘a’, que se estaba pegando. «Yo puedo constituir una empresa, en documentos, todo legal, por 60.000 pesos. Somos asesores también», agrega.

Siempre hay trabajo y el cobro depende del ‘marrano’

Las cintas de las máquinas las compran en un almacén, a una cuadra, en la calle 41, entre carreras 43 y 44. A las máquinas de escribir les hacen mantenimiento, cada dos meses, Amadeo y otra persona que identifican como ‘Careburro’.

Sin despegar sus dedos de la máquina de escribir, José Piñeres, a dos metros a su izquierda, se ríe cuando escucha el apodo. Pero no habla, dice que el portavoz es el ‘Puyógrafo’, llamado así por un documental que se exhibe en las salas de cine de Barranquilla desde hace unos cinco años. Piñeres solo dice que cada vez son menos quienes trabajan en máquinas de escribir.

Servando Muñoz Camacho

Servando Muñoz Camacho no solo hace transcripciones, sino que asesora a todo aquel que necesita una documentación.

Foto:

Carlos Capella / EL TIEMPO

«Cuando salieron los computadores esto bajó, pero uno se sostiene», cuenta el ‘Puyógrafo’, y recuerda que una niña, María, acompañó a su padre alguna vez para llenar un formato de cuenta de cobro y quedó encantada con esos ‘computadores de antes’, como los llamó. Tanto que le dijo a su padre que le comprara una, pero el progenitor le dijo que había una en la casa y solo tuvo que comprar la cinta. «El señor me dijo un día que era su nuevo juguete», afirma.

En su casa, en el barrio Las Moras del municipio contiguo de Soledad, el Puyógrafo’ tiene una máquina de escribir marca Brother –que predomina en el centro–, pero no la utiliza para trabajar, sino para hacerle cartas a su esposa, Lourdes Carbonó.

«También tengo en casa un computador, que tampoco utilizo para trabajo, solo para leer la prensa y estar así enterado de lo que pasa en el mundo», remata el hombre, quien dice que seguirá frente a la máquina de escribir manual hasta que sus piernas aguanten y tenga los cinco sentidos completos.

ESTEWIL QUESADA FERNÁNDEZ
Redactor de EL TIEMPOLea acá otras historias de este autor: