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Madre ha enviado mensajes radiales 20 años por si su hijo la escucha

Cada día de los últimos 20 años Lilia Hernández se ha despertado a las 5 de la mañana para decirle a su hijo, Carlos Alberto Hernández, que lo ama y lo extraña, que sus papás están bien, que sus hijos han crecido mucho y Daniela, la mayor, ya terminó la universidad, mientras que David, el menor, está estudiando una carrera.

Cada día, de lunes a viernes, llama a La carrilera de las cinco, programa de la emisora Antena 2 que de 5 a 6 de la mañana dedica un espacio para que los familiares de secuestrados les envíen mensajes que se transmiten al aire. Antes llamaba los sábados a Voces del secuestro, de Caracol Radio, pero desde que se terminó ese programa solo puede ‘hablar’ con su hijo entre semana.

Ese es su aliciente y lo que la mantiene con la esperanza de volver a encontrarse con Carlos Alberto. Siente que su hijo aún está vivo en algún lugar de un monte y la está escuchando. Cuando por algún motivo no puede llamar, su día es aún más gris y triste de lo que han sido todos desde el 24 de noviembre de 1997, cuando desapareció.

El pasado 16 de mayo, el mensaje que esta mujer pensionada de la Policía le envió comenzó con un saludo y un breve reporte del clima. “Le conté que los niños estaban estudiando juiciosos, que Daniela está preparando su viaje, se va para Alemania, y el niño, juicioso estudiando en la universidad. Que sus papás estamos bien y que toda la familia lo está esperando, que trate de hablar con las personas que lo retienen para que nos den un mensaje, una llamada, algo… Le di la bendición y me despedí de él”, terminó, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y la voz entrecortada.

Carlos Alberto nació el 7 de octubre de 1965 en Bogotá, desde pequeño le gustaba ayudar a los demás, lo cual siguió haciendo después de estudiar Medicina en la Universidad El Bosque. A la Policía entró por primera vez para hacer su año rural y estando allí se entusiasmó con hacer la carrera militar, así que hizo los cursos y se vinculó a la institución, en donde alcanzó el grado de capitán. En esta fuerza estuvo siete años y su último trabajo fue como médico del servicio aéreo de la Policía, en el aeropuerto de Guaymaral, en Cundinamarca.

La última ubicación conocida de Carlos fue en Guamal, Meta. ¿Por qué estaba allí? Pocos días antes de su desaparición a su esposa le habían robado el carro en Bogotá, dice su madre, quien recuerda que, el domingo 23 de noviembre de ese año, Carlos le contó que había recibido una llamada en la que le decían que el vehículo estaba en Villavicencio y que debía pagar 200.000 pesos para recuperarlo.

“Yo le dije: ‘Mijito, el carro ya se perdió, eso debe ser una trampa, no vaya por allá’”, recuerda Lilia, que en ese momento creyó que había persuadido a su hijo de no hacer el viaje. Sin embargo, el lunes siguiente no recibió la llamada que todos los días Carlos le hacía a las 7 de la mañana, lo que le extrañó, pero no fue sino hasta el día siguiente cuando comenzó a alarmarse.

Ese martes tampoco habló con su hijo en la mañana, pero sí recibió una llamada de uno de sus compañeros de trabajo. “Doña Lilia, ¿qué pasó que Carlos Alberto?, no vino ayer y no ha llegado hoy”. Esas palabras marcaron el inicio de una ausencia que no ha dejado de sentir ni un solo día.

Al entrar en la sala, en una pared hay un mosaico de fotografías de cuando era pequeño, cuando jugaba con su hermano, de sus grados del colegio.

Foto:

María Isabel Ortiz / EL TIEMPO

Carlos Alberto, a la izquierda, junto con Germán, a la derecha, cuando eran niños.

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María Isabel Ortiz / EL TIEMPO

Carlos Alberto cuando se graduó del colegio.

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María Isabel Ortiz / EL TIEMPO

Familiares de Carlos Alberto Hernández.

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María Isabel Ortiz / EL TIEMPO

De inmediato Lilia llamó a Bibiana, la esposa de Carlos, para ver si sabía dónde estaba, pero le contestó que en la noche anterior él no había dormido en la casa. Ante la falta de comunicación hicieron la denuncia por la desaparición.

Germán, hermano menor de Carlos, también comenzó a averiguar por su lado sobre el paradero de Carlos. Se comunicó con quien había sido conductor de su hermano tiempo atrás, quien le dijo que él había salido hacia Villavicencio ese lunes y le ofreció llevarlo. Estando allí, se enteró de que, desde la capital del Meta, Carlos había salido con tres amigos, también desaparecidos, en dos vehículos, al parecer, hacia Guamal. En algún punto de ese recorrido los cuatro desaparecieron y luego de 20 años no se ha sabido mucho más.

Uno de los carros en los que viajaban fue encontrado abandonado en la vía, en la vereda Montecristo de ese municipio, en ese entonces zona de influencia de los frentes 34 y 51 de las Farc. Según cuenta Germán, las investigaciones de la Sijín de Villavicencio, en 1998, apuntaron a que lo más posible era que estuvieran en poder de esa guerrilla, aunque se desconocían los motivos del secuestro.

Además de establecer la última ubicación de Carlos, días después también se supo sobre las últimas llamadas hechas desde su celular, pues a su casa llegó la factura detallada: había tres registros de llamadas el día de su desaparición.

La primera fue a su casa, Carlos habló brevemente con su esposa y luego con su hija, pero la comunicación se cortó. La segunda y la tercera llamadas son las únicas pistas o incluso pruebas que tiene la familia Hernández sobre lo que pasó con Carlos Alberto. Una fue hecha a un número que quedaba en Manzanares, Meta, que en ese entonces también era una zona con presencia guerrillera, y la última fue de Villavicencio a Bogotá.

Esa llamada fue hecha a un hombre que tres meses antes había sido liberado por las Farc, luego de estar secuestrado varios meses. Germán no recuerda su nombre pero sí que tenía una distribuidora de huevos en la capital y logró contactarse con él para preguntarle por qué su hermano lo había llamado. La historia era diferente.

Durante su cautiverio, el hombre llegó a un acuerdo con la guerrilla: pagaría la mitad del rescate, que era de 100 millones de pesos, y lo dejaban en libertad para trabajar y conseguir la otra mitad. La llamada que ese lunes 24 de noviembre le habían hecho desde el celular de Carlos había sido para cobrarle esa deuda. “Esa es la única prueba que tenemos, se la mostramos a la Policía y ellos confirmaron que esa era la única prueba, que el celular lo había usado la guerrilla para hacer esas llamadas”, cuenta Germán.

Tras 20 años, esas llamadas siguen siendo lo único concreto que saben sobre las últimas horas de Carlos. Nunca han recibido llamadas pidiendo dinero por el rescate, ningún grupo al margen de la ley se ha adjudicado esa desaparición y nadie les ha dicho que lo hayan matado.

Viajes y estafas

Al principio, la familia Hernández viajaba a Villavicencio y sus alrededores cada 8 días, esperando averiguar algo, repartiendo volantes con la historia y la cara de Carlos, esperando que alguien les diera razón. Pero nadie les decía nada.  De hecho, con frecuencia eran estafados por personas que decían tener información pero pedían dinero a cambio.

Con el paso del tiempo los viajes se fueron reduciendo: empezaron a ser cada 15 días, luego cada mes, después solo dos veces al año y en 2002 o 2003 dejaron de viajar.

“Todo el mundo se aprovecha de uno, todo el mundo ve dolor y se aprovechan de las víctimas”, resume Germán sobre las decepciones que han enfrentado, las veces que alguien les ha dicho que si les pagan les pueden ayudar, incluso les han llegado a decir que encontraron a Carlos pero necesitan ciertos implementos para su rescate.

En los viajes conocieron a familiares de los otros tres hombres que se presume fueron secuestrados con el capitán Hernández. Una de las mayores decepciones vino de la cuñada de uno de ellos. Ocurrió unos tres años después de la desaparición. Un día la mujer les dijo que había logrado encontrar a Carlos pero que eran necesarios unos implementos para él y otros secuestrados. Les pidió 20 camisetas y 20 cachuchas. Lilia, en el menor tiempo posible y con las más altas esperanzas, envió todo a la dirección que le dieron en Villavicencio.

“Y la señora se desapareció, llamábamos y no contestaba, nosotros estábamos superilusionados; entonces decidimos irnos a Villavicencio a ver qué pasaba. Nos fuimos para allá y buscamos a la señora, sabíamos dónde vivía. Pasaron como tres horas y nada que aparecía, entonces le preguntamos a uno de los vecinos si sabía en dónde estaba y nos dijo: ‘Ella tenía un torneo de tejo hoy, que era como con 20 personas, eso necesitaba unos uniformes, no sé si al fin los consiguió’”, recuerda Lilia con dolor, y agrega que esa fue la última vez que ella participó de viajes para tratar de encontrar a su hijo.

Germán agrega que aunque eran frecuentemente estafados en estos viajes, los engaños seguían cuando volvían a Bogotá. “Cuando nosotros íbamos allá nos tumbaba la gente del pueblo, los que necesitaban alguna plata o camisetas. Pero cuando volvíamos acá nos engañaban los políticos, esos que después se convertían en senadores, era la misma cuestión, todos aprovechándose de las víctimas para buscar votos”.

Todo el mundo se aprovecha de uno, todo el mundo ve dolor y se aprovechan de las víctimas.

Negativas de los presuntos captores

Las llamadas y las últimas ubicaciones de Carlos le dieron a su familia el indicio de que los responsables de su desaparición eran las Farc, pero en estos años, incluso después de la desmovilización del grupo guerrillero, no han recibido ninguna confirmación de su parte, a pesar de que en múltiples ocasiones buscaron hablar con comandantes de esa guerrilla.

Por ejemplo, al darse cuenta de que alias Miller Perdomo era el comandante de los frentes que operaban en la zona en donde Carlos estuvo por última vez, viajaron hasta el lugar desde donde él comandaba todo el movimiento. La respuesta que recibió Germán en las puertas de este lugar era que ese día Perdomo no estaba ahí.
No se rindieron. Se enteraron de que el humorista Jaime Garzón había ayudado para la liberación de secuestrados y lo contactaron para ver si él podía ayudar. “Le contamos nuestro caso y un día él nos llamó y nos dijo que estaba con Miller, que nos lo pasaba. Hablamos con él y le preguntamos por Carlos, que nos dijeran algo; él solo dijo que no sabía de quién le hablaban y la llamada se colgó”, recuerda Lilia.

No han obtenido información de parte de las Farc a pesar de que estuvieron en el Caguán durante los diálogos de paz con el gobierno de Andrés Pastrana, esperando hablar con los jefes guerrilleros, cosa que no fue posible; tampoco a pesar de que en otra ocasión viajaron a la sierra de La Macarena, hasta la casa en donde supuestamente estaba el secretariado de las Farc, pero solo encontraron a un señor con una máquina de escribir que les dijo que no estaban y les tocaba dejar una carta.

La vida sin Carlos

Con la ausencia de su hijo, la casa de Lilia se ha convertido en estos 20 años en una especie de santuario del recuerdo que tienen de Carlos Alberto. Al entrar en la sala, en una pared hay un mosaico de fotografías de cuando era pequeño, cuando jugaba con su hermano, de sus grados del colegio y, justo al frente, en otra pared, hay una gran foto suya, de cuando entró a la Policía.

En la otra parte de la sala de la casa, ubicada en el barrio El Recuerdo, en Bogotá, cuelgan de la pared varios cuadros que ha pintado Germán, uno es un retrato de su hermano, tal y como lo recuerda, otro es de su madre, quien carga siempre fotos de Carlos en su billetera y su celular, “primero para recordarlo, porque no lo pienso olvidar hasta que él llegue, y segundo para mostrarle a la gente a ver si lo conocen o lo han visto”, dice Lilia, con la voz entrecortada.

Además de estas imágenes, que cuelgan en espacios públicos de la casa, también hay fotos de Carlos en el cuarto principal, al igual que un pendón con su imagen, que llevan a eventos en conmemoración de los secuestrados y a plantones para pedir por su regreso.

“Queremos saber la verdad, estamos en esa incertidumbre, no sabemos si le rezamos al alma o al cuerpo. Si lo mataron, que nos digan en dónde está y vamos por él para darle una cristiana sepultura y pedirle a Dios que lo tenga en su reino, pero en este momento es una incertidumbre”, dice Lilia refiriéndose a cómo son los días desde que Carlos no está.

Germán agrega que se han distanciado de familiares y amigos porque las reuniones ya no eran lo mismo, y porque comentarios como “ya para qué lo siguen esperando”, que a veces salían a flote, eran un golpe mortal para ellos, que tienen todas las esperanzas de volver a ver a Carlos con vida.

Los días en la casa materna también tienen mucho de silencio, tanto que para evitarlo programaron el reloj de la sala para que cada hora en vez de un ‘cucú’ o unas campanas, suene una canción vallenata, una pieza de piano en música clásica o ritmos tropicales, que, por unos segundos, interrumpan la ausencia del hijo mayor.

Si ellos dijeran la verdad, uno queda más tranquilo, sepulta este dolor, pero así no se puede uno comer un pan porque pienso que yo me estoy comiendo un pan pero quién sabe si mi hijo lo tendrá…”, concluye Lilia, de nuevo con la voz entrecortada, y asegura que si su hijo volviera le diría: ‘Que lo amo con todo mi corazón, que lo necesito, que me alegra verlo, abrazarlo, besarlo; que quisiera tenerlo aquí para darle todo el cariño, abrazos y besos que durante tanto tiempo no le he dado”.

MARÍA ISABEL ORTIZ FONNEGRA
Redactora de ELTIEMPO.COM
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